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Capítulo Dieciséis 55




Los monjes habían instalado mesas sobre la hierba en el extremo occidental del recinto del priorato. Los pinches de cocina llevaban a través del patio calderos humeantes. El prior podía considerarse el señor del feudo, así que era responsabilidad suya ofrecer un festín a sus arrendatarios con ocasión de fiestas importantes. La política de Philip consistía en mostrarse generoso con la comida y parco con la bebida, de manera que servía cerveza floja y nada de vino. No obstante, había cinco o seis incorregibles que se las arreglaban para emborracharse hasta perder el sentido siempre que había fiesta.

Los ciudadanos principales de Kingsbridge se sentaban a la mesa de Philip. Tom Builder y su familia, los maestros artesanos más antiguos, incluido Alfred, el hijo mayor de Tom, y los mercaderes, entre ellos Aliena; aunque no Malachi el Judío, que solía incorporarse más tarde a las festividades, después de celebrado el oficio. Philip pidió silencio y bendijo la mesa. Luego, alargó a Tom la hogaza how-many. A medida que pasaban los años, Philip iba sintiendo un mayor aprecio por Tom. No había mucha gente que dijera lo que pensaba e hiciera lo que decía. Ante las sorpresas, crisis y desastres, Tom reaccionaba con toda calma sopesando las consecuencias, calibrando los daños y planeando la mejor solución. Philip lo miró con afecto. Tom era hoy un hombre muy diferente del que, cinco años atrás, llegó al priorato suplicando que le dieran trabajo. Entonces se encontraba exhausto, macilento y tan flaco que los huesos parecían a punto de perforar su piel curtida por la intemperie. Durante el tiempo que llevaba allí, había entrado en carnes; sobre todo desde que su mujer regresó. No es que estuviera gordo, pero tenía recubierta su gran osamenta y hacía ya mucho que aquella mirada desesperada se había desvanecido de sus ojos. Vestía ropa cara, una túnica verde Lincoln, calzaba zapatos de piel suave y llevaba un cinturón con hebilla de plata.

A Philip le correspondía hacer la pregunta que tendría que contestar el pan how-many (¿cuántos?).

¿Cuántos años habrán de pasar hasta que quede terminada la catedral? preguntó.

Tom dio un bocado al pan. Lo habían cocido con semillas pequeñas y duras en su interior y, a medida que Tom escupía las semillas en su mano, todo el mundo las iba contando en voz alta. A veces, cuando se practicaba ese juego y alguien tenía la boca llena de semillas, resultaba que nadie alrededor de la mesa podía contar en voz lo bastante alta. Pero ese día no existía semejante problema, estando presentes todos los mercaderes y artesanos. La respuesta resultó ser treinta. Philip simuló mostrarse consternado.

¡Caramba, cuánto voy a vivir! exclamó Tom, y todos rieron.

Tom pasó el pan a Ellen, su mujer. Philip se mostraba cauteloso respecto a ella. Al igual que la emperatriz Maud, tenía poder sobre los hombres, un tipo de poder con el que Philip no podía competir. El día en que Ellen fue arrojada del priorato, había hecho algo aterrador, una cosa en la que todavía ahora Philip se sentía incapaz de pensar. Había dado por sentado que jamás volvería a verla. Pero un día descubrió horrorizado que había regresado, y Tom le suplicó que la perdonara. Tom había alegado con astucia que, si Dios podía perdonar su pecado, entonces Philip no tenía derecho a negarle el suyo. Philip sospechaba que la mujer no se sentía ni mucho menos arrepentida. Pero Tom se lo había pedido el día que acudieron los voluntarios y salvaron la catedral, y Philip se encontró concediendo a Tom su deseo en contra de su sentimiento. Se habían casado en la iglesia parroquial, una pequeña construcción de madera en la aldea, que había estado allí mucho antes que el priorato. Desde entonces, Ellen se había comportado bien y no había dado motivo a Philip para que lamentara su decisión. Sin embargo, siempre le hacía sentirse incómodo.

¿A cuántos hombres quieres? le había preguntado Tom.

Ellen dio un pequeño mordisco al pan, lo que hizo que todos rieran de nuevo. En aquel juego, las preguntas tendían a ser un poco maliciosas. Philip sabía que, si él no estuviera presente, hubieran sido descaradamente impúdicas.

Ellen contó tres semillas. Tom fingió sentirse ofendido.

Os diré quiénes son mis tres amores dijo Ellen; Philip confiaba en que no diría nada ofensivo. El primero es Tom. El segundo Jack. Y el tercero Alfred.

