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Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra 4 страница




—Ya. Los famosos campos de concentración de los años sesenta. Te recuerdo que la terrible guerra rep se desató por mucho menos que eso.

—Por eso hay que actuar deprisa, por sorpresa y con mano dura. Somos muchos más que ellos. No podemos dejar que ellos ataquen antes.

—Si es que alguna vez atacan, Hericio. En fin, en este programa no siempre estamos de acuerdo con las opiniones de nuestros entrevistados, pero somos firmes partidarios de la libertad de expresión y en cualquier caso aquí quedan las rotundas ideas del líder del Partido Supremacista Humano. Muchas gracias.

Bruna estaba pasmada. Hacía tiempo que no escuchaba algo tan violento. Y aún le parecía más culpable Ovejero por haber invitado a semejante tarado a un programa con audiencia, y por haberle dejado soltar su panfleto paranoico sin contradecirle ni cortarle, apenas simulando una pantomima de disensión. Pero, claro, ¿qué se podía esperar de un tipejo que se refería a los humanos como «la gente normal»?

—Esto es inaudito... Yo creo que habría que ponerles una denuncia por incitación a la violencia entre especies... —farfulló Yiannis.

Tal vez Hericio hubiera pagado a Ovejero, pensó Bruna. O tal vez el fanatismo antirrep estuviera creciendo mucho más deprisa de lo que ella pensaba. Se estremeció. «Vamos, Husky, tú sabes que estamos totalmente discriminados», había dicho Myriam. Y también ella había hablado de conspiraciones y conjuras... desde el otro lado. No podía ser, estaban todos chiflados. Tenía que tratarse de algo más estúpido y más simple. De una partida de memas estropeadas. Notó un pequeño punto de escozor dentro de su cabeza, una pequeña idea pugnando por salir. Decidió no prestarle atención: por lo general, las ideas afloraban a la superficie por sí solas si ella se relajaba.

—Tengo que irme al MRR, Yiannis.

—Sí. Y yo tengo que ponerme a trabajar.

El holograma del viejo desapareció. Bruna se dio una breve ducha de vapor, se vistió con una falda metalizada de color violeta y una camiseta azul y sacó de la nevera un cubilete doble de café para írselo tomando por el camino. Cogió un taxi y no tardó nada en llegar. De hecho, apenas si le había dado tiempo a sacudir el cubilete para que se calentara y a beberse el contenido cuando ya estaban parando frente a la sede del Movimiento Radical Replicante.

—Me has dejado el coche apestando a café —gruñó la taxista.

—Pues es un olor muy agradable. Deberías rebajarme el precio de la carrera —contestó Bruna con tranquilidad.

Pero cuando bajó se le cruzó una idea inquietante: esta mujer ha sido antipática conmigo porque soy una rep. Bruna sacudió la cabeza, irritada consigo misma. Odiaba tener ese tipo de pensamientos persecutorios. Y ya se sabía que los taxistas detestaban en general que la gente comiera o bebiera en sus vehículos. Cuatro años, tres meses y veintiún días.

En la puerta del MRR había dos coches de policía, además de los guardias de seguridad habituales. Bruna tuvo que identificarse varias veces y pasar por el escáner antes de que la dejaran subir. Preguntó por Valo Nabokov, la jefa de seguridad y amante de Chi, y, para su sorpresa, la mujer la recibió enseguida. Cuando entró en su despacho, Valo estaba de espaldas mirando por la ventana. Era tan alta como Bruna y probablemente también una replicante de combate, pero vestía de una manera mucho más femenina y sofisticada: pantalones ajustados, vaporosa sobrefalda de vuelo con lunares tridimensionales representando capullos de rosa, grandes plataformas en los zapatos. El pelo, muy negro y espeso, formaba un complicado moño en la coronilla.

—Siéntate, Husky —ordenó sin volverse.

Había un sillón de polipiel y una silla roja de alacrilato. La detective escogió la silla: no quedaría tan hundida. Pasaron unos segundos interminables sin que nada sucediera y luego Valo se volvió. No era fea, por supuesto. Todos los tecnos tenían rasgos regulares y armónicos (a veces Bruna pensaba que ésta era una de las razones por las que los humanos no les querían), aunque no todos eran igual de atractivos. La jefa de seguridad, por ejemplo, resultaba más bien desagradable. Las replicantes de combate tenían poco pecho porque era más operativo a la hora de luchar; pero Nabokov se había implantado unos enormes senos que llevaba muy levantados y muy desnudos, como una gran bandeja de carne bajo su rostro cuadrangular y pálido.

