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Capítulo Dieciséis 44




Por fin el alba rompió la noche, y una vez más se encaminó a la cripta, en esa ocasión para el oficio sagrado de prima. Los monjes estaban inquietos y excitados. Sabían que ese día era crucial para su futuro. El sacristán celebró presuroso el oficio y una vez más se lo perdonó Philip.

Cuando salieron de la cripta y enfilaron hacia el refectorio para desayunar ya era completamente de día y el cielo era de un azul límpido y despejado. Dios había enviado al fin el tiempo por el que habían orado. Era un buen comienzo.

Tom Builder sabía que ese día su futuro estaba en juego.

Philip le había mostrado la carta del prior de Canterbury. Tom estaba seguro de que si la catedral se construía en Shiring, Waleran contrataría a su propio maestro constructor. No querría utilizar un diseño aprobado por Philip y tampoco arriesgarse a emplear a alguien que acaso fuera leal al prior. Para Tom, era Kingsbridge o nada. Era la única oportunidad que jamás tendría de construir una catedral, y en esos momentos peligraba.

Le invitaron a asistir aquella mañana a capítulo con los monjes. Ello ocurría de vez en cuando. Por lo general se debía a que iban a tratar del programa de construcción y era posible que necesitaran de su experta opinión en temas como el diseño, el costo o los plazos de tiempo. Ese día iba a hacer los preparativos para dar trabajo a los voluntarios, si es que acudía alguno; quería que aquel lugar fuera un hervidero de actividad laboriosa y eficiente cuando llegara el obispo Henry.

Permaneció sentado pacientemente durante las lecturas y las oraciones, sin comprender las palabras latinas, pensando en sus planes del día. Finalmente Philip volvió de nuevo al inglés y le pidió que esbozara la organización del trabajo.

Yo me encontraré construyendo el muro este de la catedral y Alfred estará colocando las piedras de los cimientos empezó diciendo Tom. En ambos casos el objetivo es mostrar al obispo Henry lo adelantada que está la construcción.

¿Cuántos hombres necesitaréis para ayudaros? le preguntó Philip.

Alfred necesitará dos peones para que le lleven las piedras. Utilizará material de las ruinas de la iglesia vieja; también necesitará a alguien para que le mezcle la argamasa. Yo también necesitaré un mezclador de argamasa y dos peones. Alfred podrá utilizar piedras de cualquier forma siempre que estén lisas por arriba y por debajo, pero mis piedras deberán estar debidamente preparadas ya que serán visibles por encima del suelo, de manera que he traído conmigo de la cantera dos cortadores de piedra para que me ayuden.

Todo eso es muy importante para causar buena impresión al obispo Henry, pero la mayoría de los voluntarios estarán cavando para los cimientos dijo Philip.

Así es. Están marcados los cimientos de todo el presbiterio de la catedral y en la mayoría de ellos sólo se han cavado unos cuantos pies de profundidad. Los monjes deberán manejar el sistema de alzamiento. Ya he dado instrucciones al respecto a varios de ellos, y los voluntarios pueden llenar los baldes.

¿Qué pasará si llegan más voluntarios de los necesarios? preguntó Remigius.

Podemos dar trabajo a todos los que lleguen dijo Tom. Si no tenemos suficientes artilugios de alzamiento, la gente podrá sacar la tierra de las zanjas en cubos y cestos. El carpintero habrá de estar por allí para hacer más escalas; disponemos de la madera.

Pero hay un límite para el número de personas que puedan bajar a ese foso de los cimientos insistió Remigius.

Tom tenía la impresión de que Remigius sólo quería discutir.

Podrán bajar varios centenares. Es un foso inmenso dijo Tom malhumorado.

¿Hay que hacer algún otro trabajo además de cavar? le preguntó Philip.

Desde luego repuso Tom. Hay que acarrear madera y piedra desde la orilla del río hasta arriba, al emplazamiento. Los monjes habréis de aseguraros de que los materiales quedan apilados en los lugares adecuados del enclave. Las piedras habrán de colocarse junto a las zanjas de los cimientos pero fuera de la iglesia para que no entorpezcan el trabajo. El carpintero os dirá dónde habrá que poner la madera.

¿Carecerán todos los voluntarios de experiencia? preguntó Philip una vez más.

No forzosamente. Si nos llega gente de las ciudades es posible que haya algunos artesanos. Al menos así lo espero. Tendremos que descubrirlos y hacer uso de sus habilidades. Los carpinteros podrán construir viviendas para el trabajo invernal. Cualquier albañil puede cortar piedras y echar los cimientos. Si hubiera algún herrero podríamos ponerle a trabajar en la herrería de la aldea, haciendo herramientas. Toda esa clase de cosas serán de una tremenda utilidad.

Todo ha quedado bien claro dijo Milius, el tesorero. Me gustaría poner manos a la obra. Ya hay algunos aldeanos esperando a que se les diga lo que tienen que hacer.

