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Capítulo Dieciséis 49




Gilbert ha matado más hombres que yo declaró santiguándose.

No hay muchos como él para que pueda permitirme perder un hombre así en una trifulca con un condenado monje dijo William con amargura. Y no hablemos de los caballos.

¡Vaya sorpresa! comentó Walter. Esa gente ha ofrecido más resistencia que los rebeldes de Robert de Gloucester.

William meneó la cabeza asqueado.

No lo entiendo dijo mirando los cuerpos que había alrededor. ¿Por qué diablos creían que luchaban?


 

Capítulo Nueve

Poco antes del amanecer, cuando la mayoría de los hermanos se encontraban en la cripta para el oficio de prima, sólo quedaban dos personas en el dormitorio, Johnny, que barría en un extremo de la larga habitación, y Jonathan, que se hallaba en el otro, jugando a la escuela.

El prior Philip se detuvo en la puerta y se quedó observando a Jonathan. Tenía ya casi cinco años, era un chiquillo despierto y decidido, con una seriedad infantil que encantaba a todos. Johnny aún seguía vistiéndole con un hábito de monje en miniatura. Aquel día Jonathan imitaba al maestro de novicios dando clase ante una imaginaria hilera de alumnos. ¡Eso está mal, Godfrey!, decía con gran severidad ante el banco vacío. No habrá comida para ti si no te aprendes los veleros. Quería decir los verbos. Philip sonrió con cariño. No habría podido querer más a un hijo. Jonathan era la única cosa en su vida que le producía la más pura alegría.

El niño correteaba por el priorato como un cachorro, mimado y consentido por todos los monjes. Para la mayoría de ellos era como un cachorrillo, algo con lo que jugar. Para Philip y Johnny era algo más. Johnny lo quería como una madre; y Philip, a pesar de que trataba de ocultarlo, se sentía como el padre del rapaz. Él mismo había sido educado, desde muy pequeño, por un bondadoso abad, y le parecía lo más natural del mundo desempeñar idéntico papel con Jonathan. No le hacía cosquillas ni le perseguía como los monjes, pero le contaba historias de la Biblia, jugaba con él a contar y vigilaba a Johnny.

Entró en la habitación y, después de sonreír a Johnny, se sentó en el banco con los imaginarios escolares.

Buenos días, padre dijo Jonathan con tono solemne. Johnny le había enseñado a mostrarse muy cortés.

¿Te gustaría ir a la escuela? le preguntó Philip.

Ya sé latín fanfarroneó Jonathan.

¿De veras?

Sí. Escucha, Omnius pluvius buvius tuvius nomine patri amén.

Philip procuró no reírse.

Eso suena como latín, pero no lo es del todo. El maestro de novicios, el hermano Osmund, te enseñará a hablarlo con toda corrección.

Jonathan se había quedado un poco desanimado al descubrir que, después de todo, no sabía latín.

Bueno, pero puedo correr deprisa. Y todavía más deprisa. ¡Mira!

Recorrió a toda velocidad la habitación de un extremo al otro.

¡Formidable! elogió Philip. ¡Eso sí que es correr!

Sí y todavía puedo hacerlo más rápido.

Ahora no le dijo Philip. Escúchame un momento. Voy a estar fuera durante un tiempo.

¿Volverás mañana?

No, no tan pronto.

¿La semana que viene?

No. Tampoco la semana que viene.

Jonathan parecía desconcertado. No podía concebir el tiempo más allá de una semana. Y aún había otro misterio.

Pero ¿por qué?

Tengo que ver al rey.

¡Ah! Aquello tampoco significaba gran cosa para Jonathan.

Y, mientras estoy fuera, me gustaría que fueses a la escuela. ¿Te gustaría a ti?

¡Sí!

Tienes casi cinco años. La semana próxima es tu cumpleaños. Viniste a nosotros el primer día del año.

¿De dónde vine?

De Dios. Todas las cosas vienen de Dios.

Jonathan sabía que aquello no era una contestación.

Pero ¿dónde estaba antes? insistió.

No lo sé.

Jonathan frunció el ceño, lo cual resultaba extraño en un rostro tan joven y despreocupado.

Tengo que haber estado en alguna parte.

Philip comprendió que llegaría un día en que alguien tendría que decirle a Jonathan cómo nacían los bebés. Hizo una mueca ante aquella idea. Bien, por fortuna, todavía no era tiempo. Cambió de tema.

