Abrió los ojos y se encontró con la cara de Yiannis a dos centímetros de la suya, gritando y gesticulando con ansiedad.
—¡Cielos! —exclamó Bruna, sentándose de golpe.
Una ola de inestabilidad agitó el mundo. La habitación tembló, la cabeza dolió, el estómago se retorció. El cuerpo le recordó, antes que su memoria, que una vez más había tomado demasiado alcohol la noche anterior. La figura del archivero aleteaba frenéticamente por el cuarto como un gorrión atrapado. Era una maldita holollamada.
—Yiannis, se acabó. Ahora mismo anulo tu autorización holográfica —gruñó la rep, sujetándose la cabeza con la mano.
—¡Me han despedido! ¡Es una conspiración! ¡Y no puedo entrar en el Archivo! Te lo intenté decir anoche pero no contestabas.
Cierto. Tuvo una clara imagen de sí misma rechazando las llamadas. Había llegado a casa cansada y deprimida y se había puesto a beber. Otras veces bebía porque estaba contenta y relajada. Y otras porque estaba angustiada. Siempre encontraba alguna razón para embriagarse. Mirando hacia atrás, su corta vida estaba compuesta por una sucesión de noches de las que apenas se acordaba y por un sinfín de mañanas de cuyos desabridos despertares se acordaba demasiado bien.
—A ver... tranquilízate y vuélvemelo a explicar. Despacio. Como si yo fuera un bicho y no entendiera bien el idioma...
Yiannis empezó a contar atropelladamente su conversación con la supervisora.
—Está bien, está bien, ya veo. Mira, mejor voy para tu casa. En menos de una hora estaré allí —dijo Bruna.
Y cortó, dejando al viejo con la palabra en la boca.
Cuatro años, tres meses y doce días.
Tomó aire y se puso en pie.
Náuseas y mareo.
Decidió meterse otra subcutánea de paramorfina. Desde luego no era la mejor manera de acabar con una resaca, era como matar moscas con una pistola de plasma o como cortarse una mano porque te duele un dedo. Pero sabía que con eso se iba a sentir enseguida muy bien, y los tiempos estaban tan revueltos que le parecía más prudente salir a la calle en plena forma. Además, todavía le dolían un poco las costillas, pensó exculpatoriamente mientras se ponía la dosis. Era la penúltima que le quedaba. Una pena.
Se miró en el espejo. Había vuelto a dormir con la ropa puesta y estaba toda arrugada y retorcida. En el cuello llevaba todavía el netsuke verdadero de su falsa madre. Decidió dejárselo: le pareció que necesitaba su compañía. O su protección.
El termómetro exterior marcaba catorce grados: se había acabado la crisis polar. Se dio una breve ducha de agua, eligió un conjunto verde metalizado del armario y se vistió sintiéndose muy bien, descansada, alerta. Y también hambrienta. Fue hacia la zona de la cocina a prepararse algo y entonces lo vio: ¡el puzle estaba hecho! Terminado. Resuelto. Lo miró estupefacta y, entre los jirones de niebla que emborronaban la noche anterior, le pareció verse a sí misma colocando piezas. Debía de haber estado trabajando en el rompecabezas hasta muy tarde... Y con especial suerte o sobrehumano ahínco. La imagen del Cosmos estaba completa; y en el centro, en la zona crítica que antes le faltaba y que tanto se le había resistido durante meses, ahora se veía la nebulosa planetaria Hélix, ese espectacular objeto gaseoso de la constelación Acuario que los astrónomos conocían como «el Ojo de Dios». Hélix, por supuesto, se dijo Bruna casi desilusionada por la obviedad; ¿cómo no lo había adivinado? Era el accidente cósmico más famoso e incluso había un par de sectas de chiflados que lo creían sagrado. La última pieza del puzle activaba un pequeño efecto tridimensional y la imagen parecía vibrar y latir en la vastedad del espacio. Un ojo bellísimo ribeteado de vaporosas pestañas rojizas y con el iris intensamente azul, un ojo gigantesco que la contemplaba. Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando. Estaba buscando la nebulosa Hélix, estaba buscando algo evidente y no se había dado cuenta. Y había tenido que emborracharse y perder la conciencia, había tenido que dejarse guiar por la pura intuición para completar el rompecabezas. El Ojo de Dios. El hermoso, helado e indiferente ojo que nos mira.
Tras desayunar a toda prisa unas hamburguesas de proteínas con sabor a pavo, metió la desastrada pistola de plasma en la mochila, convencida de que el mundo exterior iba a estar un poco más desagradable que el día anterior, y salió a la calle. Y, en efecto, el buen tiempo parecía haber añadido combustible al fuego del odio. Grupos de manifestantes rodeados por cordones policiales chillaban consignas que Bruna no alcanzó a entender, mientras las pantallas públicas derramaban sobre su cabeza torrentes de violencia. Había coches volcados, escaparates rotos, recicladores ardiendo. Al pasar por el parque-pulmón vio que varios de los delicados árboles artificiales habían sido desgarrados y arrancados. Las bocacalles estaban tomadas por el Ejército y Bruna tuvo que enseñar su chapa civil en dos controles. Temió ser cacheada y que le encontraran el plasma, pero por fortuna no sucedió. Llegó a casa de Yiannis con los nervios de punta.
El piso del archivero era tan a la antigua usanza como él. Estaba en un hermoso edificio de unos tres siglos de antigüedad que había sobrevivido a las diversas guerras sin daños excesivos, pero se encontraba sin reformar. La casa tenía pasillos oscuros, habitaciones inútiles y un incomprensible montón de cuartos de baño. Yiannis hacía toda su vida en las dos estancias principales, una convertida en salón y otra en dormitorio, pero utilizaba el resto de la casa de almacén para la infinidad de trastos que guardaba, entre ellos una asombrosa cantidad de antiguos y valiosos libros de papel. En una de esas habitaciones forradas de libros había vivido Bruna durante algunos meses después de la muerte de Merlín. El humano Yiannis había cuidado de ella, de la misma manera que la tecno Maitena había cuidado de Lizard. Pero ahora las relaciones entre las especies se estaban pudriendo.
Nada más franquear la puerta, Bruna advirtió algo nuevo: la mesita de la entrada, que normalmente era un revoltijo, había sido despejada y mostraba como único objeto un jarrón azul con tres tulipanes amarillos. ¡Flores naturales! La rep se quedó pasmada.
—Vaya, has arreglado la mesa...
—Psí... —contestó el viejo ambiguamente, haciendo un vago movimiento con la mano.
Recorrieron el pasillo y entraron en la sala, y ahí estaba ella sonriendo modosamente. De primeras le costó reconocerla sin estar empaquetada dentro de los paneles de mujer-anuncio.
—Hola, Bruna. Me alegro mucho de verte —dijo RoyRoy con entusiasmo.
—Yo también... —contestó la rep de manera automática—. Aunque sobre todo me has dado una sorpresa. ¿Has dejado el empleo de Texaco-Repsol?
La mujer miró a Yiannis con gesto un poco turbado.
—Bueno, yo la he... La he ayudado a liberarse de ese trabajo de esclavos. ¡Digamos que la he manumitido! —contestó por ella el archivero.