Todos la aplaudieron por su ingenio, y el pan siguió su recorrido alrededor de la mesa. Le había llegado el turno a Martha, la hija de Tom. Tenía unos doce años y era tímida. El pan le predijo que tendría tres maridos, lo que no parecía probable.

Martha pasó el pan a Jack. Al hacerlo, Philip observó su mirada de adoración, y comprendió que la niña admiraba a su hermanastro como a un héroe.

Jack intrigaba a Philip sobremanera. Había sido un chiquillo feo, con su pelo color zanahoria, su piel pálida y sus ojos verdes y saltones; pero ahora, convertido ya en un joven, se habían perfeccionado sus rasgos y su rostro resultaba tan llamativamente atractivo que los forasteros se volvían a mirarlo. En cuanto a temperamento, era tan indómito como su madre. Se mostraba muy poco disciplinado y no tenía la menor idea de lo que quería decir obediencia. Como aprendiz de cantero, había resultado prácticamente inútil, ya que en lugar de mantener una entrega constante de argamasa y piedras, intentaba amontonar lo necesario para todo un día y luego irse a hacer otra cosa. Siempre estaba desapareciendo. En cierta ocasión, decidió que ninguna de las piedras que había allí almacenadas era apropiada para el esculpido especial que tenía que hacer, así que, sin decir nada a nadie, recorrió todo el camino hasta la cantera y cogió una piedra que le había gustado. Dos días después, llegó con ella al priorato a lomos de un pony prestado. Pero la gente le perdonaba sus extravagancias, en parte porque tenía unas dotes excepcionales para esculpir, y también porque era muy simpático, rasgo que desde luego, a juicio de Philip, no había heredado de su madre. A veces Philip había reflexionado sobre lo que Jack podría hacer en la vida. Si entrara en la Iglesia le sería fácil llegar a obispo.

¿Cuántos años pasarán antes de que te cases? le preguntó Martha.

Jack dio un mordisquito. Al parecer tenía muchas ganas de casarse. Philip se preguntó si pensaba en alguien en particular. Jack, a todas luces consternado, se encontró con un montón de semillas en la boca y, mientras las contaban, la expresión de su rostro era de enorme indignación.

El total dio treinta y uno.

¡Tendré cuarenta y ocho años! protestó con vehemencia.

Todos lo tomaron por una graciosa exageración. Salvo Philip que, al hacer el cálculo, lo encontró correcto y quedó maravillado de que Jack hubiera podido sumar con tal rapidez. Ni siquiera Milius, el tesorero, era capaz de hacerlo. Jack estaba sentado junto a Aliena. Philip recordó que aquel verano los había visto juntos varias veces. Probablemente se debería a que ambos eran muy inteligentes. En Kingsbridge, no había mucha gente con quien Aliena pudiera hablar a su mismo nivel. Y Jack, no obstante sus actitudes indómitas, era más juicioso que los otros aprendices. Pese a todo, a Philip le intrigaba aquella amistad ya que, a su edad, cinco años marcaba una gran diferencia.

Jack pasó el pan a Aliena y le hizo idéntica pregunta que le habían hecho a él.

¿Cuántos años pasarán antes de que te cases?

Se escuchó un murmullo de protesta, ya que era demasiado fácil repetir lo mismo. Se suponía que el juego era un ejercicio de ingenio y de originalidad. Pero Aliena, que ya era famosa por el número de pretendientes que había rechazado, les divirtió dando un gran bocado al pan e indicando así que no quería casarse. Pero su astucia no le sirvió de mucho. Escupió una sola semilla.

Si va a casarse el año próximo, se dijo Philip, todavía no ha aparecido en escena el novio. Claro que él no creía en el poder de predicción del pan. Lo más probable sería que muriera solterona, salvo que no era doncella, según los rumores, ya que la gente decía que William Hamleigh la había seducido o violado.

Aliena pasó el pan a su hermano Richard. Pero Philip no oyó lo que le preguntaba. Seguía pensando en Aliena. De manera inesperada, ni Aliena ni él habían logrado vender aquel año la totalidad de su lana. El remanente no era importante, menos de una décima parte de la producción de Philip y una proporción todavía menor de la de Aliena. Pero, en cierto modo, resultaba desalentador. A raíz de ese resultado, Philip se había sentido preocupado ante la posibilidad de que Aliena quisiera romper el trato en lo referente a la lana del año siguiente. Sin embargo, mantuvo lo acordado y le pasó religiosamente ciento siete libras.

