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Capítulo 50 un par de guantes de hilo




 

 

Después del episodio de la muñeca hinchable, Trinidad no sabía qué hacer. Por un lado, se moría de ganas de darse a conocer a Juan, pero, por otro, temía que no fuera ya aquel que ella había conocido en tiempos. Cuando lo encuentres, descubrirás que no es lo que buscabas, nunca lo es. Eso le había dicho la señorita Elisa la primera vez que le habló de él. ¿Pero qué podía saber alguien que había hecho del amor una profesión en vez de una devoción? No concluyó al fin, Juan no puede haber cambiado tanto. Lo que ocurre es que está solo, lejos de su tierra, tal vez haya cometido errores, pero nada que mi amor no pueda cambiar.

Aún tuvo que esperar un día y medio hasta que las Palomitas volvieran a tener clase y ella pudiera escapar hasta el lugar en el que suponía trabajaba Juan, pero por fin llegó el momento. Se vistió con esmero. Primero pensó en peinarse tal como lo hacía allá en Cuba con el pelo suelto como a él le gustaba, pero recordó entonces la peluca del cofre color lacre y optó por recogérselo en la nuca con una cinta roja. Estaba muy guapa. Así al menos parecían corroborarlo las muchas miradas con las que se cruzó camino de Greta von Holborn: préstamos, trueques y empeños.

Diez cobres, hermosa, y te digo la suerte.

Era ella otra vez, la mujer a la que había comprado romero el día en que viajó a Boaventura, la misma que la había sujetado por la muñeca intentando que le diera un par de monedas más por adivinarle el futuro.

Cuando termine mi visita le prometió. No quería perder tiempo, acababa de ver salir del establecimiento a su dueña y debía aprovechar la ocasión. Vio cómo la señora Von Holborn anudaba su voluminoso bonete verde antes de dirigirse con cortos pero decididos pasos hacia su carruaje, montarse en él y desaparecer entre una nube de polvo. Perfecto, se dijo, la suerte estaba de su lado, era el momento ideal para acercarse y llamar. Antes de hacerlo, se detuvo a mirar por la ventana y allí estaba Juan, sentado ante una mesa, aplicadamente escribiendo al fondo del establecimiento. Qué guapo se le veía con la cabeza medio ladeada, igual que un niño bueno que hace los deberes. Ya tiene el llamador en la mano y no puede resistir la tentación de hacer un pequeño guiño al pasado: dará dos golpes rápidos y dos más espaciados, aquella era la contraseña que usaba cuando acudía a su habitación antes de que se casara con ama Lucila. Los mismos que repite ahora y, sin esperar respuesta, abre la puerta.

Buenos días dice él en portugués y sin levantar la vista de lo que está escribiendo. Enseguida estoy con usted.

Juan pronuncia ella, demorándose en cada letra.

Dios mío, no puede ser exclama él.

Y Trinidad corre hacia él, lo abraza, y atropelladamente empieza a contarle lo que tantas veces en sueños ha ensayado decirle. Lágrimas ruedan por sus mejillas pero no se detiene. Coge sus manos para hablarle de Celeste y de ama Lucila. También de la Tirana y de su prima Luisita, de Martínez y de Amaranta, de los señores de Santolín, de todos, excepto de la señorita Elisa. Por supuesto, también le habla de Marina, de sus ojos verdes, hasta terminar contándole cómo los orishás y sus oráculos tramposos han logrado, pese a todo, llevarla hasta él. Él la mira, primero azorado, después interrogante. En ningún momento sonríe, pero Trinidad se dice que es por la sorpresa, por el estupor. Decide respetar su silencio. Eso también lo aprendió en sueños. No le hará preguntas. Prefiere no saber nada de su vida actual, lo único que le interesa es el futuro.

El futuro y nuestra niña, vida mía, nada más En ese instante, es la primera vez que lo ve temblar. La mano que, durante todo este tiempo, ella ha atesorado entre las suyas se agita, igual que un pájaro asustado. No sufras, mi amor, ya pasó todo, ahora estamos juntos le dice, acariciándole la cara, mojándola con sus lágrimas. Trinidad nunca se ha sentido tan fuerte, tan elocuente; nota a través de su piel el dulce calor de la de Juan. No importa que no le diga nada, su cuerpo habla por él, lo hace a través de esos ojos afiebrados con los que la mira, del estremecimiento de su cuerpo, del tiritar de sus dedos. Mi vida, mi niño, ya pasó lo arrulla igual que cuando eran pequeños y era ella la que le curaba alguna herida que se había hecho jugando. Así, mi cielo, ya estamos juntos, y nadie podrá volver a separarnos.