Mientras esté fuera, quiero que aprendas a contar hasta cien.

Puedo contar dijo Jonathan. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quincie, dieséis, diesiete

No está mal aprobó Philip. Pero el hermano Osmond te enseñará más. En clase has de permanecer sentado, muy quieto, y hacer todo lo que él te diga.

¡Voy a ser el mejor de la escuela! se jactó el chaval.

Ya lo veremos.

Philip se quedó mirándolo un momento más. Estaba fascinado por la forma en que se desarrollaba el chiquillo, de cómo aprendía cosas y de las fases por las que pasaba. Era curiosa esa continua insistencia en querer hablar latín, o contar, o correr mucho. ¿Acaso era un preludio necesario para un saber auténtico? Debía responder sin duda a algún propósito en el plan de Dios. Y llegaría día en que Jonathan se convertiría en un hombre. ¿Cómo sería entonces? La idea despertó la impaciencia de Philip porque Jonathan creciera. Pero eso tardaría tanto como la construcción de la catedral.

Pues entonces dame un beso y dime adiós le pidió Philip.

Jonathan levantó la cara y Philip le besó en la suave mejilla.

Adiós, padre dijo Jonathan.

Adiós, hijo mío repuso Philip. Luego apretó con afecto el brazo de Johnny y se marchó.

Los monjes estaban ya saliendo de la cripta y se encaminaban al refectorio. Philip anduvo en sentido contrario y entró en la cripta para orar por el éxito de su misión.

Sintió que se le rompía el corazón cuando le notificaron lo ocurrido en la cantera. ¡Habían matado a cinco personas, entre ellas una pobre chiquilla! Se refugió en su habitación y lloró como un niño. Cinco miembros de su rebaño asesinados por William Hamleigh y su manada de bestias. Philip los había conocido a todos. Harry de Shiring que había sido un día el cantero de Lord Percy, Otto, el hombre de rostro atezado que estuvo al frente de la cantera desde sus comienzos; Mark, el apuesto hijo de Otto, su mujer, Alwen, que en los atardeceres tocaba canciones con los cencerros de las ovejas, y la pequeña Norma, la nieta de siete años de Otto y la niña de sus ojos. Gente trabajadora, de buen corazón y temerosa de Dios, que habían tenido derecho a esperar de sus señores paz y justicia. William los había matado como un zorro mata pollitos. Era algo que hacía llorar a los ángeles.

Philip había llorado por ellos, y luego había ido a Shiring a pedir justicia. El sheriff se había negado en redondo a ejercer acción alguna.

Lord William tiene un pequeño ejército ¿cómo podría arrestarle? había dicho el sheriff Eustace. El rey necesita caballeros para luchar contra Maud ¿qué diría si encarcelara a uno de sus mejores hombres? Si culpara de asesinato a William, sus caballeros me matarían de inmediato o, más adelante, el rey Stephen ordenaría que me colgasen por traidor.

Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia.

Luego, el sheriff le comunicó que William había presentado una denuncia oficial referente al mercado de Kingsbridge.

Era absurdo que William quedara impune por asesinato y, además, le acusara por un tecnicismo. Se sentía impotente. Bien era verdad que no tenía permiso para instalar un mercado y que infringía la ley desde un punto de vista estricto. Pero no podía estar equivocado. Era el prior de Kingsbridge. Lo único que tenía era su autoridad moral. William podía reunir un ejército de caballeros. El obispo Waleran podía recurrir a sus contactos en las altas esferas, el sheriff podía alegar la autoridad real. Pero todo cuanto Philip tenía en su mano era decir: esto está bien y esto está mal. Y, si intentara cambiar la situación, se encontraría realmente indefenso. De manera que ordenó que se suspendiera el mercado.

Aquello lo dejó en una posición desesperada.

Las finanzas del priorato habían mejorado de forma espectacular gracias, por una parte, al más estricto control y, por otra, a las ganancias, siempre en alza, procedentes del mercado y de la cría de ovejas. Pero Philip gastaba siempre hasta el último penique en la construcción, y había obtenido fuertes préstamos de los judíos de Winchester, los cuales todavía se hallaban pendientes de pago. Y ahora, de golpe y porrazo, había perdido su suministro de piedra libre de costos, se habían acabado sus ingresos del mercado y era más que probable que sus trabajadores voluntarios, muchos de los cuales acudían principalmente por el mercado, empezaran a disminuir. Tendría que despedir por un tiempo a la mitad de los constructores, y abandonar la esperanza de que la catedral fuese acabada cuando él estuviera todavía con vida. No estaba dispuesto a aceptarlo.