La gran noticia durante la Feria del Vellón de Shiring había sido el anuncio de Philip de que al año siguiente Kingsbridge celebraría su propia feria. La mayoría de la gente acogió complacida la idea, ya que los arriendos y portazgos que William Hamleigh cargaba en Shiring eran en exceso gravosos, y Philip pensaba aplicar tarifas mucho más bajas. Hasta aquel momento, el conde William no había hecho patente su reacción.

Philip tenía la impresión de que, en todos los conceptos, las perspectivas del priorato eran muchísimo mejores de lo que parecían hacía seis meses. Había logrado resolver el problema planteado por el cierre de la cantera y hacer fracasar el intento de William de impedir la celebración del mercado. Su mercado dominical era de nuevo un hervidero, y pagaba con creces la costosa piedra procedente de una cantera cerca de Marlborough. Durante toda la crisis, la construcción de la catedral había proseguido ininterrumpida, aunque con justeza.

Lo único que todavía inquietaba a Philip era que Maud aún no hubiese sido coronada. Aunque resultaba indiscutible que era ella quien tenía el mando, y los obispos le habían dado su aprobación, su autoridad se basaba tan sólo en su poderío militar hasta que se llevara a cabo la necesaria coronación. La mujer de Stephen todavía retenía Kent, y el municipio de Londres era ambivalente. Un solo golpe de mala suerte, o una decisión desafortunada, podría dar al traste con ella al igual que la batalla de Lincoln destruyó a Stephen. Y entonces volvería a imperar la anarquía.

Philip se dijo que no debía ser pesimista. Miró en derredor suyo a la gente que se sentaba a la mesa. El juego había terminado, y todos se afanaban con su comida. Eran hombres y mujeres honrados y buenos, que trabajaban arduamente y acudían a la iglesia.

Comían potaje de vegetales, pescado cocido sazonado con pimienta y jengibre, toda una variedad de platos, y, de postre, natillas ingeniosamente coloreadas con rayas rojas y verdes. Una vez terminada la comida todos ellos trasladaron sus bancos a la iglesia, todavía sin terminar, para la representación.

Los carpinteros habían hecho dos mamparas que colocaron en las naves laterales en el extremo oeste, cerrando el espacio entre el muro de la nave y el primer pilón de la arcada, ocultando así, de manera efectiva, el último intercolumnio de cada una de las naves. Los monjes que habían de representar los papeles se encontraban ya detrás de las mamparas, esperando aparecer en el centro de la nave para dar vida a la historia. El que iba a hacer de Adolfo, un novicio barbilampiño de rostro angélico, se encontraba ya tumbado sobre una mesa, en el extremo más alejado de la nave, envuelto en un sudario, simulando estar muerto e intentando contener la risa.

Aquella representación inspiraba a Philip sentimientos encontrados, al igual que el juego del pan ¿cuántos? ¡Era tan fácil caer en la irreverencia y la vulgaridad! Pero a la gente le gustaba tantísimo que, si no la hubiera permitido, habrían tenido su propia representación fuera de la iglesia; y, libres de su vigilancia, se habría convertido en algo por completo indecente. Además, a quienes más les gustaba era a los monjes que tomaban parte en la representación. Disfrazarse y simular ser otra persona, así como actuar de manera afrentosa, rayando incluso en el sacrilegio, parecía proporcionarles una especie de desahogo debido, con toda probabilidad, a que, en su vida real, se comportaban con una gran solemnidad.

Antes de la representación, se celebró uno de los oficios sagrados habituales, que el sacristán procuró que fuese corto. Luego, Philip hizo un breve relato de la vida ejemplar de san Adolfo y de sus milagrosas obras; tras lo cual tomó asiento entre el público y se dispuso a ver la representación.

De detrás de la mampara izquierda, salió una figura grande vistiendo lo que en un principio pareció una indumentaria informe y de gran colorido; pero que, observada de más cerca, se veía que estaba formada por trozos de tela de vistosos colores, enrollada a la figura y sujeta con alfileres. El hombre tenía la cara pintada y llevaba un abultado saco de dinero. Se trataba del bárbaro rico. Ante su atavío, hubo un murmullo de admiración, que se convirtió en grandes risas al reconocer la gente al actor que había detrás del disfraz. Era el hermano Bernard, el gordo cocinero a quien todos conocían y querían.