Y luego rió su propio chiste nerviosamente.
—Ejem, quiero decir que le he prestado dinero hasta que encuentre algo mejor y además está... está viviendo en casa.
—Ah. Bien. Vale. Genial —dijo Bruna.
—Yiannis es muy generoso. Bueno, tú ya lo sabes —añadió RoyRoy.
Sí, la androide lo sabía. El archivero no estaba haciendo por la mujer-anuncio más de lo que había hecho por ella misma. Y además a Yiannis se le veía... entusiasmado con RoyRoy. Y a ella también se la veía cambiada. Más joven. Más segura. Era como para estar contenta por su amigo. La rep se dejó caer en el viejo sillón verde y Yiannis se sentó en el sofá junto a la mujer. Hacían una estupenda parejita.
—No, no, la que es generosa es RoyRoy. No sabes cuánto me ha apoyado en todo esto. Menos mal que anoche estaba ella aquí. Como puedes comprender, volví deshecho de la entrevista con la supervisora.
—Sí, claro.
La mujer no podía llevar más de dos o tres días en casa de Yiannis, pero ya se veía su huella por todas partes. Los muebles estaban colocados de manera distinta y las estanterías bien ordenadas. La pantalla emitía imágenes sucesivas del niño de Yiannis y de un adolescente que la rep supuso que era el hijo de RoyRoy. Oh, sí, una pareja perfecta y entrañablemente unida por el culto a sus muertos. Se mordió los labios y le pareció que le sabían a veneno.
—Bueno, entonces, cuéntame exactamente qué te dijo ayer esa mujer —barbotó.
¿Por qué estaba tan irritada? ¿Por qué no se alegraba de que el pobre hombre se hubiera enamorado? ¿No había sentido ella que Yiannis la empujaba a aferrarse demasiado al dolor de la pérdida de Merlín? ¿Y no era mejor que hubiera encontrado otro duelo más cercano con el que identificarse? El archivero estaba contando su historia, pero Bruna no podía concentrarse en lo que decía. Los veía ahí, sentados juntos, humanos, parecidos, mucho más viejos que ella y aun así probablemente más longevos. Los veía unidos mientras ella estaba sola, perdidamente rara incluso entre los raros.
La pantalla se encendió de forma automática con un avance informativo. Apareció en imagen Helen Six, la periodista de moda, con un gesto tan aparatosamente trágico que Yiannis se calló y los tres se pusieron a mirar las noticias. Y entonces se enteraron: Hericio estaba muerto. Lo habían asesinado la tarde anterior. No sólo lo habían asesinado, sino también torturado. Alguien le había rajado el vientre de arriba abajo y sacado los intestinos mientras aún vivía. Había sido un crimen espantoso.
Como el holograma de Chi, pensó inmediatamente Bruna a pesar de haber quedado sumida en una especie de estupor. Yiannis la miró.
—Pero... ¿tú no me dijiste que ayer ibas a verle?
RoyRoy dio un respingo, abrió mucho los ojos y se tapó las mejillas con las manos.
—¡Bruna! ¿Qué has hecho? —gimió.
—¡¿Yoooo?! —saltó la rep indignada.
Entonces sucedió algo muy extraño: el archivero levantó la mano en el aire como si fuera a decir algo, luego se la llevó a la garganta y se desplomó de lado muy despacio.
—¡Yiannis! —jadeó la mujer, inclinándose hacia el hombre y derrumbándose también sobre él.
Bruna saltó del sillón y se acercó a los dos cuerpos inanimados. Pequeñas burbujas amarillas salían de la boca de RoyRoy. Entonces notó el olor, un sutil aroma a peligro. Había algo en el aire, una amenaza química. Contuvo la respiración, pero ya era tarde. Notó que las piernas le pesaban, que el cuerpo dejaba de sostenerla. Cayó al suelo, aunque no se rindió. Con un ímprobo esfuerzo de la voluntad, y protegida por su extraordinario vigor físico, se arrastró penosamente a gatas hacia la ventana. Tenía que llegar, tenía que abrirla. Concentró toda su mente en la distancia que debía cubrir. Un centímetro adelante y otro más y todavía otro más. Pero iba muy despacio y no podría seguir aguantando el aliento durante mucho tiempo. Aún le quedaba la mitad del camino cuando un movimiento reflejo le hizo tragar una bocanada de aire. Lo notó inundar deliciosamente sus pulmones, liberarla de la angustiosa asfixia; y notó también cómo la envenenaba. Fue como un rápido borrón sobre los ojos. Y después la oscuridad y la nada.
Alzó los párpados. La casa zumbaba y trepidaba. Por el techo corrían sombras líquidas que parecían perseguirse las unas a las otras. Le costó unos instantes comprender que el estruendo se debía al tranvía aéreo que pasaba justo por delante de la ventana. De su ventana. Ahí venía otro. Nuevamente el ruido y el revuelo de sombras. Bruna respiró hondo mientras la angustia se abatía sobre ella. Sabía lo que tenía que hacer y era terrible.
Miró el reloj: lunes 31 de enero de 2109, 09:30 horas. Tenía que apresurarse. Cuatro años, tres meses y once días. ¿Cuatro años, tres meses y once días? ¿Qué significaba eso? ¿Por qué había aparecido de repente ese cómputo temporal en su cabeza? Se levantó de la cama profundamente desasosegada. Estaba vestida. Mejor: menos pérdida de tiempo. Se sentía mareada, confusa. Una pátina de irrealidad parecía cubrirlo todo, como si la vida resbalara por encima de la superficie de las cosas. No reconocía su casa, por ejemplo. Sabía que era su casa, pero no conseguía recordarla. Sin embargo, todo eso no importaba. Lo importante, lo urgente, lo espantoso era la misión que tenía que desempeñar para poder salvar al pequeño Gummy de un destino atroz. Bruna se estremeció. Eso sí estaba claro. Su misión y la situación en la que estaba el niño destacaban con total precisión por encima de la irrealidad general, como la imagen fija y detallada de un caballo corriendo sobre un fondo borroso. Eso era todo lo que necesitaba hacer. Eso era todo lo que necesitaba saber.
Sobre la mesa estaba el cinturón, primorosamente extendido y colocado como si fuera una joya. Y, junto al cinto, un pequeño holograma de Gummy. El niño riendo a carcajadas, los ojitos achinados y chispeantes, los mofletes tan tersos. Tenía dos años y medio. Bruna se recordó besando esa piel nueva, esa carne dulce y deliciosa, y lágrimas ardientes de terror y dolor empezaron a caer por sus mejillas. Las aplastó de un manotazo contra su cara, como quien mata a un bicho, y, haciendo un esfuerzo de autocontrol, se ciñó el cinturón. Conocía bien cómo funcionaba: primero tenía que quitar el seguro y luego pulsar la membrana táctil durante por lo menos veinte segundos; cuando volviera a levantar el dedo, las diminutas ampollas se abrirían, dejando salir el gas letal. Por lo menos sería una muerte rápida: menos de un minuto hasta la asfixia. No como lo que habían prometido hacerle a Gummy si ella no cumplía lo pactado. Una interminable, sádica agonía. Bruna reprimió una arcada. Calma, se imploró a sí misma. Tenía que concentrarse. El fragor ensordecedor de un nuevo tram la impulsó a la acción; debía abrir las ampollas en el intercambiador central de tranvías para aprovechar la afluencia de gente y el hecho de que fuera un espacio cerrado, y el lugar estaba a cuatro manzanas de distancia. Apagó la bola holográfica y se la metió en el bolsillo, y ya se iba a marchar cuando se dio cuenta de que no llevaba el móvil puesto. Qué raro. Echó una ojeada alrededor y no lo vio. Buscó con más cuidado, entre las sábanas arrugadas, en el baño, por el suelo. No estaba.
