.


:




:

































 

 

 

 


Capítulo Dieciséis 68




¿Y eso qué tiene que ver? preguntó.

Para Philip sería un rudo golpe si en Pentecostés fueras confirmado conde.

Vos no haríais eso por mí; pero sí por el rencor que sentís hacia Philip refunfuñó William.

No obstante, en el fondo, se sentía esperanzado.

Yo no puedo hacerlo en modo alguno aseguró Waleran. Pero hablaré con el obispo Henry.

Levantó la vista, expectante, hacia su interlocutor. William vaciló un instante.

Gracias farfulló al fin reacio.

Aquel año, la primavera fue fría y tristona, y llovía en la mañana de Pentecostés. Por la noche, Aliena se había despertado con un dolor de espalda que todavía seguía molestándola de cuando en cuando de un modo lacerante. Antes de acudir a la iglesia, se sentó en la cocina fría y estuvo trenzándole el pelo a Martha, mientras Alfred despachaba un copioso desayuno con pan blanco, queso tierno y cerveza fuerte. Una agudísima punzada le hizo pararse y ponerse en pie un instante con una mueca de dolor.

¿Qué te pasa? le preguntó Martha al darse cuenta.

Dolor de espalda se limitó a contestar Aliena.

No quería hablar de ello porque, con toda seguridad, aquel dolor se debía a que dormía en el suelo en aquella habitación trasera con tantas corrientes, circunstancia que todo el mundo ignoraba, incluso Martha, la cual se levantó y cogió una piedra caliente del fuego. Aliena se sentó. Martha envolvió la piedra en un trozo de cuero viejo y chamuscado y la mantuvo sujeta contra la espalda de Aliena, lo cual proporcionó a esta un inmediato alivio. Martha empezó a trenzar el pelo de Aliena, que ya le había crecido desde que se le quemó y era de nuevo una masa alborotada de bucles oscuros. Aliena se sintió tranquilizada.

Desde que Ellen se fue, Martha y ella habían intimado muchísimo. La pobre chica había perdido a su madre y luego a su hermanastro. Aliena se consideraba a sí misma una pobre sustituta de madre. Además, sólo tenía diez años más que Martha. Y, aunque pareciese extraño, la persona que esta echaba más en falta era a su hermanastro Jack.

De una manera o de otra, todo el mundo echaba de menos a Jack.

Aliena se preguntaba dónde estaría. Tal vez se encontrara cerca, trabajando en una catedral, en Gloucester o Salisbury. Pero lo más probable era que se hubiera ido a Normandía. Aunque bien podía estar mucho más lejos, en París, Roma, Jerusalén o Egipto. Recordando las historias que los peregrinos contaban sobre aquellos lugares remotos, se imaginaba a Jack en un inmenso desierto de arena, tallando piedras para una fortaleza sarracena bajo un sol cegador.

¿Pensaría en ella en esos momentos?

El hilo de sus evocaciones quedó interrumpido por el ruido de cascos que llegaba de afuera, y un momento después entraba su hermano llevando al caballo de la brida. Jinete y montura estaban empapados y llenos de barro. Aliena retiró agua caliente del fuego para que se lavara las manos y la cara, y Martha condujo al animal al patio de atrás. Aliena puso sobre la mesa de la cocina pan y carne fría y le escanció cerveza en una jarra.

¿Qué noticias hay de la guerra? preguntó Alfred.

Richard se secó las manos con un paño y se sentó, disponiéndose a desayunar.

Nos derrotaron en Wilten dijo.

¿Capturaron a Stephen?

No, escapó al igual que lo hizo Maud en Oxford. Ahora Stephen está en Winchester y Maud se encuentra en Bristol. Los dos se lamen las heridas y consolidan sus posiciones en las zonas que controlan.

Aliena pensaba que las noticias siempre parecían las mismas. Una de las partes, o ambas, había ganado una pequeña victoria o sufrido una pequeña derrota, pero nunca aparecían perspectivas de que la guerra fuese a terminar.

Te estás poniendo gorda dijo Richard mirando a su hermana.

Esta asintió sin decir palabras. Estaba ya de ocho meses pero nadie lo sabía. Gracias al cielo el tiempo había sido frío, por lo que le fue posible seguir llevando muchos ropones sueltos de invierno que ocultaban su silueta. Dentro de unas semanas, el bebé habría nacido y todo saldría a la luz. Seguía sin tener la más mínima idea de lo que iba a hacer llegado el momento.

Repicó la campana llamando a misa a los fieles. Alfred se calzó las botas y miró expectante a Aliena.