Se preguntaba si aquella crisis sería culpa suya. ¿Había tenido, tal vez un exceso de confianza? ¿Se mostró más ambicioso de lo debido? El sheriff Eustace le dio a entender algo semejante: Sois demasiado grande para vuestras botas, Philip, le había dicho malhumorado. Dirigís un pequeño monasterio, sois un insignificante prior. Pero queréis gobernar al obispo, al conde y al sheriff. Bien, pues no podéis. Somos demasiado poderosos para vos. Lo único que hacéis es crear dificultades.

Eustace era un hombre feo, de dientes desiguales y con un ojo estrábico. Vestía una sucia túnica amarilla. Pero, por poco respetable que fuera, sus palabras hirieron profundamente a Philip. La conciencia le decía que los canteros no habrían muerto si él no se hubiera ganado la enemistad de William Hamleigh. Pero no podía hacer otra cosa que ser enemigo de William. Si renunciara, sería mayor aún el número de personas que sufrirían, gente como el molinero a quien William había matado, o la hija del siervo a quien él y sus caballeros habían violado. Philip tenía que seguir en la brecha.

Y ello significaba que tenía que ir a ver al rey.

Le desagradaba en extremo la idea. Ya lo había visitado en una ocasión, en Winchester, hacía cuatro años, y aún cuando había obtenido lo que quería, se sintió incomodísimo en la corte real. El rey estaba rodeado de gentes sin escrúpulos, y muy astutas, que andaban a empellones por lograr su atención y se disputaban sus favores. Philip los encontró a todos despreciables. Intentaban lograr una riqueza y una posición que no merecían. No llegaba a comprender bien el juego que practicaban en su mundo, pues consideraba que la mejor manera de obtener algo era procurar merecerlo, y no adular al donante. Pero, en aquel momento, no le quedaba otra alternativa que entrar en ese mundo y practicar aquel juego. Tan sólo el rey podía conceder a Philip el permiso para tener un mercado. Sólo el rey podía ya salvar la catedral.

Terminó sus rezos y abandonó la cripta. Estaba saliendo el sol. Los muros grises de la catedral a medio edificar aparecían bañados por una tonalidad rosada. Los constructores que trabajaban desde que apuntaba el sol hasta que se ponía, comenzaban ya la faena. Abrían sus viviendas, afilaban sus herramientas y se ponían a mezclar la argamasa. La pérdida de la cantera aún no había afectado a la construcción. Desde el principio, habían estado sacando sin cesar más piedras de las que utilizaban y disponían de unas existencias que les durarían durante muchos meses.

Había llegado el momento en que Philip debía partir. El rey se encontraba en Lincoln. Philip tendría un compañero de viaje, el hermano de Aliena, Richard. Después de luchar durante un año como escudero, el rey lo había nombrado caballero. Había vuelto a casa a equiparse de nuevo y, en aquellos momentos, iba a incorporarse otra vez al ejército real.

A Aliena le había ido asombrosamente bien como mercader de lana. Ya no vendía su lana a Philip, sino que trataba directamente con los compradores flamencos. En realidad, ese mismo año había querido adquirir toda la producción de vellón al priorato. Habría pagado algo menos que los flamencos; pero Philip hubiera recibido el dinero antes. El prior lo había rechazado. Sin embargo era un signo de su éxito que hubiera podido hacer siquiera la oferta.

En aquellos momentos se encontraba en la cuadra con su hermano, como pudo ver Philip al dirigirse hacia allí. Se había congregado buen número de gente para decir adiós a los viajeros. Richard se encontraba montado en un caballo de guerra castaño, que debía de haber costado a Aliena veinte libras por lo menos. Se había convertido en un joven apuesto, de espaldas anchas. Sus rasgos perfectos quedaban algo empañados por una fea cicatriz en la oreja derecha, tal vez, pensaban todos, a causa de un accidente de esgrima. Llevaba una espléndida indumentaria en rojo y verde, e iba armado con una espada nueva, lanza, hacha de combate y daga. Su equipaje se hallaba sobre un segundo caballo que llevaba de la rienda. Lo acompañaban dos hombres de armas, montando corceles, y un escudero sobre una vigorosa jaca.