—Dime algo —barbotó.

—¿Algo de qué?

—Llevas dos días trabajando para nosotros. Dime qué has descubierto. Dime quién le ha hecho esto.

—No sé nada todavía.

La mujer clavó en ella unos ojos llameantes. Grandes ojeras sombreaban su cara.

—La has perdido. Es tu culpa. Era tu responsabilidad y no has hecho nada.

—Chi no me contrató para que la protegiera, sino para investigar la muerte de los reps. En realidad su seguridad dependía de ti.

La tecno cerró los ojos con un casi imperceptible gesto de dolor. Luego volvió a mirar a Bruna con cara de loca. Tenía el moño medio deshecho y parecía uno de esos medallones antiguos de las Furias que Yiannis le había enseñado alguna vez.

—Vete.

—Espera un momento, Nabokov, lamento tu pérdida, pero es importante que hablemos...

—¡Vete!

—Myriam me llamó ayer. Creo que tenía algo que contarme, quizá hubiera descubierto algo. Me dijo que viniera a verla esta mañana a las nueve.

Valo se quedó mirándola de hito en hito y Bruna acabó bajando los ojos. Se fijó en las manos de la androide: grandes, huesudas, temblorosas. Unas manos crispadas que, cosa extraordinaria, parecían cubiertas de unas pecas regulares y oscuras. No, no eran pecas: eran unas pequeñas heridas a medio cicatrizar, tal vez quemaduras.

—Pero no has venido... —susurró Valo.

—¿Qué?

—A la cita de las nueve. No has venido.

Bruna se turbó.

—Cierto. Me... retrasé. Y luego vi las noticias.

Y en ese momento tan absolutamente inapropiado aterrizó en la cabeza de la detective el pequeño pensamiento que antes le había estado eludiendo: no era sólo extraño que Hericio tuviera tantos datos. También era raro que los tuviera Chi. ¿Cómo había llegado la líder rep a saber todo eso? ¿Y cómo demonios conocían tanto uno como otra que todos los implicados tenían insertada una memoria adulterada? ¿Quién les habría proporcionado una información que sólo poseía la policía? Después de todo, tal vez las teorías de la conspiración tuvieran alguna base real... Además, esa obsesión de las víctimas con los ojos no podía ser efecto de un deterioro casual de las memas.

Todo esto pensó Bruna en un instante mientras Valo daba la vuelta a la mesa y se dejaba caer cansadamente en el asiento junto a la pantalla. Luego la mujer levantó la cara y la miró con dureza.

—Estás despedida.

—¿Despedida?

—Lárgate. Ahora mismo.

Mierda, me voy a comer los 3.000 ges que me costó la memoria artificial, se preocupó de entrada la detective con un pellizco de angustia financiera. E inmediatamente después se dijo: pero no puede ser, no quiero dejar el tema, tengo que aclarar lo que ha sucedido. Tengo que seguir investigando.

—Está bien, me voy, pero antes contéstame por favor una sola cosa, ¿cómo se enteró Chi de...?

—No hay nada más que hablar. Ya no trabajas para nosotros. Estás fuera del caso. Quédate con el dinero del adelanto. Con eso estamos en paz. Y ahora... ¡fuera de aquí!

No, no estaban en paz porque Bruna había cometido la locura de comprar una mema en el mercado negro, pero ése no era el mejor momento para hablar de cuentas de gastos: Valo parecía estar verdaderamente fuera de sí. La detective se levantó y salió del cuarto, más irritada por todas las preguntas que no había conseguido plantear que por la aspereza de su súbito cese. Iba a toda prisa por el corredor hacia la salida, ensimismada y rumiando sus dudas y sus deudas, cuando se topó con Habib, el ayudante personal de la líder rep. Lo había conocido dos días antes: él había sido quien le había proporcionado los datos sobre las primeras muertes y la provisión de fondos. Era un tecno de exploración brillante y encantador. Si no fuera porque Bruna no quería volver a intimar con otros androides, hubiera sido fácil coquetear con él.

—Vaya, Husky, ¿adónde vas tan deprisa? Venía a buscarte.

—Me acaban de despedir. Si era a eso a lo que venías, ya está hecho.

Habib abrió los ojos sorprendido.

—Pero ¿qué dices? ¿Ha sido Valo? No le hagas caso. Está como loca, y lo entiendo. Todos estamos un poco desquiciados. Ha sido un golpe espantoso.

Su voz vibró un poco, tal vez a punto de quebrarse.