¿Se puede saber quién es usted? La voz parece venir de muy lejos, de cientos de leguas y, sin embargo, cerca de allí, junto a la puerta, brazos en jarra y con el bonete verde en difícil equilibrio sobre su cabeza llena de tirabuzones, se dibuja la silueta de Greta von Holborn. Le doy exactamente dos segundos ordena para que se aparte de mi marido.

 

* * *

 

Greta von Holborn no tiene una buena opinión de los hombres. Según su experiencia, que es larga y sobre todo muy ancha, son seres volubles, llenos de inseguridades a los que hay que estar complaciendo, tutelando, explicando cómo actuar para que logren sus fines. Tomemos el caso de Juan, por ejemplo. ¿Qué habría hecho sin ella? Desde aquel día años atrás cuando entró en su establecimiento vestido de harapos, todo lo ha tenido que hacer por él. Primero, despiojarlo, lavarlo, vestirlo con traje de lino, zapatos y sombrero caros y hasta leontina de oro. Después, inventarle un pasado. En eso al menos no necesitó mentir en exceso. El hijo de un gran terrateniente cubano tiene su relumbrón. Aunque mejor cambiar algunos detalles del pedigrí. En vez de padre despilfarrador y familia arruinada vamos a inventarnos una rebeldía. Una desavenencia paterno-filial, por ejemplo, que lo habría obligado a renunciar, muy novelescamente, a una gran fortuna. En cuanto al detalle de tener una esposa rica y fea de nombre Lucila, que ahora vivía en España dilapidando dinero, la vida, que es siempre la mejor inventora de historias, había venido a su rescate. Greta aún recuerda con una sonrisa beatífica cómo había leído en una gacetilla de noticias curiosas la absurda muerte de la tal Lucila Manzanedo en un teatro y ante espectadores de mucho postín. Quién sino ella le había dicho a Juan que se presentara en el consulado español reclamando la herencia de la finada. Y quién le había dado dinero con que empezar el largo y caro proceso que lo llevaría, esperemos que muy pronto, a recuperar su fortuna. ¿Y qué había conseguido a cambio de tantos desvelos? Algunas indudables ventajas, eso había que reconocerlo. Para empezar, ahora tenía un segundo de a bordo, si no bueno con los números, sí carente de todo escrúpulo a la hora de cobrar a aquellos que se atrevían a retrasarse en los pagos. Tampoco era moco de pavo la cuestión estética, digamos. Tener a su lado primero un amante y más tarde (y a petición de él por cierto) un marido guapo, educado y casi veinte años más joven que ella era más que agradable. Es cierto que la situación tenía sus peajes. Su flamante esposo no escatimaba en gastos, por no decir que era un pródigo manirroto. Tampoco era plato de gusto saber que buena parte del dinero que derrochaba iba a parar a mesas de juego o camas ajenas como la de esa horrible y eterna adolescente, la señorita Elisa, pero qué más daba. Mientras ella supiese (¿de veras creía él que no se enteraba de cada una de sus correrías?, pobre corderito descarriado) y controlase todo, no había peligro. Al menos así había sido hasta ahora. Precisamente hasta el momento en que, al volver por sus olvidados guantes de hilo, lo encontró en brazos de una mulata y temblando de pies a cabeza. Te juro que ha sido la más inesperada de las sorpresas, lo último que me podía imaginar es que ella entrase por esa puerta le aseguró en la nada agradable conversación que tuvieron una vez solos. Me estaba dando detalles de cómo murió mi mujer y de otros pormenores, la conozco desde niño, nos criamos juntos.