—Pantalla, localízame el móvil.
No obtuvo respuesta. Miró la pantalla: era un modelo muy viejo. Intentó pasar a manual y teclear un número. El ordenador no admitió la llamada. Qué extraño. La sensación de irrealidad se acentuó, la irrealidad zumbaba en torno a ella como un moscardón. Entonces el rostro de Gummy volvió a encenderse dentro de su cabeza con nitidez helada. Qué importaba que tuviera el móvil o no. De todas maneras iba a morir en pocos minutos.
Y, sin embargo...
Cuatro años, tres meses y once días. De nuevo esa absurda letanía cruzándole la mente. El ascensor tenía puesto el cartel de estropeado, de modo que Bruna bajó a pie las sórdidas escaleras sintiendo que llevaba una piedra en el corazón, un peso cada vez más grande que entorpecía sus pasos. El número que había intentado marcar en el ordenador era el de Paul Lizard. ¿Y quién era Paul Lizard? Un conocido, quizá un amigo. El nombre de Lizard emergía de la confusión como un puerto seguro en un mar tormentoso. Un rincón de luz entre sombras glaciales. ¿Una posible ayuda? Con cada escalón que descendía, Bruna se sentía más desgarrada entre la obligación de cumplir su misión y el horror que la matanza le producía. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacerlo.
Y, sin embargo...
Llegó a la planta baja y advirtió que el edificio parecía ser una especie de apartotel. Qué raro no acordarse. En el mugriento y oscuro vestíbulo había un exiguo mostrador de recepción y un panel electrónico que mostraba los precios. La luz estaba encendida, pero no había nadie. De pronto, los pies de Bruna la llevaron hasta el chiscón. Miró la pequeña pantalla: estaba abierta. Tecleó el número de Lizard antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo, y al instante apareció el rostro del policía. Porque era un policía. Bruna se sobresaltó al recordarlo, y al mismo tiempo con sólo ver los rasgos del hombre le dieron ganas de llorar de alivio.
—¡Bruna! ¿Dónde diablos estás? —chilló Lizard.
—Yo... en mi casa —balbució.
—¡No estás en tu casa, porque yo estoy en tu casa! Bruna, ¿qué ocurre? Estás desconectada, ¿qué pasa con tu móvil? Sé lo de Yiannis y RoyRoy...
Yiannis y RoyRoy. Los nombres originaron ondas concéntricas en su nublada mente, como piedras cayendo en agua cenagosa. Empezó a escuchar un sordo zumbido dentro de los oídos.
—Me tengo que ir. Debo hacer algo horrible —gimió.
—¡Espera! Bruna, ¿qué dices? ¿Qué te ocurre?
—Tengo que matar. Tengo que matar a mucha gente.
—¿¡Cómo!? Pero ¿por qué?
—Si no lo hago torturarán a Gummy —lloró.
—¿Gummy? ¿Quién es Gummy?
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! —gritó ella.
Lizard la miró anonadado. Parecía alguien a quien acabaran de golpear en la cabeza.
—Tú no tienes hijos, Bruna... —susurró.
El zumbido era ya atronador.
—Me tengo que ir.
—¡No! Espera, ¿dónde estás? Escucha lo que digo: no puedes tener hijos, ¡eres una rep!
Cuatro años, tres meses y once días.
—¿Qué significa «cuatro años, tres meses y once días», Lizard? Tú lo tienes que saber.
El inspector la miró desconcertado.
—No tengo ni idea... Por favor, dime dónde estás, Bruna. Iré a buscarte...
Ella negó con la cabeza.
—Lo siento. Si no lo hago torturarán a Gummy.
—¡Aguarda, por favor! ¿Y cómo sabes... cómo sabes que no le harán nada? Tal vez mates a esa gente que tienes que matar y luego de todas formas le hagan daño...
Bruna se quedó pensando unos instantes. No. No le harían nada. Lo sabía con total claridad y certidumbre. Si ella cumplía su parte, el niño se salvaría.
—¡Estás en la calle Montera! Te he localizado. ¡No te muevas, tardo cinco minutos! —gritó el hombre.
—No puedo. Me voy.
—¡¿Adónde?! —preguntó Lizard agónicamente.
—Al intercambiador de trams —dijo Bruna.
Y, dando media vuelta, salió al exterior, mareada, con náuseas, ensordecida.
Caminó deprisa, encerrada en la burbuja de su pesadilla, ajena a las prédicas de los apocalípticos, al alboroto de las pantallas públicas, a las miradas de miedo o de repulsa que iba suscitando a su paso. Caminó como una autómata, concentrada en su deber. Pero cuando llegó a la altura del gigantesco intercambiador con forma de estrella, sus pies se detuvieron. De nuevo arreció el zumbido dentro de su cráneo, un ruido que empezaba a resultar doloroso. Visualizó la hoja redonda de una sierra dentada cortando su cerebro por la mitad y se estremeció. Entonces le vino a la memoria, salida de no sabía dónde, la figura de una mujer con una línea negra dibujada alrededor de su cuerpo, una mujer partida por su tatuaje. Cuatro años, tres meses y once días. Durante unos instantes no pudo moverse y apenas si pudo respirar. Luego el rostro de Gummy estalló en su cabeza y todo volvió a ponerse en movimiento. Comprobó que el cinturón estaba preparado y decidió cruzar por la pasarela elevada para entrar por la puerta lateral del edificio. En ese momento, un coche paró chirriando en la acera junto a ella y de él salió un hombre. Era Lizard. Bruna retrocedió unos pasos y se puso en guardia, dispuesta a luchar si intentaba detenerla. Pero el tipo se quedó a unos metros de distancia.
—Bruna... Tranquila...
—No te acerques.
—No me voy a acercar. Sólo quiero hablar. Cuéntame, ¿a quién tienes que matar? ¿Cómo vas a hacerlo?
—Déjame pasar. No puedes impedirlo.
—Escucha, Bruna... tu cerebro ha sido manipulado. Creo que te han metido un implante de comportamiento inducido. Te han hecho creer que tienes un hijo, pero no es verdad. Tenemos que quitarte ese implante antes de que acabe contigo.
El zumbido arreció. Tal vez Lizard tuviera razón. Tal vez fuera verdad lo del implante. Pero su hijo seguía estando en manos de esos monstruos. Pequeño, aterrado e inerme. El pavor que imaginó que debía de estar pasando el niño casi la hizo gritar. Quitó el seguro al cinturón y acercó la mano a la membrana táctil.