Desfiló varias veces arriba y abajo para que todo el mundo pudiera admirarlo, y se abalanzó sobre los chiquillos que se encontraban en primera fila, provocando grititos de terror. Luego, se arrastró hasta el altar, mirando sin cesar en derredor como para asegurarse de que estaba solo, y colocó el saco del dinero detrás de él.

Se volvió hacia el público y, mirando de soslayo, dijo en voz alta:

Esos locos de cristianos temerán robarme mi plata porque se imaginan que está bajo la protección de san Adolfo. ¡Ja, ja!

Dicho esto, se retiró tras la mampara.

Por el lado contrario, entró un grupo de proscritos vestidos de harapos, enarbolando espadas de madera y hachas, con las caras tiznadas con una mezcla de hollín y tiza. Recorrieron la nave con aire bravucón, hasta que uno de ellos vio el saco del dinero detrás del altar. Se produjo entonces una discusión. ¿Lo robarían o no? El Buen Proscrito alegaba que, con toda seguridad, les daría mala suerte. El Proscrito Malo decía que un santo muerto no podía hacerles daño. Al final, cogieron el dinero y se sentaron en un rincón para contarlo.

Volvió a entrar el bárbaro, buscó por doquier sus caudales y sufrió un ataque de furia. Se acercó a la tumba de san Adolfo, y lo maldijo por no haber protegido su tesoro.

De repente el santo se alzó de su tumba.

El bárbaro se sintió sobrecogido de terror. San Adolfo, ignorándole por completo, se acercó a los proscritos. En actitud dramática, los fulminó uno tras otro con sólo apuntarles con el dedo. Todos ellos simularon los angustiosos espasmos de la muerte, rodando por el suelo, retorciendo sus cuerpos de manera grotesca y haciendo muecas espantosas.

El santo perdonó tan sólo al Buen Proscrito, el cual volvió a poner el dinero detrás del altar.

¡Guardaos quienes de entre vosotros oséis dudar del poder de san Adolfo! dijo entonces el santo volviéndose hacia el público.

Y con ello concluyó la representación.

La audiencia vitoreó y aplaudió. Los actores permanecieron unos momentos en la nave sonriendo con timidez. El propósito del drama era, por supuesto, la moraleja; pero Philip sabía que con lo que más había disfrutado la gente había sido con las extravagancias, la furia del bárbaro y las angustias de muerte de los proscritos. Cuando concluyeron los aplausos, Philip se puso en pie y anunció que las carreras comenzarían en breve en los pastos, junto a las márgenes del río.

Aquel fue el día en que Jonathan, a sus cinco años, descubrió que, después de todo, no era el corredor más rápido de Kingsbridge. Participó en la carrera infantil vistiendo su hábito de monje hecho a medida, provocando grandes risas al sujetárselo a la cintura y correr enseñando sus diminutos calzoncillos. Sin embargo, estuvo compitiendo con niños mayores que él y terminó entre los últimos. Su expresión al darse cuenta de que había perdido era tan asombrada y decepcionada que Tom se sintió dolido por él y lo cogió en brazos para consolarle.

Entre Tom y el huérfano del priorato se había establecido una relación especial que se iba fortaleciendo poco a poco sin que a nadie en la aldea se le ocurriera pensar que podía haber una razón especial para ello. Tom pasaba todo el día en el interior del recinto del priorato, por el que Jonathan correteaba con toda libertad, así que era inevitable que se viesen de continuo. Tom estaba en esa edad en que los hijos son demasiado crecidos para hacer gracias, pero todavía no le han dado nietos, por lo que a veces sienten un cariñoso interés hacia los niños de otros. Por lo que Tom podía saber, a nadie se le había ocurrido jamás que él fuera el padre de Jonathan. Lo que a veces sospechaba la gente era, más bien, que el verdadero padre del chico fuese Philip. Era una suposición mucho más natural, aún cuando el monje se hubiera mostrado sin duda horrorizado si hubiese sido tal cosa.

Jonathan descubrió a Aarón, el hijo mayor de Malachi, y se fue a jugar con su amigo escurriéndose de los brazos de Tom, sin darse cuenta de su decepción.