Me parece que no voy a ir dijo ella: Me siento fatal.

Alfred se encogió de hombros indiferente y se volvió hacia Richard.

Tú deberías venir, Richard. Hoy estará allí todo el mundo. Se celebra el primer oficio sagrado en la nueva iglesia.

Richard se mostró sorprendido.

¿La habéis cubierto ya? Creí que eso se iba a llevar todo el resto del año.

Nos apresuramos, eso es todo. El prior Philip ofreció a los hombres el salario extra de una semana si estaba terminado para hoy. Es asombroso lo deprisa que trabajaron. Aun así, acabamos de concluirlo. Esta mañana pusimos la cimbra.

Tengo que ver eso.

Se metió el resto de la carne y el pan en la boca y se puso en pie.

¿Quieres que me quede contigo? preguntó Martha a Aliena.

No, gracias. Estoy bien. Tú vete. Yo me echaré un rato.

Los tres se pusieron las capas y salieron. Aliena entró en la habitación trasera, llevando consigo la piedra caliente con su envoltura de cuero. Se tumbó en la cama de Alfred con la piedra debajo de la espalda. Desde su matrimonio, se sentía terriblemente aletargada.

Antes, había dirigido una casa y además, fue la comerciante de lana más ocupada de todo el Condado. Pero ahora le costaba incluso dirigir la casa de Alfred, a pesar de no tener ninguna otra cosa que hacer.

Siguió durante un rato acostada allí, compadeciéndose de sí misma y deseando quedarse dormida. De repente, sintió correr por la parte interior del muslo un chorrito de agua tibia. Aquello la sobresaltó. Era como si estuviera orinando, pero no lo hacía. Un momento después, el chorrito se convirtió en una cascada. Se incorporó rápida.

Sabía lo que ello significaba. Había roto aguas. La criatura llegaba.

Se sintió atemorizada. Llamó a voces a su vecina.

¡Mildred! ¡Ven aquí, Mildred!

Pero entonces recordó que aquel día nadie se había quedado en casa. Todos habían ido a la iglesia.

Se había reducido ya el flujo del líquido; pero la cama de Alfred estaba empapada. Se pondría furioso, se dijo temerosa. Pero luego recordó que, como quiera que fuese, se pondría furioso porque sabría que la criatura no era suya. ¿Qué voy a hacer, Dios mío?, se dijo Aliena.

Volvió a sentir el dolor en la espalda y entonces comprendió que debía de tratarse de lo que llamaban dolores de parto. Se olvidó por completo de Alfred. Iba a dar a luz. Estaba demasiado asustada al pensar que iba a pasar por ello completamente sola. Quería que alguien le ayudara. Decidió ir a la iglesia.

Sacó las piernas de la cama. Sintió otro espasmo y se detuvo con el rostro contraído por el dolor. Hasta que pasó. Entonces salió de la cama y abandonó la casa.

Su mente era un torbellino mientras avanzaba vacilante por la embarrada calle. Al llegar a la puerta del priorato, le volvieron los dolores y hubo de recostarse contra el muro y apretar los dientes hasta que hubieron pasado. Entonces entró en el recinto del priorato. La mayoría de los ciudadanos de la localidad se agolpaban en el pasillo de la nave central y en los de las dos naves laterales. El altar se encontraba en el extremo más alejado. La nueva iglesia tenía un aspecto peculiar. El techo redondeado de piedra habría de tener sobre él, finalmente, un tejado de madera triangular, pero, en aquellos momentos, parecía desprotegido, como un hombre calvo sin sombrero. Los fieles se encontraban en pie, de espaldas a Aliena. Mientras avanzaba con paso vacilante por la catedral, el obispo Waleran Bigod se puso en pie para tomar la palabra. Como en una pesadilla Aliena vio que William Hamleigh se encontraba en pie junto a él. Las palabras del obispo llegaron hasta ella penetrando a través de su aturdimiento.

Es para mí motivo de inmenso orgullo y placer deciros que nuestro señor, el rey Stephen, ha confirmado a Lord William como conde de Kingsbridge.

A pesar de su dolor y su miedo, Aliena escuchó aquello horrorizada. Durante seis años, desde aquel espantoso día en que vieron a su padre en la prisión de Winchester, ella había dedicado toda su vida a recuperar la propiedad familiar. Junto con Richard habían sobrevivido a ladrones y violadores, a incendios y guerra civil. En varias ocasiones pareció que tenían el premio al alcance de la mano. Pero ahora ya lo habían perdido.