Aliena se encontraba hecha un mar de lágrimas. Philip no podría decir con exactitud si estaba triste de ver a su hermano partir, orgullosa de su magnífico aspecto o temerosa de que acaso no volviera. Tal vez las tres cosas. Algunos de los aldeanos habían acudido a decirle adiós, incluidos la mayoría de los jóvenes y muchachos. Sin duda Richard era su héroe. También se encontraban allí todos los monjes para desear a su prior un buen viaje.

Los mozos de cuadra llevaron los caballos. Un palafrén ensillado para Philip y una jaca cargada con su modesto equipaje, casi todo comida. Los constructores dejaron sus herramientas y se acercaron hasta allí, con el barbudo Tom y su pelirrojo hijastro a la cabeza. Como era de rigor, Philip abrazó a Remigius, el sub-prior, y se despidió con mayor afecto de Milius y Cuthbert. Luego montó en el palafrén. Pensó con tristeza que, durante cuatro semanas, habría de permanecer todo el día sentado en aquella dura silla. Desde allí arriba, bendijo a todos. Los monjes, los constructores y los aldeanos agitaban las manos y les deseaban buen viaje mientras él y Richard atravesaban juntos las puertas del priorato. Bajaron por la angosta calle y atravesaron la aldea saludando a quienes acudían a verlos marchar. Luego los cascos resonaron sobre el puente de madera y, por último, enfilaron el camino a través de los campos. Poco después, al mirar Philip por encima del hombro, vio el sol naciente brillando a través del hueco de la ventana en el extremo oriental, a medio construir, de la nueva catedral. Si fracasaba en su misión, tal vez nunca llegaría a terminarse. Después de cuanto había pasado para llegar a aquel punto, ahora no podía soportar la idea de la derrota. Giró la cabeza y se concentró en el camino que tenía por delante.

La ciudad de Lincoln se alzaba sobre una colina. Philip y Richard llegaban a ella por la parte sur, por una antigua y concurrida calle llamada Ermine Street. Incluso desde aquella distancia, podían ver las torres de la catedral y las almenas del castillo. Pero se encontraban todavía a tres o cuatro millas cuando se hallaron de pronto con una puerta de la ciudad. Los suburbios deben ser extensos, se dijo. Y la población debe contarse por miles.

Lincoln había sido tomada en Navidad por Ranulf de Chester, el hombre más poderoso del norte de Inglaterra, y pariente de la emperatriz Maud. Después, el rey Stephen se había apoderado de nuevo de la ciudad; pero las fuerzas de Ranulf seguían atrincheradas en el castillo. A medida que se acercaban, Philip y Richard se enteraron de que la ciudad se encontraba en una posición desusada al tener a dos ejércitos rivales acampados dentro de sus murallas.

Philip no había hablado gran cosa con Richard durante las cuatro semanas que cabalgaban juntos. El hermano de Aliena era un joven airado, que odiaba a los Hamleigh y estaba empecinado en tomar venganza. Y hablaba como si los sentimientos de Philip fueran idénticos. Sin embargo, había una diferencia. Philip aborrecía a los Hamleigh por lo que hacían a sus vasallos, consideraba que el mundo sería un lugar mejor si se viera libre de ellos. Richard no se sentiría a gusto consigo mismo hasta que no hubiera derrotado a los Hamleigh. Su motivo era del todo egoísta.

Físicamente, Richard era fuerte y valiente, siempre dispuesto a luchar; pero en otros aspectos, era un ser débil. Confundía a sus hombres de armas tratándolos a veces en plan de igualdad, mientras en otras ocasiones les daba órdenes como a sirvientes. En las tabernas intentaba causar impresión pagando cerveza a los forasteros. Pretendía conocer el camino cuando en realidad no estaba seguro, y había llegado a hacer que el grupo se desviara en ciertos momentos porque no era capaz de admitir que había cometido una equivocación. Cuando llegaron a Lincoln, Philip ya sabía que Aliena valía diez veces más que su hermano.