Mientras tenía lugar la carrera de los aprendices, Philip se acercó y se sentó sobre la hierba junto a Tom. Era un día soleado y caluroso. En la afeitada cabeza de Philip, brillaba el sudor. La admiración que Tom sentía por el prior aumentaba año tras año. Al mirar a su alrededor y ver a los jóvenes corriendo su carrera, a la gente mayor dormitando a la sombra y a los niños chapoteando en el río, pensaba que era Philip quien mantenía la armonía de todo ello. Gobernaba la aldea impartiendo justicia, decidiendo dónde habrían de construirse nuevas casas y terminando con las disputas. También daba trabajo a la mayoría de los hombres y a muchas mujeres, ya fuera trabajando en la construcción o como sirvientes del priorato. Y administraba el propio priorato, que era el corazón palpitante de toda aquella organización. Alejó a los barones rapaces, negoció con el monarca y mantuvo a raya al obispo. Todas aquellas gentes bien alimentadas, que disfrutaban tumbadas al sol, debían en cierto modo su prosperidad a Philip. El propio Tom era el ejemplo más patente. Tenía pleno conocimiento de la profunda clemencia de Philip al perdonar a Ellen. Era algo muy meritorio en un monje perdonar lo que ella hizo. Y significaba mucho para Tom. Al irse ella, su gozo de construir la catedral se había visto empañado por la soledad. Y ahora que Ellen había vuelto se sentía bien en todos los aspectos. Ella seguía siendo testaruda, irritante, presuntuosa e intolerante; pero, en el fondo, esas cosas carecían de importancia. Dentro de Ellen había una pasión que ardía como la vela en una linterna e iluminaba su vida.

Tom y Philip seguían la carrera, en la que los zagales andaban con las manos.

Ese muchacho es excepcional observó Philip.

Desde luego no son muchos los que son capaces de ir tan deprisa sobre las manos reconoció Tom.

Philip se echó a reír.

Desde luego Pero no estaba pensando en sus habilidades acrobáticas.

Lo sé.

Hacía tiempo que, para Tom, la inteligencia de Jack había sido motivo tanto de satisfacción como de pena. El mozo mostraba una vívida curiosidad por todo lo relacionado con la construcción, algo de lo que siempre careció Alfred. Tom disfrutaba enseñándole los trucos del oficio. Pero Jack no tenía la virtud del tacto, y solía discutir con sus mayores. Muchas veces era preferible disimular la propia superioridad, cosa que el muchacho todavía no había aprendido. Ni siquiera al cabo de años de sufrir la persecución de Alfred.

El chico debería recibir una formación prosiguió diciendo Philip.

Tom frunció el ceño. Ya la estaba recibiendo. Era aprendiz.

¿Qué queréis decir?

Que debería aprender a escribir con buena caligrafía y a estudiar la gramática latina, así como a leer a los antiguos filósofos.

Tom se mostró todavía más desconcertado.

¿Para qué? Va a ser albañil.

Philip lo miró de frente.

¿Estás seguro? dijo. Es un chico que nunca hace lo que se espera que haga.

Tom jamás había pensado en aquello. Había jóvenes que burlaban todas las esperanzas. Hijos de condes que se negaban a luchar, hijos de reyes que ingresaban en monasterios, bastardos de campesinos que llegaban a obispos. Era verdad, Jack respondía a ese tipo.

Bueno, ¿qué pensáis vos que hará? preguntó.

Depende de lo que aprenda contestó Philip. Pero lo quiero para la Iglesia.

Tom quedó sorprendido. Jack podía parecer todo menos clérigo.

Su padrastro se sintió herido en cierto modo. Esperaba que Jack llegara a ser maestro albañil, y se sentiría decepcionadísimo si eligiera otro derrotero.

Philip no se dio cuenta de lo infeliz que Tom se sentía.

Dios necesita que trabajen para él los jóvenes mejores y más inteligentes. Mira a esos aprendices, compitiendo para ver quién salta a mayor altura. Todos ellos son capaces de ser carpinteros, albañiles o canteros. ¿Pero cuántos pueden ser obispos? Sólo uno Jack continuó Philip.

Tom pensó que eso era verdad. Si Jack tuviera la oportunidad de hacer carrera en la Iglesia, con un patrón tan poderoso como Philip, probablemente la aceptaría, porque ello representaría muchas mayores riquezas y poder de los que podía esperar como albañil.

¿Qué deseáis que haga, con exactitud? preguntó Tom reacio.

Quiero que Jack sea monje novicio.

¡Monje!

Aquello parecía menos adecuado todavía para Jack que el sacerdocio. Si el muchacho se burlaba de la disciplina que se imponía en la construcción, ¿cómo iba a ser posible que aceptase la regla monástica?

Pasaría la mayor parte del tiempo estudiando dijo Philip. Aprendería todo cuanto nuestro maestro de novicios pueda enseñarle y yo mismo le daría clases.

Cuando un muchacho se hacía monje, era norma habitual que los padres entregaran una generosa donación al monasterio. Tom se preguntaba cuánto le costaría lo que le estaba proponiendo.