No era tanto la mención de otros pormenores lo que la había alarmado, sino el dato de que hubieran compartido infancia. Los hombres son románticos se dijo Greta von Holborn, masticando aquel deplorable neologismo que empezaba a ver con mucha más frecuencia de la deseable en las publicaciones alemanas que recibía periódicamente. Porque ¿qué es un romántico? Según había podido leer, es alguien que antepone los sentimientos a la razón, las pulsiones a los deberes, el corazón a la cabeza. En pocas palabras, un tonto manipulable de ojos soñadores y corazón palpitante. La viva estampa del Juan que he visto hace un rato en brazos de esa maldita negra, se dice, antes de añadir que una situación de estas características iba a requerir mucha mano izquierda y no menos gramática parda. La señora Von Holborn era de la opinión de que no había que enfrentarse jamás a los hombres. Que, en su torpeza y simpleza, el sexo mal llamado fuerte seguía actuando igual que sus antepasados los de las cavernas. Que un hombre al que se ataca tiene todas las de ganar en el enfrentamiento, mientras que, si lo engañas como a un chino, acaba comiendo de tu mano. Greta von Holborn vuelve a pensar en el Juan que había visto hace un rato en su establecimiento, justo después de que se marchara la esclava de marras y se dice que, de haber tardado unos minutos más en entrar, quién sabe qué hubiese hecho aquel romántico tontaina.

Hombres vocaliza en voz alta, mientras acaricia los bonitos (y absolutamente providenciales) guantes de hilo que propiciaron su tan oportuno regreso. Hay que estar más pendientes de ellos que de un niño de teta. Para librarlos de todo mal, por supuesto.

CAPÍTULO 51 MUERTE

 

 

Cayetana, querida

No digas nada, José, descansa, ya habrá tiempo para hablar. Le cogió la mano. Estaba helada e intentó templarla con sus besos. El médico ha dicho que te pondrás bien mintió.

La cara del doctor no permitía albergar dudas y, por si alguna quedara, su franqueza minutos antes había sido brutal.

Nada podemos hacer ya por él le dijo al recibirla en la antesala del dormitorio. Sucedió nada más salir usía con la niña. Una terrible hemorragia, cuando llegué, temí que pudiera ahogarse en su propia sangre. Consunción, señora, hace años que la sufre en silencio. Si al menos se hubiera puesto antes en manos de galenos, ahora sólo podemos aliviar su agonía.

Posiblemente fuera ése el motivo por el que lo habían sentado tan erguido en la cama sostenido por varias almohadas. Un pálido fantasma entre puntillas y filtiré.

Escúchame, Tana, hay algo que necesito decirte comenzó, pero su pecho volvió a estremecerse produciendo otra gran bocanada de sangre.

Se abrazó a él y su cuerpo le pareció aún más menudo que la noche anterior cuando durmieron entrelazados. Él la apartó suavemente, necesitaba la poca fuerza que le quedaba para hacer algo que temía que la muerte interrumpiera.

Extendió entonces una mano, esa en la que llevaba un pequeño anillo que Cayetana conocía bien. Era el primer regalo que ella le había hecho cuando se comprometieron. Durante años había dormido el sueño de los olvidados entre tantas joyas que poseía y no usaba, José no era partidario de alhajas. Pero desde aquello que acordaron llamar nuestra primera noche había comenzado a usarlo.

Cógelo acierta a decir, y Cayetana llorando lo desliza del meñique de su marido al suyo, pero él niega con la cabeza. Hay un momento de desconcierto, Tana no comprende qué intenta decirle hasta que José con un esfuerzo supremo alcanza a pronunciar el nombre de su hija. Entonces ella se da cuenta, lo conoce tan bien. No hace falta que explique nada porque imagina a la perfección sus palabras si la vida llega a regalarle un poco más de aliento. Querida le habría dicho con esa irónica sonrisa suya que usa para camuflar cualquier momento de ternura o flaqueza. No es para ti, sino para ella. Y posiblemente habría añadido también algo así como: Por los momentos felices en los que tocamos juntos al piano Au clair de la lune; por nuestros ratos en la biblioteca buscando láminas de África, pero más aún, o mejor dicho sobre todo, por no haberla amado cuando recién llegó a nuestras vidas y me costaba tanto llamarla hija.