Pasaron junto a un gran lago lleno de barcos. Luego, al pie de la colina, atravesaron el río que constituía el límite sur de la propia ciudad. Era evidente que el medio de vida de Lincoln estaba en las embarcaciones. Junto al puente, había un mercado de pescado. Atravesaron otra puerta con centinela. Habían dejado atrás los suburbios caóticos y penetraron en la bulliciosa ciudad. Delante de ellos, una calle angosta, increíblemente concurrida, ascendía empinada hasta la cima del monte. Las casas, prácticamente pegadas unas a otras a cada lado de la calle, estaban construidas casi todas de piedra, al menos en parte, señal inconfundible de considerable riqueza. La colina era tan empinada, que la mayoría de las casas tenían su piso principal, varios pies por encima del nivel del suelo en un extremo, mientras que el otro se encontraba por debajo de la superficie. La zona de la parte baja del extremo del declive se hallaba ocupada invariablemente por un taller de artesano o una tienda. Los únicos espacios abiertos eran los cementerios junto a las iglesias, y en cada uno de ellos había un mercado, de grano, de aves de corral, de lana, de cuero o de otras cosas. Philip y Richard, con su séquito, se abrieron camino a duras penas a través de la densa muchedumbre de ciudadanos, hombres de armas, animales y carretas. Philip descubrió asombrado que, a sus pies, había piedras. ¡Toda la calle estaba empedrada! Cuánta riqueza debe de haber aquí, se dijo, para cubrir el suelo de piedra como en una catedral o un palacio. El suelo seguía estando resbaladizo por los desperdicios y los excrementos de los animales, pero era muchísimo mejor que el río de barro en que se transformaban en invierno las calles de casi todas las ciudades.

Llegaron a la cima de la colina y pasaron por otra puerta. Habían penetrado en el corazón de la ciudad, y el ambiente cambiaba de repente. Reinaba una mayor tranquilidad, aunque muy tensa. Inmediatamente a su izquierda se encontraba la entrada al castillo. La gran puerta reforzada con hierro que daba acceso al pasaje abovedado, se encontraba herméticamente cerrada. Detrás de las ventanas, estrechas y alargadas como flechas, se movían sombras difusas: centinelas enfundados en armaduras patrullaban en lo alto de las murallas. Los débiles rayos de sol centelleaban en sus bruñidos cascos. Philip observó sus idas y venidas. No hablaban entre sí, no bromeaban o reían, ni se inclinaban sobre la balaustrada para silbar a las jóvenes que pasaban. Permanecían ojo avizor erguidos y temerosos.

A la derecha de Philip, a no más de un cuarto de milla de la puerta del castillo, se alzaba la fachada oeste de la catedral. Philip descubrió al punto que, pese a su proximidad a la fortaleza, la había ocupado el cuartel general de los ejércitos del rey. Una hilera de centinelas cerraba el paso a la angosta calle que conducía a la iglesia a través de las casas de los canónigos. Detrás de los guardias, caballeros y hombres de armas entraban y salían a través de las tres puertas de la catedral. El cementerio se había convertido en un campamento del ejército; con tiendas, hogueras para cocinar y caballos pastando en el tepe[5]. Allí no había edificios monásticos. De la catedral de Lincoln no se ocupaban los monjes sino unos sacerdotes, llamados canónigos, que vivían en casas urbanas corrientes cerca de la iglesia.

El espacio entre la catedral y el castillo se hallaba vacío, salvo por la presencia de los recién llegados. Philip se dio cuenta de que toda la atención estaba concentrada en ellos, tanto la de los guardias que se encontraban del lado del rey como la de los centinelas que guardaban las murallas opuestas. Atravesaban tierra de nadie, entre dos campos armados. Tal vez el lugar más peligroso de Lincoln. Miró en derredor y vio que Richard y los otros se habían puesto ya en marcha. Los siguió presuroso.

Los centinelas del rey les hicieron pasar de inmediato. Richard era bien conocido. Philip contempló admirado la fachada oeste de la catedral. Tenía un arco principal altísimo, y otros arcos a cada lado, la mitad del tamaño del central pero, aún así, asombrosos. Parecía el camino al cielo. En cierto modo, lo era. Philip decidió al punto que quería arcos altos en la fachada oeste de la catedral de Kingsbridge.