Había algo más que Tom necesitaba decirles, algo importante aunque sutil, y trataba de encontrar las palabras adecuadas. Los monjes podían mostrarse arrogantes e indisponer a los voluntarios.

Tom quería que aquel día el trabajo fuera sobre ruedas y con alegría.

Yo ya he trabajado con voluntarios empezó diciendo. Es importante que no se los trate que no se los trate como a sirvientes. Podemos pensar que están trabajando para alcanzar una recompensa celestial y que, por lo tanto, trabajarán con más ahínco que si lo hicieran por dinero, pero no es forzoso que todos piensen así. Algunos creerán que están trabajando por nada y, por lo tanto, haciéndonos un gran favor, y si nos mostramos desagradecidos, trabajarán despacio y cometerán errores. Lo mejor será dirigirles con amabilidad.

Su mirada se encontró con la de Philip y observó que el prior reprimía una sonrisa, como si supiera los temores que se ocultaban bajo las palabras melifluas de Tom.

Bien dicho asintió Philip. Si les tratamos bien, se sentirán felices y a sus anchas, creándose así un buen ambiente que impresionará de manera positiva al obispo Henry. Miró en derredor a los monjes allí reunidos. Si no hay más preguntas, pongamos manos a la obra.

Bajo la protección del prior Philip, Aliena había disfrutado de un año de seguridad y prosperidad.

Todos sus planes se habían cumplido. Ella y Richard habían recorrido el distrito rural comprando lana a los campesinos durante toda la primavera y el verano, vendiéndosela a Philip tan pronto como tenían un saco de lana. Y habían dado fin a la temporada con cinco libras de plata.

Su padre había muerto unos días después de su visita, aunque no lo supo hasta Navidad. Localizó su tumba luego de gastar en sobornos gran parte de la plata tan duramente ganada en un cementerio de mendigos en Winchester; había llorado amargamente, no sólo por él sino también por la vida que habían pasado juntos, segura y libre de preocupaciones, una vida que nunca más volvería. En cierto modo, ya le había dicho adiós antes de que muriera. Cuando abandonó la prisión supo que jamás volvería a verle. Pero también, como quiera que fuese, se hallaba todavía con ella porque estaba ligada al juramento que le hiciera y se había resignado a pasar su vida cumpliendo su voluntad.

Durante el invierno, ella y Richard habían vivido en una pequeña casa adosada al priorato de Kingsbridge. Habían construido una carreta, comprando las ruedas al carretero de Kingsbridge, y en la primavera adquirieron un buey joven para arrastrarla. La temporada de esquilado estaba en esos momentos en pleno auge y ya habían ganado más dinero de lo que les había costado el buey y la nueva carreta. El próximo año tal vez pudiera contratar a un hombre que la ayudara y encontrar un puesto de paje para Richard en casa de alguien perteneciente a la pequeña nobleza para que pudiera empezar el aprendizaje de caballero.

Pero todo dependía del prior Philip.

Al ser una joven de dieciocho años que vivía por sí misma, seguían considerándola presa fácil todos los ladrones y también muchos comerciantes legales. Había intentado vender un saco de lana a los mercaderes de Shiring y Gloucester sólo para averiguar qué ocurriría, y en ambas ocasiones le habían ofrecido la mitad de su precio. En una ciudad nunca había más de un mercader, de manera que sabían que no tenía alternativa. Con el tiempo tendría su propio almacén y vendería todas sus existencias a los compradores flamencos. Pero eso aún quedaba muy lejos. Entretanto dependía de Philip.

Y, de pronto, la posición de Philip se había hecho precaria.

Aliena se mantenía en constante alerta frente al peligro de los proscritos y los ladrones, pero cuando todo parecía sobre ruedas, sufrió un inmenso sobresalto al verse amenazado inesperadamente su modo de ganarse la vida.

Richard no quería trabajar en Pentecostés para la construcción de la catedral, lo que a Aliena le pareció un gran desagradecimiento por su parte. Le obligó a aceptar y poco después de salir el sol ambos recorrieron las pocas yardas que les separaban del recinto del priorato. Casi toda la aldea se había concentrado allí, treinta o cuarenta hombres, algunos con sus mujeres e hijos. Aliena quedó sorprendida hasta que recordó que el prior Philip era su señor y que cuando el señor pedía voluntarios probablemente lo más prudente era acudir. Durante el año anterior había adquirido una nueva y sorprendente perspectiva de las vidas de la gente corriente.

Tom Builder estaba distribuyendo el trabajo entre los aldeanos. Richard se dirigió de inmediato a hablar con Alfred, el hijo de Tom; tenían casi la misma edad. Richard tenía quince años y Alfred alrededor de un año más, y todos los domingos jugaban a la pelota con los otros chicos de la aldea; también estaba allí la niña pequeña, Martha, pero la mujer, Ellen, y el muchacho de extraño aspecto, habían desaparecido, nadie sabía a dónde. Aliena recordó el día en que la familia de Tom llegó a Earlcastle. Por entonces estaban en la miseria. Fueron rescatados de ella por el prior Philip, al igual que Aliena.