—Me han dicho las cosas que le harán a Gummy si no obedezco —la voz se le rompió—. No puedo resistirlo. Tengo que soltar el gas antes de las doce. Si no puedo hacerlo en el intercambiador lo haré aquí mismo.
—¡Espera, espera, por todas las malditas especies, por favor! No lo hagas... Si es un gas no tendrá el mismo efecto aquí al aire libre que en el intercambiador, ¿no? No querrán que lo desperdicies aquí...
—Quizá. Pero es un neurotóxico muy efectivo. Sé que mata en un minuto y que es muy potente. También aquí valdrá.
Paul miró alrededor. A pocos metros pasaba una cinta rodante cargada de gente. Y luego estaba la transitada pasarela, los coches, los edificios.
—Mierda, Bruna, te ruego que esperes un momento... Por favor, ¡por favor!... He llamado a un amigo tuyo... Y debe de estar al llegar. Por favor, espera.
La rep entró en pánico. Tocó la membrana con dos dedos. Los dejó ahí, apretados contra el cinturón.
—Si has pedido refuerzos... si estás pensando en dispararme... He pulsado ya el interruptor. Si quito los dedos de esta membrana se abrirán las ampollas y saldrá el gas.
Lizard palideció.
—No, por favor... Sólo he avisado a un amigo tuyo, de verdad... Dame diez minutos... No, veinte. Sólo te pido eso. Aún no son las 12:00. Sólo te pido veinte minutos. Si a las 11:30 sigues queriendo entrar en el intercambiador, te dejaré ir. Te lo ruego. Veinte minutos y a cambio de eso me haré cargo del niño. Después de que tú mueras. Alguien lo tendrá que cuidar.
Bruna sintió que se abría un vertiginoso abismo dentro de ella: era verdad, no había pensado en eso. Alguien tendría que cuidar a Gummy. Cuatro años, tres meses y once días. Jadeó, angustiada, y apretó un poco más los dedos contra la membrana.
—Está bien. Hasta las 11:30. Y te harás cargo del niño. Pero no llames a nadie y no te muevas.
—No haré nada, tranquila...
Fueron los doce minutos más largos de la vida de Paul Lizard. En cuanto a la rep, pasaron como una pesadilla, como un delirio febril. Como una bruma lenta punteada por repentinas imágenes atroces que atravesaban su cabeza como cuchilladas.
Y en el minuto trece llegó Pablo Nopal.
—Hola, Bruna.
La androide le miró con inquietud. Lo conocía. Y de alguna manera la desasosegaba, aunque no sabía por qué.
—Qué bello es tu collar. Qué hermoso es ese netsuke. Era de tu madre, ¿te acuerdas? Cuando eras pequeña y tus padres salían a cenar, tu madre entraba a tu cuarto antes de irse. Tú te hacías la dormida pero la veías inclinarse sobre ti, esbelta y crujiente en su ropa de fiesta, perfumada, nimbada por la luz del corredor... Y de su cuello colgaba este hombrecito. Entonces tu madre ponía una mano sobre el netsuke y así, mientras lo sujetaba, rozaba con sus labios tu mejilla o tu frente. Sin duda cogía el collar para que no te golpeara al agacharse, pero la escena cristalizó en ti con esos ingredientes para siempre: la noche promisoria, el resplandor del pasillo, el beso de tu madre mientras agarraba el hombrecito como si fuera un talismán, como si fuera la llave secreta que le permitiría teleportarse a esa vida misteriosa y feliz que aguardaba a tus padres en algún lado...
Eso dijo Nopal con su voz grave y tranquila, y súbitamente Bruna se vio allí, dentro de ese cuerpo somnoliento y de esa cama, dentro del tibio capullo de las sábanas y de la fragancia de su madre, que la envolvía como un anillo protector. El recuerdo la atravesó nítido y ardiente, dejándola sin aliento; y sólo fue el primero de muchos otros. Nopal fue devanando memorias del enmarañado ovillo de su cabeza y poco a poco el borroso contorno de las cosas comenzó a recuperar su precisión. Media hora más tarde, Bruna había vuelto a pasar por su baile de fantasmas, había llorado una vez más la revelación de la impostura, había comprendido que era una androide. Y que no podía tener hijos. Pero Gummy seguía gritando ensordecedoramente dentro de ella. Su niño la seguía llamando y necesitando. La rep gimió. Las lágrimas quemaban en sus ojos. Con la mano izquierda volvió a echar el seguro al cinturón y luego retiró sus entumecidos dedos de la membrana. Lizard hizo ademán de acercarse ella, pero Bruna le paró con un grito feroz.
—¡Quieto!
El inspector se detuvo en seco.
—Ahora soy yo quien te pide cinco minutos...
Nadie habló.
La rep inclinó la cabeza y cerró los ojos. Y se dispuso a matar a Gummy. Rememoró el peso del niño en sus brazos, su olor caliente a animalillo, su manita pringosa rozándole la cara, y luego se dijo: no es verdad, no existe. ¡No existe!, repitió con un grito silencioso hasta conseguir que la imagen se fuera borrando poco a poco, como píxeles de una grabación defectuosa. Entonces pasó al siguiente recuerdo del pequeño; y después al siguiente. Sus primeros pasos tambaleantes. Aquella tarde azul y quieta de verano cuando Gummy se comió una hormiga. La manera en que decía «caramelo» en su media lengua: mamelo, y las burbujitas que la saliva le hacía en las comisuras. Y cómo metía su mano dentro de la de ella cuando algo lo asustaba. ¡Todo eso no existía! ¡No existía! Iban desapareciendo las memorias, estallaban como pompas de jabón, y el dolor era cada vez más insoportable, más lacerante: era como abrasarse y luego raspar la quemadura. Pero Bruna siguió adelante, agónica, suicida, escarbando una y otra vez en la carne viva, hasta llegar al recuerdo final y reventarlo. Y allí abajo, en lo hondo, tras completar la muerte imaginaria de Gummy, la estaba esperando agazapada la muerte verdadera de Merlín. Bruna Husky estaba de regreso, toda entera.
Abrió lentamente los ojos, exhausta y dolorida. Miró a los expectantes Lizard y Nopal.
—Entonces, ¿el implante me va a matar, como a los demás? ¿Reventará mi cerebro? ¿Me sacaré los ojos? —susurró roncamente.
Y en ese momento alzó la cabeza y se vio. De pronto su imagen inundaba las pantallas públicas: ella al natural y como Annie Heart; ella entrando en el Majestic; Annie entrando en la sede del PSH. Y los grandes flashes rojos tridimensionales de la noticias de última hora: «Tecno Bruna Husky Culpable Tortura y Asesinato Hericio.» Acababan de dar las doce.
La idea fue de Bruna. Necesitaba que le quitaran el implante pero si iba a un hospital la detendrían. Entonces pensó en Gándara.
—¿El forense? —se extrañó Lizard.
—Sabe extraer memas artificiales... aunque sea de cadáveres.
—Sí, pero... ¿estás segura de él? Parece un tipo raro. ¿No te denunciará?