Hubo un murmullo iracundo entre los allí congregados. Todos ellos habían sufrido a manos de William, y todavía abrigaban temor hacia él. No se sentían en modo alguno felices al verle honrado por el rey que se suponía que tenía que protegerlos. Aliena miró en derredor buscando a Richard, para ver cómo encajaba aquel golpe final. Pero le fue imposible localizarle.

El prior Philip se puso en pie con el rostro ensombrecido y empezó a cantar el himno. Los fieles le siguieron con desgana. Aliena se apoyó contra una columna al sufrir de una nueva contracción. Se encontraba al fondo de la multitud y nadie paró mientes en ella. En cierto modo, aquella mala noticia la calmó. Sencillamente voy a tener un hijo, se dijo, es algo que pasa todos los días. Sólo necesito encontrar a Martha o a Richard, y ellos se ocuparán de lo que haga falta.

Una vez que le hubo pasado el dolor, se abrió camino entre los fieles buscando a Martha. En el pasillo de la nave lateral septentrional había un grupo de mujeres, y Aliena se dirigió hacia ellas. La gente la miraba con curiosidad. Pero, en aquel momento, otra cosa distrajo su atención. Un ruido extraño, como si algo retumbase. En un principio apenas se oyó debido al cántico, pero este calló en seguida al ir adquiriendo más fuerza el sonido retumbante.

Aliena llegó adonde estaban las mujeres en grupo. Miraban ansiosas en derredor, buscando el origen del ruido.

¿Habéis visto a mi cuñada Martha? preguntó a una de ellas, poniéndole la mano en el hombro.

La mujer la miró, y Aliena reconoció a Hilda, la esposa del curtidor.

Creo que Martha está en el otro lado respondió Hilda.

Pero entonces el trueno se hizo ensordecedor, y la mujer apartó la vista.

Aliena siguió su mirada. En el centro de la iglesia, todo el mundo tenía los ojos levantados hacia arriba, hacia la parte superior de los muros. La gente que se encontraba en las naves laterales torcía el cuello para escrutar a través de los arcos. Alguien chilló. Aliena pudo ver que en el muro más alejado aparecía una grieta y que esta iba prolongándose entre dos ventanas vecinas, en el triforio. Mientras miraba, varios grandes trozos de mampostería cayeron desde lo alto sobre el gentío que ocupaba el centro de la iglesia. Se escuchó una cacofonía de alaridos y chillidos, y se inició una desbandada general. Tembló el suelo bajo los pies de Aliena. Incluso mientras intentaba abrirse camino para salir de la iglesia, se dio cuenta de que los altos muros se estaban resquebrajando por la parte superior y de que el tambor de la bóveda se estaba agrietando. Delante de ella, había caído Hilda, la mujer del curtidor. Aliena tropezó con ella y dio también con sus huesos en el suelo. Mientras intentaba levantarse cayó sobre ella una lluvia de piedras pequeñas. Luego, crujió el tejado bajo la nave al desplomarse. Algo le golpeó la cabeza y todo se puso negro.

Philip había comenzado el oficio sintiéndose orgulloso y agradecido. Aunque con el tiempo muy justo, la bóveda quedó terminada en la fecha prevista. En realidad, tan sólo habían quedado abovedados tres de los cuatro intercolumnios del presbiterio, ya que el cuarto no podía hacerse hasta que fuera construida la crujía y quedaran unidos a los cruceros los muros sin terminar del presbiterio. Sin embargo, con tres intercolumnios ya era suficiente. Se había quitado de en medio todo el equipo de los albañiles. Las herramientas, las pilas de piedra y madera, los postes y tablones de los andamios, así como los montones de escombros y porquerías. Se había limpiado a fondo el presbiterio. Los monjes habían enjalbegado la obra en piedra y pintado líneas rojas muy rectas sobre la argamasa haciendo que la obra de mampostería pareciera más pulida. Desde la cripta, habían trasladado el altar y el sitial del obispo. Sin embargo, todavía seguían abajo los huesos del santo conservados en su ataúd de piedra. Cambiarlos requería una ceremonia solemne, denominada traslación, que había de constituir la culminación de los ritos de ese domingo. Al empezar el oficio sagrado, con el obispo instalado en su sitial, los monjes alineados detrás del altar con sus hábitos nuevos, y la gente de la ciudad apiñada en el cuerpo central de la iglesia y agolpándose en las naves laterales, Philip se sintió plenamente colmado, y dio gracias a Dios por haberle llevado con éxito hasta el final de la primera etapa, que era crucial en la construcción de la catedral.