—Sí... También a mí me ha impresionado.

—No te vayas, Bruna. Ahora te necesitamos más que nunca. Ven, vamos a mi despacho.

Todos los cuartos del MRR eran iguales, austeras y monacales celdas militantes, como si los adornos estuvieran prohibidos por la ideología. Pero por lo menos sobre la mesa de Habib había un ramito de mimosas en un vaso.

—¿Son naturales?

El hombre sonrió de medio lado.

—Es una holografía. Hablando de eso, creo que tienes todavía la bola holográfica de Myriam... la de la amenaza...

Bruna recordó que había dejado en marcha un análisis exhaustivo de las imágenes. Ya debía de estar finalizado y no había visto todavía los resultados.

—Sí. Estaba haciendo unas últimas pruebas. Te la devolveré esta misma tarde. Entonces, ¿sigo o no sigo con el caso?

—Claro que sigues. Ya hablaré con Valo. Además, ella no tiene autoridad para echarte.

—¿Y tú?

—Yo sí, aunque no voy a hacerlo. Pero si lo que quieres es saber cómo queda el poder en el MRR tras la muerte de Myriam, te diré que yo soy su sucesor hasta que se celebre la asamblea extraordinaria que acabo de convocar. Será dentro de quince días.

—¿Y entonces qué pasará?

—Lo más probable es que me ratifiquen en el cargo. Pero esto no quiere decir que yo haya asesinado a Myriam para ocupar su lugar —aseveró con una risa seca y carente de toda alegría.

—¿Asesinado?

—Estoy convencido de que ella no se habría metido una mema.

—Yo también. Por cierto, y hablando de memorias adulteradas, ¿cómo os enterasteis de los casos antiguos?

—Fue cosa de Myriam. Un día llegó con esos datos. Estaba muy preocupada.

—Pero ¿quién se los proporcionó?

—No lo sé. Sólo me dijo que se los había dado alguien de confianza.

—¿No te extrañó que supiera lo de las memas? Es algo que sólo se puede conocer teniendo acceso a los informes oficiales de las autopsias...

—Pues no, no me extrañó nada. Myriam siempre estaba increíblemente bien informada. Tenía confidentes y contactos en todas partes. Incluso tenía algún amigo memorista. Era una mujer extraordinaria.

En realidad, tampoco era tan difícil, reflexionó Bruna; ella misma había accedido al informe de Cata Caín... En cuanto al memorista, no pudo evitar pensar en Pablo Nopal.

—¿Cuándo la viste por última vez, Habib?

—Vino a verme aquí, a mi despacho, ayer por la tarde. Teníamos cosas que decidir del MRR, cosas de trabajo. Pero yo la veía muy nerviosa, muy desconcentrada. Le pregunté que qué le pasaba y estuvimos hablando de las muertes. Luego se levantó y se marchó. Dijo que estaba muy cansada y que pensaba irse pronto a casa a dormir. Pero no se fue, o por lo menos no por la puerta principal. Sus guardaespaldas se quedaron esperando hasta las 00:00 y cuando subieron a buscarla no la pudieron encontrar por ningún lado.

—¿Cómo es que aguardaron tanto?

—Muchas veces se quedaba trabajando sola hasta muy tarde.

—¿Y no se preocuparon al no encontrarla?

—Se preocuparon y me avisaron. Y yo avisé a Nabokov, que tampoco sabía nada porque Chi no había ido a casa. Entonces nos volvimos locos de miedo. Con razón.

Callaron unos segundos, mientras las violentas imágenes de la muerte de Myriam cruzaban chirriantemente las cabezas de ambos y el aire que mediaba entre ellos parecía adquirir un resplandor de sangre.

—¿A qué hora fue tu conversación con Chi?

—Estuvimos juntos entre las 18:00 y las 19:00, más o menos. Y yo fui el último que la vio con vida.

Bruna intentó contener un pequeño sobresalto. La llamada de Myriam había sido a las 18:30.

—¿Estás seguro?

Habib sonrió. Él también tenía grandes ojeras y aspecto macilento.

—Completamente. Y no necesitas disimular tu sorpresa. Yo estaba delante cuando ella te llamó, Husky. Y además sé lo que quería decirte.

Hizo una pausa teatral que Bruna soportó con dificultad.

—Cabe la posibilidad... Tienes que prometer guardar un absoluto secreto sobre todo esto, Husky. Nos jugamos demasiado. En fin, por desgracia cabe la posibilidad de que estén implicados algunos reps en estas matanzas. No es precisamente la mejor noticia para nuestro movimiento, pero me temo que hay bastantes evidencias.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo de implicados? ¿De qué evidencias hablas?