Bruna negó con un movimiento de cabeza y eso bastó para que el mundo se pusiera a oscilar. Se encontraba cada vez más mareada.
—No, se portará bien, es un amigo... Y si le damos algo de dinero, será todavía más amistoso... —murmuró débilmente.
Estaba segura de que iba a morir y tan sólo esperaba que Lizard le impidiera arrancarse los ojos. El inspector llamó a Gándara; el forense trabajaba por las noches y no estaba en el instituto, pero Paul le dio una vaga excusa y consiguió sonar lo suficientemente urgente y oficial como para hacerle prometer que iría corriendo.
—Yo me encargo de que no se vaya de la lengua —gruñó Nopal.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el inspector con cierta inquietud.
—Hablo del dinero... le daré algunos ges.
Iban los tres en el coche del policía. Habían ordenado al vehículo que oscureciera los cristales para ocultar a la rep; las pantallas públicas repetían imágenes de Bruna de manera incesante, y por desgracia su aspecto era demasiado fácil de recordar. Lizard y el memorista parecían haber firmado una tregua, una alianza pasajera que la androide hubiera encontrado muy extraña de haber sido capaz de pensar en ella. Pero se sentía tan mal que las ideas no parecían circular por su cabeza. De hecho, tampoco había reparado en algo aún más raro: en vez de detenerla, el inspector la estaba ayudando a escapar.
Al llegar al Anatómico Forense Bruna tenía taquicardia y sudores fríos. Lizard estacionó en un discreto rincón del aparcamiento, la dejó en el coche con Nopal y fue a ver si estaba el médico. Regresó con él al cabo de un tiempo que se les hizo exasperantemente largo.
—Qué mal aspecto tienes, Bruna. Pareces de los míos —dijo el forense a modo de saludo.
Traían con ellos un carro-robot con una cápsula.
—Hay que desnudarla —dijo Gándara.
Le ayudaron a quitarse la ropa y el collar del netsuke, la tumbaron dentro de la cápsula y bajaron la tapa transparente. Las visibles magulladuras hacían más creíble su papel de cadáver. Entraron en el edificio y pasaron a toda prisa y casi sin trámites por el control de seguridad, sin lugar a dudas gracias a la presencia corrosiva y un poco imponente del forense. Luego rodaron pasillo adelante hasta llegar a una de las salas de disección.
—He dicho que era un asunto secreto y oficial y he ordenado que no entre nadie —informó Gándara.
Hizo que el carro-robot se colocara en el centro del cuarto, bajo el módulo de los instrumentos, y que abriera la tapa. La sala estaba helada. Lizard miró el cuerpo desnudo de la rep, tan pálido e indefenso dentro de la siniestra cápsula, y sintió frío por ella. Y también desolación, y miedo, y una especie de angustiosa debilidad que quizá se pareciera a la ternura.
Gándara se colocó la bata y los guantes y encendió encima de ellos la potente luz antibacteriana.
—Bueno... ¿Cómo te sientes, Bruna?
—Mal.
Gándara la miró, preocupado.
—¿Sabes qué día es hoy?
—Lunes... 31 de enero...
La voz sonaba pastosa.
El forense tomó sus constantes con un medidor corporal.
—Taquicardia, ligera hipotermia... Bueno. No podemos perder tiempo. Si tienes esa mema, hay que sacarla ya.
Con movimientos rápidos y precisos, el médico tiró hacia abajo de un aparato de aspecto espeluznante que pendía sobre su cabeza y lo puso en marcha. Empezó a emitir un amenazador zumbido.
—Tienes que estarte muy quieta. ¿Has entendido? Piensa que eres un fiambre.
La rep abrió mucho los ojos en muda aquiescencia. El forense encajó la punta metálica del aparato en la nariz de la androide y pulsó un botón.
—Ahí va la sonda...
Bruna gimió y sus manos se crisparon agónicamente.
—¡Por todas las malditas especies, Gándara! ¿No hay manera de hacérselo más llevadero? —gruñó el inspector.
—Qué quieres, Lizard, aquí no tenemos anestésicos... No los necesitamos, no sé si te das cuenta... ¡Muy quieta, Bruna!... Pero va a ser rápido. Y además, tampoco es para tanto, ¿eh? Nunca se me ha quejado nadie, jaja...
En la pantalla se veía el avance por el cerebro de la nanosonda, tan extremadamente fina que emitía un destello fluorescente para poder ser vista. El gusano de luz daba vueltas y vueltas por la materia gris como un cometa loco en un universo cerrado. Gándara frunció el ceño.
—No puede ser...
Bruna jadeaba roncamente. Apretaba los puños y tenía el cuerpo tan tenso que los dedos de sus pies estaban encogidos como garfios. Ese cuerpo hermoso y doliente, esa carne maltratada que la luz bactericida teñía con un irreal tono violáceo.
—¡Joder! ¿Qué pasa? ¿No iba a ser rápido? —explotó el inspector.
El gusano luminoso recorrió una vez más la pantalla y luego se apagó. La sonda siseó mientras se replegaba. Gándara extrajo el aparato de la nariz y se volvió hacia Nopal y Lizard.
—No hay nada.
—¿Cómo?
—No hay ningún implante. Ninguna mema artificial, aparte de la memoria tecnohumana de serie, que sigue estando intacta y sellada.
—Eso no puede ser. Soy memorista, hablé con Bruna y sé que estaba siendo víctima de una implantación de recuerdos falsos. Lo sé con total seguridad —dijo Nopal.
—Pues no hay nada, ya te digo. ¡Nada! Y yo también estoy completamente seguro —dijo el forense con cierta irritación.
Pero luego miró a la rep y se pellizcó el lóbulo de la oreja derecha, como solía hacer cuando estaba nervioso.
—Aunque, quizá...
Levantó las manos de la rep, que seguían crispadas.
—Mmmm... Bruna, ¿notas si tienes más saliva de lo normal?
La detective cabeceó afirmativamente.
—Ya veo... Rigidez, salivación excesiva... Lo siento, pero tengo que volver a meter la sonda. Esta vez sí que será muy breve...
Bisbiseó de nuevo el aparato con un zumbido de broca taladradora, se encendió la lombriz fluorescente en la pantalla, gimió la androide. Pero Gándara había dicho la verdad: en unos segundos había terminado y estaba fuera. Apagó la máquina y la empujó hacia el techo. Se le veía entusiasmado.
—Creo que ya sé lo que sucede... ¡Es fantástico! Había oído hablar de ello pero no lo había visto jamás...
—¿Qué, qué? —preguntaron al unísono Pablo y Paul.
—Son unos cristales de cloruro sódico... Pueden ser grabados como un chip, pero se disuelven en el organismo a las pocas horas sin dejar ningún rastro. O sea, le han implantado una mema artificial de sal, lo que pasa es que ya se ha deshecho. Pero todavía he podido encontrar rastros de una salinidad un poco por encima de lo normal. Nada importante.
—Entonces, ¿no se va a morir?