El anuncio que hizo Waleran, referido a William, despertó la ira de Philip. Había sido sincronizado a todas luces para empañar esa ocasión triunfal y recordar a los ciudadanos que seguían a la merced de su bárbaro señor. Philip estaba intentando, de forma desesperada, encontrar respuesta adecuada cuando la nave comenzó a retumbar.

Era como una pesadilla que en ocasiones tenía Philip, en la cual caminaba sobre el andamio, a gran altura, muy tranquilo respecto a su seguridad y, de repente, advertía un nudo suelto en las cuerdas, nada grave, en realidad; pero que cuando se disponía a apretar el nudo el tablón sobre el que se encontraba se ladeaba un poco, al principio no mucho, lo suficiente para hacerle vacilar; pero luego, de pronto, se encontraba cayendo a través del inmenso espacio del presbiterio de la catedral A una velocidad terrible. Y sabía que estaba a punto de morir.

En un principio el ruido resultó confuso. Por un instante, creyó que se trataba de un trueno. Luego, se escuchó con más fuerza y la gente dejó de cantar. A pesar de ello, Philip siguió suponiendo que se trataba tan sólo de un fenómeno extraño, al que pronto se encontraría una explicación y que, lo más que haría, sería interrumpir el oficio sagrado. Pero entonces miró hacia arriba. En el tercer intercolumnio, donde tan sólo esa misma mañana había quedado instalada la cimbra, estaban apareciendo grietas en la mampostería, en la parte superior de los muros a nivel del triforio. Se formaron de súbito y fueron extendiéndose por el muro desde una ventana del triforio a la contigua, semejantes a agresivas serpientes. La primera reacción de Philip fue de decepción. Le había colmado de felicidad que el presbiterio hubiera quedado terminado; pero ahora habría de emprender reparaciones y toda la gente que había quedado tan impresionada por la rapidez del trabajo de los albañiles diría ahora: Quien correr se propone a caer se dispone. Y entonces la parte superior de los muros pareció inclinarse hacia delante, y Philip comprendió, embargado por una sensación espantosa de horror, que aquello no conduciría sencillamente a interrumpir el oficio sagrado, sino que iba a producirse una auténtica catástrofe.

Aparecieron grietas en la curvatura de la bóveda. Una piedra enorme se desprendió del entretejido de albañilería y fue descendiendo por el aire. La gente empezó a gritar y a intentar apartarse de su trayectoria. Antes de que Philip pudiera ver si alguien había resultado herido de gravedad, empezaron a caer más piedras. A los fieles les entró el pánico y empezaron a empujarse, a darse codazos y pisotearse unos a otros al tratar de evitar las piedras que caían. Philip tuvo la descabellada idea de que aquel era otro ataque, de algún tipo, de William Hamleigh. Pero de pronto vio al propio William, justo delante de los allí congregados, golpeando a la gente que le rodeaba en un aterrado intento por escapar. Entonces comprendió que el desastre no podía ser obra de William en perjuicio de sí mismo.

La mayoría de la gente intentaba alejarse del altar para salir de la catedral por el extremo oeste, que aún seguía descubierto. Pero lo que se estaba hundiendo era precisamente ese espacio abierto, la zona más occidental de la edificación. El problema residía en el tercer intercolumnio. En el segundo, que era donde se encontraba Philip, la bóveda parecía resistir y, detrás de él, el primer intercolumnio, donde se encontraban alineados los monjes, conservaba su solidez. En aquella parte, la fachada este mantenía juntos los muros.

Vio al pequeño Jonathan y a Johnny Eightpence, ambos acurrucados en el extremo más alejado de la nave norte. Philip llegó a la conclusión de que allí se encontraban más seguros que en cualquier otra parte. Entonces se dio cuenta de que debía intentar poner a salvo al resto de su rebaño.

¡Venid todos hacia aquí! les gritó. ¡Todo el mundo! ¡Venid hacia aquí!

Le oyeran o no, no siguieron su consejo.

En el tercer intercolumnio, se derrumbó la parte superior de los muros desplomándose, hacia fuera, y toda la bóveda se vino abajo.

Cayeron piedras grandes y pequeñas, como una granizada letal, sobre la histérica muchedumbre de fieles. Philip, precipitándose hacia delante, agarró a un ciudadano.

¡Retroceded! gritó, empujándolo hacia el extremo oriental.