—Siempre ha habido reps violentos, tú lo sabes. Y, si quieres que te diga la verdad, lo comprendo muy bien, porque la marginación y el desprecio a los que nos someten los humanos son difíciles de soportar. Pero en el MRR no somos partidarios de la violencia, ni ética ni estratégicamente. Nuestro movimiento intenta precisamente dar una plataforma democrática a la lucha por la dignidad y la igualdad de nuestra especie.

Bruna reprimió un gesto de impaciencia.

—Sí, sí, ya sé. Pero estábamos hablando de las evidencias...

—La cerradura del despacho de Myriam fue manipulada por un rep de Complet, nuestra empresa de mantenimiento. La puerta se alteró para que no registrara la clave de la persona que depositó la bola holográfica sobre la mesa.

—¿Habéis hablado con la empresa?

—Nuestros técnicos descubrieron la manipulación de la cerradura ayer por la mañana, e inmediatamente nos dirigimos a la sede de Complet. Llegamos tarde por minutos. Obviamente habían salido huyendo a toda prisa tras borrar sus bases de datos.

—Una huida muy oportuna...

Habib suspiró.

—Sí... Yo también lo pensé. Me resulta muy difícil de creer, pero es posible que alguien del MRR les avisara de nuestra visita... El problema es que podría ser casi cualquiera porque lo sabía mucha gente: los técnicos, algunos miembros del consejo, los chicos de Valo...

—¿Los chicos de Valo?

—Los reps de combate que forman nuestro equipo de seguridad. Ya sabes que hemos sufrido numerosas agresiones. Ayer fuimos a la sede con diez de los nuestros. Por si acaso.

—¿Desde cuándo trabajabais con Complet?

—Cuatro o cinco meses. Te buscaré el dato exacto. Pero, en cualquier caso, la implicación de la empresa parece indicar que no se trata de un acto aislado de violencia individual, sino de un asunto mucho más complejo, más sofisticado y meticulosamente organizado... Y hay algo más. ¿Has visto a ese fanático de Hericio en las noticias?

—Sí.

—¿No es curioso que salga justo ahora contando todo eso? ¿Y no te parece raro que esté tan informado? Sabemos que Hericio se ha visto con un rep.

—¿Cómo lo sabéis?

Habib torció las comisuras de la boca hacia abajo en un gesto vago y agitó blandamente su mano en el aire.

—Bueno... Digamos que intentamos estar al tanto de lo que hace el enemigo. Y uno de los nuestros vio a Hericio entrevistándose con un rep en un lugar público pero discreto.

Los sillones bajo el lucernario del Museo de Arte Moderno se encendieron en la memoria de Bruna.

—¿En qué lugar se vieron?

—En la parada de un tram. ¿Importa mucho eso?

La detective negó con la cabeza sintiéndose algo estúpida.

—El caso es que creemos que pudo ser uno de los empleados de Complet. Es una compañía íntegramente formada por androides. Siempre intentamos trabajar con los nuestros. En fin, Myriam pensaba que el PSH había conseguido comprar de alguna manera a esos miserables. Y que todo es un plan para desprestigiar a nuestro movimiento y para crear un clima de opinión antitecno que pudiera favorecer a su partido.

Bruna reflexionó unos instantes.

—Resulta plausible. Lo malo, Habib, es que no podemos descartar que no se trate de un grupo nuevo de terroristas reps.

—Pero ¿por qué iban a atacar a otros tecnohumanos?

—Para asustar a los androides, para hacerles creer que se trata de un complot de los supremacistas, como tú mismo has dicho... Para radicalizar a los reps y desatar la violencia entre las especies.

—Mmmm... sí... Quizá. En cualquier caso, urge que aclaremos lo que sucede cuanto antes. Porque es cierto que la tensión social está aumentando por momentos. Myriam era consciente de esa urgencia y por eso te llamó ayer. Sé lo que quería pedirte: que investigaras al PSH, en especial a Hericio. Y, por cierto, creo que verlo aparecer esta mañana en los informativos refuerza la teoría de Chi.

Bruna asintió lentamente.

—Está bien. Veré lo que hago.

Se pusieron de pie y Habib la escoltó hasta la puerta del despacho. Apenas dos pasos en un cuarto tan pequeño. Antes de salir, Bruna se volvió hacia él.