—No, no. En absoluto. La sal ha provocado un pequeño desequilibrio electrolítico en el cerebro y es responsable de los mareos, la rigidez y demás. Por fortuna tengo unos reservorios de ultrahidratación que uso con los cuerpos que me llegan demasiado momificados. Le meteré una de esas cápsulas subcutáneas a Bruna y, con un poco de reposo, en veinticuatro horas estará como nueva.
—Querían que no quedara rastro de la manipulación de la memoria... Por eso el método de muerte elegido era el gas... De ese modo el cadáver de Bruna habría llegado intacto a las manos del forense y, al hacerle la autopsia, no hubieran encontrado nada... Así parecería que Husky había cometido todos esos horrores consciente y libremente. Una tecno perversa y vengativa contra la especie humana... —reflexionó Lizard.
—La enemiga perfecta... —murmuró la rep débilmente.
—Bueno, este pequeño pinchazo es para colocarte la cápsula hídrica... Listo. Dentro de unas semanas, cuando quieras, pásate por aquí y te saco el reservorio... Como es un producto pensado para fiambres, no se reabsorbe. Aunque es totalmente inocuo: lo puedes llevar puesto toda tu vida, si no te molesta. Ahora debéis iros... Cuanto antes. Teneros aquí es un compromiso.
—Un compromiso que valoramos y que queremos agradecer —dijo Nopal.
Y estrechó la mano del forense, colocándole en la palma unos cuantos lienzos. Gándara sonrió y se guardó el dinero con naturalidad.
—Lo hubiera hecho igual, pero con esto me siento mucho más querido y más contento... Podéis salir por la puerta de atrás, que es por donde los robots sacan los cuerpos... Será mejor que se vista...
Lizard tomó en brazos a Bruna y la sacó de la cápsula. La ropa áspera del hombre rozaba su piel desnuda. La rep se hubiera quedado enroscada contra el pecho del inspector eternamente, se hubiera echado a dormir en ese refugio de carne hasta la llegada de su TTT; pero se sentía un poco mejor y sabía que no tenía más remedio que moverse. Así que se vistió, e incluso caminó por su propio pie, inestable y ayudada por Nopal, hasta el exterior. La puerta trasera daba a un muelle de carga atendido por robots; unas cuantas cápsulas vacías se apilaban junto al muro. Lizard, que había ido a buscar el coche, apareció enseguida y les recogió.
—Tenemos que encontrar un lugar seguro para esconderte... Hasta que te recuperes y hasta que consigamos aclarar todo esto.
—Puede quedarse en mi casa —dijo Nopal.
—No. En tu casa, no —respondió Lizard tajante.
El memorista le miró con una sonrisa burlona.
—¿Y por qué no, si puede saberse?
El inspector calló.
—¿Temes que yo esté implicado en la trama? ¿O temes que ella prefiera estar conmigo?
Están peleándose por mí, pensó Bruna; qué cosa tan arcaica.
—Te tengo puesto bajo vigilancia desde hace más de un año. Si va a tu casa, mis hombres la descubrirían enseguida —dijo Lizard, ceñudo.
Ah. Después de todo Paul no peleaba por ella. No era más que una simple cuestión de estrategia. Bruna sintió en su boca algo salobre. Demasiada saliva y toda amarga.
Nopal se puso blanco de ira. Una furia calmada y reluciente.
—Ah, bien. Me alegra que hayas reconocido que me vigilas. Eso es acoso policial. Te voy a poner una querella.
—Haz lo que te dé la gana.
—Para aquí —ordenó el memorista.
Lizard detuvo el vehículo y el hombre se bajó.
—Nopal... —dijo la rep.
El memorista levantó un dedo.
—Tú calla. En cuanto a ti, voy a acabar contigo. Créeme.
Lizard le miró cachazudo, entornando los pesados párpados.
—Te creo. Es decir, creo que vas a intentarlo. Por eso te tengo vigilado. Porque creo que eres capaz de hacer cosas así.
Nopal soltó una carcajada breve y sardónica.
—Voy a acabar contigo pero en los tribunales. Te denunciaré y será el fin de tu carrera. Disfruta de tu pequeño poder mientras puedas.
Y, dando media vuelta, se marchó calle arriba.
Lo miraron alejarse en silencio.
—Tú lo llamaste —dijo al fin Bruna.
—Mmmmm.
—Pero le odias.
—Cuando me hablaste de tu hijo, supe que sería muy difícil sacarte del delirio que te habían implantado. Entonces me acordé de él y pensé que podría ayudarte.
—¿Cómo... ejem... cómo sabías que Nopal había sido mi memorista?
—No lo sabía.
—¿Y cómo sabes que no he matado a Hericio?
—No sé si lo has hecho.
—Entonces, ¿por qué me ayudas?
—Tampoco lo sé.
Bruna calló unos instantes mientras intentaba digerir la información y al cabo decidió dejarlo para más adelante. Estaba agotada y muy confundida. Aunque se encontraba algo mejor, necesitaba dormir urgentemente. Necesitaba un lugar seguro en el que poder descansar.
—¿Sabes qué ha pasado con mi móvil? —preguntó.
—Lo encontré en tu casa. Toma. He alterado tus datos en el ordenador central de la Brigada para que no puedan rastrearte. Supongo que tardarán un par de días en descubrirlo.
La rep se ciñó la flexible hoja transparente a la muñeca y llamó a Yiannis. Lizard le había dicho que tanto el archivero como la mujer-anuncio estaban vivos, que el gas no era más que una sustancia narcótica y que ambos se habían recuperado sin problemas. Ellos fueron quienes avisaron a la policía de la desaparición de la detective. El agitado rostro de Yiannis llenó la pantalla.
—¡Ah, Bruna, por todos los sintientes, qué gusto verte! ¿Dónde estás, cómo estás, qué ha sucedido? No hacen más que sacarte en todas partes diciendo de ti cosas espantosas... Y luego están esas imágenes que te han tomado entrando en el PSH disfrazada... Por desgracia todo resulta muy creíble.
Husky le hizo un breve y fatigado resumen de la situación y luego planteó la necesidad de encontrar un lugar donde esconderse. Evidentemente la casa de Yiannis tampoco era una opción: ya había sido atacada una vez allí. Y no se le ocurría ningún otro sitio. Sobre todo teniendo en cuenta que todo el mundo creía que ella era la asesina.
El rostro del viejo se iluminó.
—Espera... Tal vez... El bicho ese que te había tomado tanto cariño, el omaá... ¿no me contaste que lo llevaste al circo con la violinista? ¿No podrías quedarte allí un par de días?
—Pero apenas conozco a Maio y a Mirari... ¿Por qué se iban a fiar de mí? Pensarán que maté a...
Y entonces se dio cuenta. No, no lo pensarían, porque Maio sabría que ella era inocente. Merecía la pena probar.
—Buena idea, Yiannis. Voy a intentarlo.
Y mientras Lizard conducía hacia el circo, Bruna se relajó y se dejó caer dentro de un sueño atormentado.