Philip le adivinó el pensamiento.

No esperaría que hicieses una donación al priorato le atajó. Será suficiente con que des un hijo a Dios.

Lo que Philip no sabía era que Tom ya había dado un hijo al priorato, el pequeño Jonathan, que en esos momentos estaba chapoteando a la orilla del río, con su hábito subido y atado a la cintura. Sin embargo, Tom sabía que sobre aquello tenía que dominar sus propios sentimientos. La oferta de Philip era generosa; resultaba evidente que quería a Jack en el monasterio. Aquella propuesta representaba una magnífica oportunidad para el joven. Cualquier padre habría dado el brazo derecho por impulsar a su hijo a esa carrera. Tom sintió un atisbo de resentimiento ante el hecho de que tan maravillosa oportunidad se la ofrecieron a su hijastro en lugar de a su propio hijo, Alfred. Semejante sentimiento era mezquino y lo alejó de sí. Debería sentirse contento y alentar a Jack, con la esperanza de que el zagal aprendiera a adaptarse al régimen monástico.

Habría de hacerse pronto apremió Philip. Antes de que se enamore de alguna muchacha.

Tom asintió. La carrera que las mujeres estaban celebrando a través de la pradera, llegaba a su punto culminante. Tom las seguía con la vista mientras reflexionaba. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que Ellen iba en cabeza. Aliena corría pegada a sus talones; pero cuando llegaron a la línea de meta, Ellen todavía iba algo más adelantada. Alzó las manos con gesto victorioso.

Tom se la señaló a Philip.

No es a mí a quien hay que convencer le dijo. Es a ella.

Aliena quedó sorprendida al verse derrotada por Ellen, la cual era muy joven para ser madre de un chico de diecisiete años; pero aún así tenía al menos diez años más que ella. Se sonrieron la una a la otra mientras seguían en pie, jadeantes y sudorosas junto a la línea de meta. Aliena se dio cuenta de que Ellen tenía unas piernas morenas, delgadas y musculosas y un cuerpo macizo. Todos aquellos años viviendo en el bosque la habían vigorizado.

Jack acudió a felicitar a su madre por la victoria. Aliena pudo percibir que entre ellos existía un gran cariño. No se parecían en nada. Ellen era una trigueña atezada, con ojos hundidos, de un castaño dorado; mientras que Jack era pelirrojo con ojos verdes. Debe parecerse a su padre, pensó Aliena. Jamás se había dicho nada acerca del padre de Jack, el primer marido de Ellen. Tal vez se sintieran avergonzados de él.

Mientras observaba a los dos, a Aliena se le ocurrió que Jack debía traer a la memoria de Ellen el marido que había perdido. Acaso fuera ese el motivo de que lo quisiera tanto. Tal vez el hijo fuera, en definitiva, lo único que le quedaba de un hombre al que hubiese adorado. Una semejanza física podía representar, en ese sentido, un poder inmenso. Richard, el hermano de Aliena, le recordaba a veces a su padre, por una mirada o un gesto, y era entonces cuando experimentaba un mayor impulso afectivo, aunque eso no le impedía desear que Richard se semejara más a su padre en el carácter. Sabía que no debería sentirse insatisfecha respecto a Richard. Había ido a la guerra y luchado con bravura, y eso era cuanto se requería de él. Pero, en aquellos días, Aliena se sentía insatisfecha en grado sumo. Tenía dinero y seguridad, un hogar y sirvientes, ricos vestidos y preciosas joyas, y era respetada en el pueblo. Si alguien se lo preguntara diría que era feliz. Sin embargo, por debajo de todas esas cosas se deslizaba una corriente de inquietud. Nunca perdía su entusiasmo por el trabajo; pero algunas mañanas se preguntaba si podía tener importancia el traje que se pusiera o si se adornara con joyas. Si a nadie le importaba su aspecto, ¿por qué habría de importarle a ella? Y lo que resultaba paradójico, era que, al mismo tiempo, tenía cada vez una mayor conciencia de su cuerpo. Cuando caminaba sentía moverse sus senos. Cuando acudía a la playa de las mujeres, a orillas del río para bañarse, se sentía incómoda por su abundante vello. Al cabalgar sobre su caballo, percibía las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la silla. Resultaba muy peculiar. Era como si hubiera un mirón atisbando en cada momento, intentando mirar a través de su indumentaria para verla desnuda, y que ese mirón fuera ella misma. Estaba invadiendo su propia intimidad.





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