El hombre, sobresaltado, vio a los monjes acurrucados contra el muro más alejado y corrió a reunirse con ellos. Philip repitió el gesto con dos mujeres. Las gentes que estaban en su entorno se dieron cuenta de la intención del prior y se dirigieron hacia el este sin necesidad de que les empujara. Otros empezaron a captar la idea y se inició un movimiento general en aquella dirección de quienes formaban la parte delantera de la congregación. Al levantar Philip la vista por un instante, comprobó aterrado que el segundo intercolumnio seguía el mismo camino del tercero. Las mismas grietas empezaban a extenderse a través del trifolio, produciendo daños en la bóveda justo sobre su cabeza. Prosiguió llevando a la gente a la seguridad del extremo oriental, consciente de que cada persona que enviaba allí era acaso una vida salvada. Sobre la afeitada cabeza le cayó una lluvia de argamasa, y luego empezaron a venir las piedras. La gente se estaba dispersando. Algunos habían buscado refugio en la protección de las naves laterales; otros se apelotonaban contra el muro este, entre ellos el obispo Waleran. Y había quienes seguían intentando alejarse del extremo oeste, arrastrándose sobre los escombros y los cuerpos en el tercer intercolumnio. Una piedra golpeó en el hombro a Philip. Le dio de refilón pero le causó dolor. Se llevó las manos a la cabeza para protegérsela y miró desconcertado en torno suyo. Se encontraba solo en el centro del intercolumnio. Todo el mundo se había refugiado en los límites de la zona de peligro. Había hecho cuanto le había sido posible. Corrió hacia el extremo oriental.

Una vez allí, se volvió a mirar hacia arriba. En aquellos momentos, se estaba viniendo abajo el triforio del segundo intercolumnio y la bóveda se desplomaba dentro del presbiterio como réplica exacta de lo ocurrido en el intercolumnio tercero. Sin embargo, hubo pocas víctimas, ya que la gente había tenido la oportunidad de quitarse de en medio y, además, parecía que los tejados de las naves laterales resistían; en tanto que en el tercer intercolumnio se habían desfondado. La multitud que logró alcanzar el extremo este retrocedió aún más, apretándose contra el muro, y todos los ojos estaban clavados en la bóveda para comprobar si el hundimiento se propagaría al primer intercolumnio. El estruendo por el derrumbe de la obra de albañilería perdió fuerza, aun cuando en el aire flotaba una oleada de polvo y piedras pequeñas que, durante unos momentos, no permitió ver nada. Philip contuvo el aliento. Finalmente, se asentó la polvareda y pudo contemplar de nuevo la bóveda. Se había desplomado hasta el mismo borde del primer intercolumnio; pero, por el momento, parecía resistir.

Se asentó el polvo. Todo quedó en silencio. Philip contempló estupefacto las ruinas de su iglesia. Tan sólo el primer intercolumnio permanecía intacto. En el segundo, los muros habían quedado al nivel de la galería; en el tercero y el cuarto, tan sólo quedaban las naves laterales aunque con graves daños. El suelo de la iglesia estaba cubierto de escombros y, entre ellos, se veían los cuerpos inmóviles de los muertos y los agitados por débiles espasmos de los heridos.

Siete años de trabajo y centenares de libras habían quedado destruidos, por no hablar de lo más importante, de las docenas de personas que habían resultado muertas, acaso centenares, en tan sólo unos terribles momentos. Philip se sentía embargado por un inmenso dolor por todo el trabajo desperdiciado, por la gente perdida, por las viudas y huérfanos que quedaban atrás. Los ojos se le llenaron de lágrimas amargas.

¡Esto es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! le dijo al oído una voz dura.

Al volverse, se encontró con el obispo Waleran, con los negros ropajes cubiertos de polvo y una maliciosa expresión triunfal en los ojos. Se le rompía el corazón al contemplar aquella tragedia; pero que encima le culparan de ella era algo que no podía soportar.

Hubiera querido decir: ¡Sólo traté de hacerlo lo mejor que podía! Pero le fue imposible articular palabra. Parecía tener la garganta atenazada, y se sentía incapaz de hablar.

Se le iluminó la mirada al ver a Johnny Eightpence salir con Jonathan del cobijo que les prestaba la nave. De repente, recordó sus responsabilidades. Tendría mucho tiempo por delante para torturarse sobre quién era el culpable. En aquellos momentos había montones de heridos y muchos atrapados entre los escombros. Su deber era organizar la operación de salvamento.

¡Apártate de mi camino! exclamó tajante mirando furibundo al obispo Waleran.