Estaba boca arriba en la cama y la oscuridad se apretaba en torno a ella, pesada como una manta húmeda. Bruna acababa de despertarse y tenía miedo. Pero lo que la amedrentaba no era que quisieran matarla, ni que le hubieran metido una mema de sal en el cerebro o que alguien la hubiera escogido para ser el chivo expiatorio de una trama siniestra. A fin de cuentas ésos eran peligros auténticos, amenazas concretas ante las que podía intentar defenderse. En casos así, el corazón bombeaba y el cerebro se inundaba de adrenalina. Había algo enormemente excitante en el peligro real. Una exuberante reafirmación de vida.
No. El miedo que Bruna experimentaba ahora era distinto. Era un terror oscuro e infantil. Una desolación de muerte. Era el mismo miedo que padecía por las noches, siendo pequeña, cuando el horror de las cosas se arrastraba como un monstruo viscoso a los pies de su cama, entre las tinieblas. Por todas las malditas especies, se desesperó la rep: ¡pero si nunca había sido pequeña, si nunca había existido nada de eso! No era más que un recuerdo falso, la memoria de otro. De pronto una idea cegadora y desnuda se encendió en su cabeza: probablemente Pablo Nopal había vivido todo eso de verdad. Por eso ese netsuke tan extravagantemente caro: era el collar de su madre. Por eso la emoción y la autenticidad con que Nopal describió las escenas cuando sacó a la androide del delirio. En un vertiginoso instante, Bruna percibió que el memorista estaba dentro de ella convertido en un niño asustado; y sintió asco, y al mismo tiempo una indecible ternura. No quería volver a ver a Pablo Nopal nunca más. Mentira, sí que quería, más aún, necesitaba verle, necesitaba preguntarle sobre la madre, sobre el padre, sobre la infancia, quería saber más cosas, más detalles, tenía hambre de más vida. Qué fascinación y qué pesadilla.
Cuatro años, tres meses y once días. En realidad, ya diez, porque eran las 12:41. La madrugada del 1 de febrero.
La vida era una historia que siempre acababa mal.
Respiró pausadamente durante algunos minutos, intentando aliviar el estrujón de angustia. Pensó en Merlín y se cobijó en su recuerdo, éste sí verdadero, éste sí precioso y único, el recuerdo vivido y compartido de su sabiduría y de su coraje. «Hay un momento para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para llorar y un tiempo para reír, un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse», dijo su amante pocos días antes de fallecer, muy débil ya pero con la voz clara y tranquila. A Merlín siempre le gustó ese fragmento del Eclesiastés. Palabras bellas para ordenar las sombras y para serenar siquiera por un instante la furiosa tempestad del dolor. Ahora, al revivir esa escena, Bruna también experimentaba un pequeño consuelo, como si la pena se colocara obedientemente en su sitio.
La detective se encontraba en el camerino de Mirari, en el camastro situado detrás del biombo. Maio dormía ahí junto a Bartolo, pero le habían cedido el lugar. La puerta estaba cerrada con llave y el cuarto carecía de ventanas: la rep se sentía como en el interior de una caja fuerte. Tanto el omaá como la violinista habían reaccionado extraordinariamente bien, ofreciendo su apoyo sin preguntas. Claro que Maio no necesitaba preguntarle nada. Volvió a mirar la hora: 12:48. La última función tardaría unos veinte minutos en terminar y luego Maio y Mirari vendrían al camerino. Bruna se encontraba mejor y tenía hambre. Pero no quería encender la luz y accionar el dispensador de comida. No quería armar tanto barullo y delatarse. Esperaría a que ellos regresaran.
El bip de su móvil sonó atronador en mitad del silencio de la noche y la rep se apresuró a callarlo. Era Habib.
—Por el gran Morlay, Husky... —suspiró el rep—. Menos mal que te encuentro...
—Habib, no he hecho nada de eso que dicen.
—Claro, siempre he estado seguro de que no eras culpable... pero pensé que podrían haberte metido una de esas memas asesinas, como hicieron con Chi... ¿Te implantaron una, Husky? ¿Estás bien?
Bruna le explicó brevemente la situación.
—Pero ya me encuentro mucho mejor.
—Pues no tienes buen aspecto. Aunque apenas puedo verte... Estás en un sitio muy oscuro.
—Estoy en...
Habib puso cara de susto y la interrumpió.
—¡No me lo digas! ¡No me lo digas! ¡No quiero saber dónde te escondes! Es más seguro para todos. ¡Imagínate que me cogen y me hacen lo que le hicieron a Hericio! ¡Lo contaría todo!
La rep le miró un poco desconcertada. Habib parecía descompuesto.
—Vale. Está bien. Tienes razón.
El androide hizo un esfuerzo por serenarse.
—Perdona. Todo es tan terrible que... Tengo los nervios destrozados. Mañana estoy citado con Chem Conés, y tres horas después con la delegada del Gobierno Terrestre. Voy a explicarles nuestra visión de las cosas. Les diré por qué pensamos que se trata de una conspiración contra los reps, y les pediré que pongan fin a esta locura. También hablaré de lo tuyo. ¿Puedo contar todo lo que me has dicho?
—Todo menos la participación de Lizard, Nopal y Gándara.
—Claro. Por supuesto. Bueno, deséame suerte. Te llamaré después.
Cortó y el pequeño resplandor azuloso de la pantalla desapareció como un fuego fatuo entre las sombras. Inmediatamente después, Bruna escuchó algo. Un roce casi inapreciable. Una levísima vibración del aire. Alarmada, se sentó en la cama. Y de pronto todo pareció detenerse: el tiempo, el rotar de la Tierra, su corazón. Saltó como un resorte y se arrojó de cabeza al suelo antes de saber por qué lo hacía, y mientras rodaba sobre la tarima vio cómo un silencioso y deslumbrante hilo de luz reventaba el camastro. Plasma negro. Gateó, llevada por su intuición, de una esquina a otra del cuarto, perseguida por los disparos de esa muerte callada, que iba abriendo boquetes detrás de ella. Sus ojos mejorados de rep pudieron distinguir la silueta del atacante pese a la oscuridad: estaba junto a la puerta, cuya cerradura sin duda había forzado con extraordinario sigilo; era de estatura mediana y llevaba un casco de localización térmica, que permitía ver al objetivo en medio de la noche y a través de obstáculos materiales como el biombo. Todo esto lo percibió Bruna en un instante mientras se arrastraba y corría como una cucaracha entre las sombras, totalmente segura de que el agresor conseguiría matarla en el próximo tiro o en el siguiente. No había manera de acercarse a él sin exponerse y no había otro lugar por donde salir salvo la puerta que el atacante bloqueaba.
De pronto lo vio aparecer detrás de él, enorme, rozando el dintel con la cabeza. Era Maio. El bicho levantó su brazo colosal y descargó el puño sobre el cráneo del agresor, que cayó al suelo. Pero el casco debió de protegerle, porque se revolvió como una alimaña sobre su espalda, apuntando con la pistola al alien. Bruna imaginó el ancho pecho traslúcido y las vísceras tornasoladas explotando a consecuencia del impacto: un tiro de plasma negro lo mataría. Entonces se lanzó hacia el atacante como un felino, toda intuición, codificación genética y entrenamiento. Saltó feroz y furiosa, eficiente y cruel, y agarrando por detrás la cabeza del tipo, la torció de un tirón. Fue un movimiento seco que ejecutó sin pensar y sin sentir, un perfecto golpe de verdugo. El cuello crujió y el hombre se desmadejó entre sus manos. Estaba muerto.