—Sólo una pregunta más: ¿qué le ha pasado a Nabokov en las manos?

El hombre arrugó el ceño y se quedó mirándola, como sopesando qué respuesta darle.

—Valo no está bien —dijo al fin—. Se le ha... se le ha manifestado ya el TTT. O eso creemos, porque no ha querido ir al médico. En cambio está acudiendo a una sanadora... Esas marcas son mordeduras de víbora. De una víbora africana cuyo veneno dicen que cura el cáncer rep. Bueno, ya sabes cómo son esas cosas.

Sí, Bruna lo sabía. La inevitabilidad y ferocidad del TTT hacía que muchos androides buscaran curaciones milagrosas, y en torno a los tecnos florecía un confuso y abigarrado mercado de tratamientos alternativos y terapeutas marrulleros. Como todos los androides, ella también recibía en su casa la indeseada publicidad de una horda de charlatanes que prometían acabar con los tumores por medio del magnetismo, de los rayos gamma, de terapias cromáticas o de ponzoñas animales, como en el caso de Nabokov. Pero, que ella supiera, nadie había podido salvarse aún de la temprana muerte.

La detective regresó a su casa abrumada por un profundo desaliento. Había días que parecían torcerse desde por la mañana y en los que la vida empezaba a pesar sobre los hombros como una manta mojada. El timo de las mordeduras de víbora le había recordado que llevaba varios días sin mirar el correo, de modo que abrió su buzón y se topó con una algarabía de anuncios publicitarios tridimensionales y holográficos. Estaban programados para ponerse en funcionamiento al primer rayo de luz, y ahora, recién activados, abarrotaban la pequeña caja con un agitado barullo de formas y colores, de vocecitas y músicas chirriantes. Por eso detestaba recoger las cartas, se dijo con irritación; y empezó a sacar los anuncios a manotazos y a arrojarlos al contenedor amarillo dispuesto al pie de los buzones: anuncios de vacaciones en la playa, de bicicletas solares Torres, de gimnasios, de tratamientos estéticos de lipoláser y de las consabidas y malditas curas milagrosas para el cáncer tecno. La publicidad caía chillando en el contenedor y allí, una vez recuperada la oscuridad, volvía a callarse. Qué alivio, pensó Bruna; y en su furia limpiadora estuvo a punto de tirar también un pequeño estuche de mensajería. Por fortuna lo vio a tiempo y lo abrió: era la mema que compró a la traficante; había mandado la memoria a analizar en un laboratorio y ahora le llegaban los resultados. Estaba impaciente por saber qué ponía y se puso a leer el informe allí mismo, de pie junto a los buzones. Decía que era una mema ilegal pero que no estaba adulterada, y desde luego no incitaba a la violencia ni resultaba letal. Tras el dictamen venía la descripción detallada de las escenas contenidas en la memoria: quinientas, en efecto, como había dicho Nopal. Las ojeó por encima con la misma repugnancia con la que miraría las tripas aplastadas de una cucaracha. Al final el laboratorio adjuntaba la factura por su trabajo: trescientas gaias. Lo que le faltaba. La única ventaja del asunto era que no tendría que volver a ver a la desagradable mutante de la oreja perruna: era una pista que ya no llevaba a ningún lado.

Lo primero que hizo al entrar en el apartamento fue ir a la nevera, servirse una copa de vino blanco y bebérsela de un golpe. Ordenó a la casa que levantara las persianas y que abriera las ventanas de par en par. Necesitaba aire y luz. Le obsesionaba el recuerdo de Myriam: imaginar su rapto de locura, la violencia del ataque a esa mujer, las ruedas del metro destrozando su cuerpo. Y luego le parecía volver a ver las manos de Nabokov, con sus pequeñas heridas regulares y violáceas. Se sirvió otra copa, calentó un par de hamburguesas de soja con algas y se las tomó masticando con premeditación, lenta y rítmicamente. Concentrándose en el hecho de comer para vaciar la cabeza de las imágenes persecutorias y opresivas. Cuando acabó el plato se había serenado lo suficiente como para ponerse a trabajar. Llenó otra copa de vino, se sentó ante la pantalla y comprobó que Habib ya le había mandado los documentos de la empresa de mantenimiento. Empleó un buen rato en rastrear sus datos comerciales en los diversos departamentos de la administración regional. Al final resultó que Complet había surgido de la nada una semana antes de que el MRR la contratara; que sólo tenía dos empleados fijos, los dos androides, y que el Movimiento Radical Replicante había sido su único cliente. Todo bastante peculiar.