Sí, todo eso cree leer Cayetana en la cara exangüe de su marido antes de que un nuevo vómito rojo lo inunde todo. José se ahoga en sus brazos. Dios mío, no te lo lleves tan joven, ¿por qué me arrebatas siempre lo que más quiero?. Un sonido seco, un breve estertor, y llega el fin. Los ojos de su marido siguen mirándola helados como si no quisiera dejarla sola, como si intentasen vigilar que nada malo pudiese ocurrirle una vez que su luz se apague. Cayetana se abraza a él, sus lágrimas se mezclan con la sangre de José manchando su vestido. La siente tibia, por ella aún corre la vida. Un mes y hubiese cumplido cuarenta años. Ella tiene treinta y cuatro.

 

* * *

 

Cayetana no quiso que su hija pasara por el mismo trance que ella cuando era niña. Tenía más o menos la misma edad que María Luz cuando Rafaela la alzó hasta el inmenso féretro cuajado de flores en el que descansaba su padre obligándola a besar su mejilla, tan joven y fría. Su niña no tendrá que pasar por eso, bastante desolada está ya. Tampoco había querido que se vistiera de luto: De blanco y bien guapa, así te habría querido papá, con la cabeza alta, tesoro, una Alba no se inclina ni siquiera ante la dama de la guadaña. Y así se habían presentado para escándalo de todos en la catedral de Sevilla el día de misa de difuntos, de blanco las dos y mirando al frente. ¿ Pero tú has visto cosa igual? Una negra cuchicheaba la gente. ¿Y no va y pregona a los cuatro vientos que es su hija? Jesús, lo que hay que oír. Y eso que no te has fijado todavía en lo que lleva la chiquilla al cuello. Una sortija de sello, de ésas con escudo familiar que valen un potosí. ¿De su padre, dices? Ya me extraña que al duque, que era una persona razonable y cristiana, se le pasara por la cabeza considerar como hija a una bembona como ésta. Mírala cómo llora agarrada a la falda de su madre. Señor, qué cosas, animalito de Dios, cualquiera diría que tienen sentimientos como nosotros. ¿Y ahora qué va a hacer la duquesa?, regresar a Madrid, supongo, seguir con su vida desparramada, volver con Godoy o con cualquiera de sus muchos amantes, el muerto al hoyo y el vivo ya se sabe. ¿Has visto qué cara gasta? Parece talmente una Dolorosa con los siete puñales clavaos pues buena soy yo para que se la intenten dar con queso. Ni a mí tampoco, que dicen por ahí que anda en amores con un torero. ¿Quién será? Pa mí que es Pedro Romero, ahora que Costillares pela la pava con la de Osuna, vaya aristocracia tenemos, ¿por qué las llamarán nobles cuando no son más que pendones?.

Así cuchichean al verla. Cayetana lo sabe y no le importa, pero a María Luz la intimidan todas esas caras que nada hacen por disimular lo que sus dueños piensan. La mirada alta, así querría verla su padre, pero le cuesta tanto. Nunca había sentido un dolor tan grande. Una Alba no llora, no se queja, no protesta. Así se lo habían dicho tantas veces y ella intenta obedecer. María Luz se siente culpable. Piensa que tal vez, si su madre no hubiese querido complacerla visitando el campamento de morenos, si no lo hubieran dejado solo, su padre estaría vivo ahora. Ni se te ocurra pensar eso, tesoro, las cosas pasan cuando pasan y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. María Luz aprieta con fuerza el anillo de José. Perdóname, papá, yo no quería, tú eres el único padre que he conocido, seguramente el único que conoceré nunca, ayúdame. María Luz mira las caras que la observan al pasar. Las hay viejas, jóvenes, guapas, feas, femeninas y masculinas. Gentes de diversa condición pero todos tan distintos a ella. Jamás me considerarán uno de los suyos se dice. Da igual cómo me vista y cómo toque el piano, que hable francés o cante en italiano.

¡Negra! bisbisea alguien a su paso y un pequeño murmullo rompe el silencio que se había impuesto mientras la familia accedía al templo. María Luz trastabilla, alguien ha alargado su bastón para que tropiecen con él. Que no se dé cuenta mamá, por favor que no lo vea, piensa mientras se agarra como puede a uno de los bancos.

¿Estás bien, mi sol, te pasa algo?

Nada, mamá, una losa del suelo que estaba despareja explica y se le saltan las lágrimas.

Vamos, tesoro, papá nos está mirando, comportémonos como a él le hubiera gustado, dame la mano.





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