—Bruna...
Maio encendió la luz y habló con su voz rumorosa.
—Bruna... Te sentí, supe que estabas en peligro y por eso vine...
La rep seguía arrodillada en el suelo. Entre sus piernas, el cuerpo desbaratado del asaltante. Le quitó el casco: era un hombre joven, desconocido. La cabeza había quedado inclinada hacia un lado de un modo grotesco y el rostro tenía una expresión relajada y triste. Hacía menos de un minuto estaba vivo y ahora era un cadáver. Un torrente de imágenes terribles inundó la cabeza de la androide. Cuchillos de sangre atravesaban su memoria, y esta vez se trataba de su memoria verdadera, de su pasado auténtico: nada que ver con el miedo imaginario de la falsa niñez. No era el primer muerto de Husky: los años de milicia fueron duros. Pero no era algo a lo que uno pudiera acostumbrarse.
—Bruna, Bruna... Te sentí antes y también te siento ahora —susurró Maio.
Se acercó a ella y colocó suavemente una de sus grandes manos con demasiados dedos sobre la rapada cabeza de la androide. Tibieza, suavidad, cobijo. El remolino de punzantes cuchillos amainó un poco. El pasillo se había llenado de gente: Mirari con el bubi en brazos, otros artistas del circo, gente del público que estiraba el cuello para ver mejor. La salida del omaá de escena a todo correr en mitad del espectáculo debió de llamar bastante la atención. Por no hablar del alboroto provocado por la pelea: el camerino estaba destrozado. Ahora todos esos humanos la contemplaban con ojos redondos y aterrados. Bruna se vio a sí misma arrodillada con el cuerpo exangüe de su víctima apoyado en el regazo. Era como una imagen de La Piedad. Era la Piedad de los impíos. No lo sentía por el hombre, que era un asesino; lo sentía por ella, por su automatismo letal. No hubiera sido necesario matarlo, pero ni siquiera tuvo tiempo para pensar antes de hacerlo. Una mujer se abrió paso entre el gentío y la apuntó con un plasma reglamentario.
—Policía. Quedas detenida, Bruna Husky.
La mujer policía que la había detenido estaba tan excitada y tan contenta como si le hubiera tocado la Loto Planetaria, pero enseguida llegó su inmediato superior y se hizo cargo de Bruna, también exultante y felicísimo; y éste tampoco duró mucho en la alegría, porque la custodia de la rep le fue rápidamente arrebatada por su siguiente jefe. Y así, en cosa de un par de horas, la androide fue pasando de mano en mano y ascendiendo de manera imparable por la jerarquía policial, como un rico botín disputado por piratas. Después de las fuerzas del orden le llegó la vez a los políticos, que, con hambriento frenesí de tiburones, también intentaron quedarse con un buen bocado de la captura, hasta que a las cuatro de la madrugada decidieron meterla en un calabozo de alta seguridad que había en el Palacio de Justicia, a la espera de que llegara una hora más razonable y pudiera hacerse una grandiosa presentación mediática del evento. Querían sacarle todo el jugo posible a la detención. Bruna habló dos minutos con un abogado de oficio, un apático humano a quien por supuesto dijo que era inocente, además de pedirle que avisara a los letrados del Movimiento Radical Replicante. Después de eso se quedó sola en el modernísimo calabozo, un lugar constantemente iluminado y monitorizado, e intentó controlar la angustia y descansar un poco. Todavía se sentía bastante mal físicamente.
Pero, para su sorpresa, a las cinco y media de la mañana vino en su busca la policía primera junto con otro compañero. Ahora la mujer estaba malhumorada y taciturna, tal vez por la amargura de haber comprobado lo poco que rinden los éxitos personales cuando se tienen demasiados jefes por encima. Ordenó con sequedad a Husky que se levantara y cambió el programa de sus grilletes electrónicos para que la tecno pudiera caminar. Habían trabado a Bruna con toda clase de aparatos de contención: grillos en los pies, pulseras paralizantes e incluso un collar noqueador, capaz de provocar un paro cardiaco por control remoto. Era evidente que los humanos le tenían miedo. Muchísimo miedo. Y haberla encontrado con un tipo al que acababa de romper el cuello entre los brazos no mejoró precisamente la situación.
La policía taciturna echó una enorme capa gris oscura por encima de los hombros de la rep para cubrir toda la quincallería presidiaria y le metió un gorro de malla negra hasta las cejas. Con lo alta que era, la capa arrastrando y el gorro calado, debía de tener un aspecto rarísimo, pensó Bruna; si con eso pretendían que pasara desapercibida, el intento era sin duda un completo fracaso.
Así ataviada, la androide fue conducida por la pareja de policías a través de los silenciosos y vacíos corredores del Palacio de Justicia. Cuando tomaron la escalera de servicio y bajaron a las plantas de almacén y equipamiento, Bruna comenzó a inquietarse; atada, electrónicamente bloqueada e inerme como estaba, cualquier imbécil podría hacer con ella lo que quisiera. Preguntó adónde iban, pero ninguno de los dos policías se dignó contestar. Todavía no había amanecido y esa zona del edificio sólo estaba iluminada por las luces de emergencia. Era una atmósfera irreal y angustiosa.
Atravesaron un inesperado gimnasio en el segundo sótano, salieron a un parking subterráneo y subieron a un coche del mismo modelo y color que el de Lizard: sin duda un vehículo policial, aunque no llevara los distintivos oficiales. La mujer oscureció los cristales y metió manualmente la dirección, de manera que Bruna siguió sin conocer su destino. Veinte minutos más tarde se detuvieron ante otra puerta trasera de un enorme edificio. Pero ahora la rep ya sabía dónde estaban: en el Hospital Universitario Reina Sofía. Llamaron, se identificaron y la puerta se abrió. Un guardia de seguridad les condujo por un nudo de pasillos hasta llegar a una zona que pertenecía al servicio de psiquiatría. O eso ponía en la pared con grandes letras. Entonces el hombre abrió con llave la puerta de un cuarto y le indicó con la cabeza a la rep que entrara. Eso hizo Bruna y la puerta se cerró a sus espaldas. Miró alrededor: estaba sola. Era una habitación muy grande, más bien una sala, iluminada por la desangelada y mortecina luz de unos cuantos tubos electroecológicos. En un lateral había una mesa de despacho con dos o tres asientos delante; en el otro lado de la estancia había una veintena de sillas dispuestas en un doble semicírculo. Lo mejor del lugar eran las grandes ventanas que daban al patio interior del Reina Sofía, que era enorme y parecía un claustro medieval. Se trataba de un edificio muy antiguo; Bruna sabía que originalmente había sido un hospital y que luego fue un importante museo de arte durante más de un siglo. Las Guerras Robóticas lo destrozaron y en la reconstrucción se volvió a recuperar su uso sanitario. La rep se acercó a las ventanas a echar un vistazo al oscuro exterior y advirtió que los cristales estaban rec