Pensativa, Bruna buscó en el ordenador el análisis de la película del destripamiento. Hacía horas que la exploración había acabado y allí estaban los resultados, en efecto. El programa no había podido identificar el lugar, ni reconstruir las credenciales borradas, ni aportar otros indicios sobre la grabación, aunque el análisis de los fondos daba una probabilidad del 51 % a favor de que la evisceración del animal se hubiera realizado de manera privada y no en un matadero. No había nada nuevo, salvo una imagen: en un momento determinado, la hoja del cuchillo reflejaba fugazmente parte del rostro de la persona que estaba grabando el holograma: media ceja, un fragmento de pómulo, medio ojo... y una pupila vertical, de rep. La detective se ensombreció: la culpabilidad o al menos la colaboración de los tecnohumanos iba resultando cada vez más evidente. Hizo una copia de las imágenes, sacó el chip del ordenador y lo restituyó a la bola holográfica, llamó a un servicio de mensajería instantánea y, cuando el pequeño robot pitó ante su puerta veinte minutos más tarde, introdujo la esfera, la mema y la astronómica factura de sus gastos en la caja del mensajero automático y se lo envió todo a Habib.

Hecho lo cual, dedicó el resto de la tarde a perder el tiempo.

Intentó repasar la documentación que le había dado Habib sobre las cuatro primeras muertes, pero estaba demasiado fatigada y las copas de vino le provocaron una modorra pastosa e insuperable. Probó a echarse en la cama y dormir un poco, pero se encontraba demasiado tensa para poder descansar. Pensó en hacer un poco de gimnasia, pero nada más imaginar el esfuerzo ya se sintió agotada. Se arrellanó casi catatónica en el sofá con otra copa de vino en la mano, pero minutos después una comezón interior hizo que se pusiera en pie y deambulara erráticamente por el cuarto. Consiguió colocar una pieza del rompezabezas, pero le costó tanto que después lo dejó. Leyó unas cuantas páginas de la última novela de Malencia Piñeiro sin conseguir enterarse de nada. Se puso las gafas tridimensionales y empezó a jugar a juegos virtuales, el concurso de tiro al arco, la carrera de cohetes y el eslalon gigante, entretenimientos vertiginosos y obsesivos que por lo general le vaciaban la cabeza y lograban embrutecerla plácidamente, pero en esta ocasión los repetitivos juegos le rompieron los nervios.

Entonces miró la hora, las 21:50, y comprendió que en realidad había estado haciendo tiempo hasta alcanzar ese momento, hasta la llegada de la noche y el comienzo del probable turno de Gándara, hasta poder ir al Instituto Anatómico Forense para ver el cadáver de Myriam Chi.

Había refrescado bastante, así que Bruna se puso una chaqueta térmica sobre la camiseta y la breve falda metalizada y salió a la calle. Iba un poco mareada: demasiadas copas para sólo dos hamburguesas de soja en el estómago. Pero media hora más tarde, cuando se adentraba por los lúgubres pasillos del Instituto, con sus pasos resonando sobre la desgastada piedra del suelo, temió estar todavía demasiado sobria y lamentó no haberse tomado un par de copas más.

Por fortuna, esa noche sí estaba el viejo Gándara. Le vio a través del ventanal que comunicaba el despacho con la sala 1 de autopsias, hurgando en persona en el cadáver de alguien. Aunque con los robots y la telecirugía no era necesario tocar los cuerpos, Gándara seguía metiendo las manos en casi todos sus muertos: decía que ninguna tecnología podía sustituir la complejidad y la sutileza del estudio en directo. Ahí estaba ahora, inclinado sobre algo que alguna vez fue alguien, con su aspecto, tan pertinente, de buitre leonado, el rostro relativamente sin arrugas propio de un tratamiento estético rutinario, pero la nariz afilada y prominente, las cejas plumosas, la cabellera hirsuta, el cuello largo y flaco y unos ojos muy negros redondos e intensos. Levantó la cabeza Gándara y vio a la detective, y le hizo señas con la mano para que pasara. Una mano enguantada y llena de sangre. Bruna dudó unos instantes y el forense volvió a agitar su pringoso brazo, los coágulos brillando como laca china bajo el potente foco. Entonces la rep entrevió un rostro moreno y mofletudo en el destripado cadáver de la mesa: era el cuerpo de un hombre desconocido. Suspiró y empujó la puerta de la sala de autopsias. No sabía si hubiera podido soportar que Gándara estuviera manipulando los restos de Chi.





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