Un escudero se hizo cargo de los caballos. Philip y Richard atravesaron el campamento y entraron en la catedral. Estaba más atestada en el interior que fuera. Las naves laterales habían sido convertidas en cuadras, y centenares de caballos se encontraban atados a las columnas de la arcada. Hombres armados pululaban entre fuegos de campamento. Algunos hablaban inglés, otros francés y unos pocos flamenco, la lengua gutural de los mercaderes de lana de Flandes. En general, los caballeros se encontraban allí dentro y los hombres de armas en el exterior. Philip se entristeció al ver a varios de los ocupantes jugando al Nine Men's Morris [6] por dinero; y todavía se sintió más conturbado ante la presencia de algunas mujeres con ropa demasiado escasa para ser invierno, y que parecían coquetear con los hombres, como si se tratase de pecadoras o incluso, Dios no lo quisiera, prostitutas.

Para evitar mirarlas, levantó la vista al techo. Era de madera y se hallaba bellamente pintado de resplandecientes colores. Pero corría un terrible peligro de incendio con todas aquellas gentes cocinando en la nave. Siguió a Richard a través de la muchedumbre. El joven parecía estar allí a sus anchas y sentirse confiado y seguro de sí mismo. Saludaba a los caballeros tanto como a los barones y a los lores.

El crucero y el extremo este de la catedral habían sido acordonados. Al parecer, este último había quedado reservado para los sacerdotes. Como debía ser, pensó Philip. Y el crucero se había convertido en la vivienda del rey. Detrás de un cordón, había otra fila de guardias. A continuación, un gran número de cortesanos; luego, un círculo interior de condes y en el centro el rey Stephen, sentado en un trono de madera. El monarca había envejecido desde la última vez que Philip le vio hacía ya cinco años, en Winchester. Tenía el hermoso rostro surcado por arrugas nacidas de la preocupación, y en su pelo leonado podían verse ya las canas. Además, había adelgazado durante el batallar de todo aquel año. Parecía mantener una amable discusión con sus condes, disintiendo sin acritud. Richard se acercó al círculo interior e hizo una profunda y ceremoniosa reverencia. El rey lo miró.

¡Richard de Kingsbridge! ¡Estoy muy contento de tu regreso! dijo con voz sonora al reconocerle.

Gracias, mi rey y señor contestó el joven caballero.

Philip se adelantó, se colocó junto a Richard y saludó de la misma manera ceremoniosa.

¿Has traído a un monje como escudero? le preguntó Stephen.

Todos los cortesanos rieron.

Es el prior de Kingsbridge, señor le informó Richard.

Stephen volvió a mirarlo y Philip pudo darse cuenta de que empezaba a recordar quién era.

Claro, claro. Conozco al prior Philip. Su tono no era tan cálido como al saludar a Richard. ¿Habéis venido a luchar a mi lado?

Los cortesanos rieron de nuevo.

Philip se sentía satisfecho de que el rey hubiera recordado su nombre.

Estoy aquí porque el trabajo de Dios para la reconstrucción de la catedral de Kingsbridge necesita ayuda urgente de mi rey y señor.

He de oír eso le interrumpió presuroso Stephen. Venid a verme mañana cuando tenga más tiempo.

Se volvió de nuevo hacia los condes y reanudó la conversación en voz más baja.

Richard hizo una reverencia y se retiró, imitado por el prior.

Philip no habló con el rey al día siguiente, ni tampoco al otro ni al otro.

La primera noche pernoctó en una cervecería, pero se sintió desazonado por el constante olor a carne asada y las risas de las mujeres de la vida. Por desgracia, en la ciudad no había monasterio alguno. En circunstancias normales, el obispo le habría ofrecido alojamiento. Pero el rey vivía en el palacio episcopal y todas las casas alrededor de la catedral se encontraban atestadas con los miembros de la corte de Stephen. La segunda noche, Philip salió de la ciudad, fue más allá del suburbio de Wigford, donde había un monasterio que tenía una casa para leprosos. Allí le dieron pan bazo y cerveza floja, un duro colchón sobre el suelo, silencio desde la puesta del sol hasta media noche, oficios sagrados en las primeras horas de la mañana y gachas claras sin sal de desayuno. Se sintió feliz.

Cada día, por la mañana temprano, iba a la catedral, llevando consigo la valiosa carta de privilegio dando al priorato derecho a sacar piedra de la cantera. Un día tras otro, el rey hacía la vista gorda ante su presencia. Cuando los demás peticionarios hablaban entre sí, discutiendo acerca de quién gozaba del favor real y quién no, Philip permanecía al margen.





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