Sobresaltado, el obispo se hizo a un lado y Philip se precipitó hacia el altar.

¡Escuchadme! dijo con toda la potencia de su voz. Tenemos que ocuparnos de los heridos, sacar a quienes se encuentran sepultados bajo los escombros y, luego, enterrar a los muertos y rezar por sus almas. Nombraré a tres responsables para que organicen todo esto.

Pasó revista a las caras que lo rodeaban para descubrir, a primera vista, quiénes seguían vivos y bien. Localizó a Alfred.

Alfred Builder se encargará de apartar los escombros y de rescatar a las personas que se encuentren atrapadas, y quiero que todos los albañiles y artesanos trabajen con él.

Miró a los monjes y sintió un gran alivio al comprobar que Milius, su más estrecho confidente, se encontraba sano y salvo.

Milius Bursar se ocupará de sacar de la iglesia a los muertos y heridos y necesitará ayudantes jóvenes y fuertes. Randolph Infirmaryr tendrá a su cargo a los heridos, una vez que se encuentren fuera de toda esta horrible confusión, y los de más edad pueden ayudarle, en especial las mujeres. Muy bien, pongamos manos a la obra.

Bajó de un salto del altar. Se produjo cierta batahola al empezar la gente a dar órdenes y a hacer preguntas.

Philip se acercó a Alfred, que parecía conmocionado y asustado. Si hubiera que culpar a alguien de aquel desastre era a él, en su calidad de maestro de obras, pero no era el momento de recriminaciones.

Divide a tu gente en equipos y señálales las distintas zonas en las que han de trabajar le dijo.

Por un instante, Alfred le miró con expresión vacua, pero al instante pareció reaccionar.

Sí. De acuerdo. Empezaremos por el extremo oeste para sacar los escombros.

Bien.

Philip se puso de nuevo en marcha abriéndose camino entre la gente para llegar junto a Milius, a quien oyó decir:

Llevaos a los heridos bien lejos de la iglesia y dejadles sobre la hierba. Luego sacad a los muertos y trasladadlos a la parte norte.

Philip se alejó seguro, como siempre, de que Milius haría las cosas bien. Vio a Randolph Infirmaryr caminar sorteando los escombros y le siguió presuroso. Los dos fueron abriéndose camino entre los montones de piedra trabajada que había quedado inútil. Fuera de la iglesia, en la parte oeste, se hallaban muchísimas personas que lograron escapar antes del derrumbamiento final y estaban ilesas.

Utiliza a esa gente dijo Philip a Randolph. Envía a alguien a la enfermería para que traiga tu equipo y suministros. Haz que algunos vayan a la cocina a buscar agua caliente. Pide al racionero vino fuerte para aquellos a quienes haya que reanimar. Asegúrate de depositar afuera a los muertos y a los heridos, perfectamente alineados con un espacio entre ellos, a fin de que tus ayudantes no tropiecen con los cuerpos.

Miró en derredor. Los supervivientes empezaban a trabajar. Muchos de ellos que encontraron refugio en el extremo oriental que permanecía intacto, habían seguido a Philip a través de los escombros y comenzaban ya a retirar los cuerpos. Algún que otro herido que sólo quedó conmocionado o aturdido se ponía ya en pie sin ayuda.

Philip vio a una anciana, sentada en el suelo con aire desconcertado. La reconoció como Maud Silver, la mujer del orfebre. Le ayudó a levantarse y la llevó lejos del lugar del siniestro.

¿Qué ha pasado? preguntó ella sin mirarle. No sé lo que ha ocurrido.

Yo tampoco, Maud respondió Philip. Al volverse para ayudar a otra persona, le vinieron a la mente las palabras del obispo Waleran: ¡Este es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! Aquella acusación le hirió en lo vivo porque pensaba que acaso fuera verdad. Siempre estaba presionando para lograr más, para que se hiciera mejor, para que fueran más rápidos. Había presionado a Alfred para que terminara la bóveda, al igual que presionó para lograr una feria del vellón, también para que les dieran la cantera de Shiring. En cada una de las ocasiones todo había acabado en tragedia: la matanza de los canteros, el incendio de Kingsbridge y ahora esto. No cabía duda de que la culpable era la ambición. Los monjes harían mejor en vivir resignados, aceptando las tribulaciones y reveses de este mundo como lecciones de paciencia dadas por el Todopoderoso.





:


: 2017-04-04; !; : 249 |


:

:

, .
==> ...

1729 - | 1519 -


© 2015-2024 lektsii.org - -

: 0.07 .