A Aliena y a Richard se les proporcionó palas y se les dijo que cavaran para los cimientos. El suelo estaba húmedo pero como había salido el sol pronto se secaría la superficie. Aliena empezó a cavar con energía. Aunque había cincuenta personas trabajando en ello, necesitaron mucho tiempo para que los hoyos parecieran bastante profundos a la vista. Richard descansaba con frecuencia sobre su pala.

¡Cava si quieres llegar a ser caballero alguna vez! le dijo Aliena en una ocasión, pero de nada sirvió.

Aliena estaba más delgada y fuerte que hacía un año, gracias a las largas caminatas y a levantar pesadas cargas de lana en bruto, pero en aquellos momentos descubrió que todavía podía dolerle la espalda al cavar. Se sintió aliviada cuando el prior Philip hizo sonar la campana para que se tomaran un descanso. Los monjes les llevaron pan caliente de la cocina y sirvieron cerveza ligera. El sol empezaba a calentar con fuerza y algunos hombres se desnudaron hasta la cintura.

Mientras descansaban, un grupo de forasteros entró por la puerta. Aliena les miró esperanzada. Era tan sólo un puñado de gente pero tal vez fueran la avanzadilla de una gran multitud. Se acercaron a la mesa en la que se estaba repartiendo el pan y la cerveza y el prior Philip les dio la bienvenida.

¿De dónde venís? preguntó mientras se echaban al coleto agradecidos las jarras de cerveza.

De Horsted contestó uno de ellos limpiándose la boca con la manga. Aquello parecía prometedor. Horsted era una aldea de doscientos o trescientos habitantes a pocas millas al oeste de Kingsbridge. Con suerte, podían confiar en que llegara de allí otro centenar de voluntarios.

Y en total ¿cuántos de vosotros venís? preguntó Philip.

Al hombre pareció sorprenderle la pregunta.

Sólo nosotros cuatro contestó.

Durante la hora siguiente, la gente entraba a cuentagotas por la puerta del priorato hasta que mediada la mañana hubo setenta u ochenta voluntarios trabajando, incluidas las aldeanas. Luego, la afluencia cesó del todo.

No era suficiente.

Philip se encontraba en pie en el extremo este, observando cómo Tom construía un muro. Había construido ya las bases de dos contrafuertes hasta el nivel de la tercera serie de piedras, y en ese momento estaba levantando el muro entre ellos. Probablemente nunca llegará a terminarse, se dijo Philip con desánimo.

Lo primero que Tom hacía cuando los peones le llevaban una piedra, era coger un instrumento de hierro en forma de L y utilizarlo para comprobar si los bordes de la piedra eran cuadrados. Luego, con una pala, echaba una capa de argamasa sobre el muro, la distribuía con la punta de la paleta y colocaba encima la nueva piedra, rascando el exceso de argamasa. Para colocar la piedra se guiaba por un cordel tenso sujeto por ambos extremos a cada contrafuerte. Philip observó que la piedra estaba casi tan lisa en la parte superior como en la inferior, donde estaba la argamasa, como si pudiera verse de lado.

Aquello le sorprendió y preguntó a Tom el motivo.

Una piedra jamás debe tocar las de arriba ni las de abajo le contestó Tom. Para eso es precisamente la argamasa.

¿Por qué no deben tocarse?

Porque provocarían grietas. Tom se puso en pie para explicárselo. Si camina por un tejado de pizarra su pie lo atravesará, pero si pone una tabla a través del tejado podrá andar por él sin dañar la pizarra. La tabla reparte el peso y eso es también lo que hace la argamasa.

A Philip jamás se le había ocurrido aquello. La construcción era algo fascinante, sobre todo con alguien como Tom capaz de explicar lo que estaba haciendo.

La parte más tosca de la piedra era la de detrás. Philip se dijo que con toda seguridad aquella cara sería visible en el interior de la iglesia. Luego recordó que, de hecho, Tom estaba construyendo un muro doble con una cavidad entre ellos de tal manera que la cara de atrás de cada piedra quedaría oculta.

Cuando Tom hubo depositado la piedra sobre su lecho de argamasa, cogió el nivel. Este consistía en un triángulo de hierro con una correa sujeta a su vértice y unas marcas en la base. La correa tenía incorporado un peso de plomo de manera que siempre colgaba recta.

Colocó la base del instrumento sobre la piedra y comprobó cómo caía la correa. Si se inclinaba hacia un lado u otro del centro, Tom golpeaba sobre la piedra con su martillo hasta dejarla exactamente nivelada. Seguidamente iba corriendo el instrumento hasta colocarlo a caballo entre las dos piedras adyacentes para comprobar si la parte superior de ambas piedras estaba en línea. Por último colocó el instrumento oblicuamente sobre la piedra para asegurarse de que no se inclinaba a un lado ni a otro. Antes de coger una nueva piedra hizo chasquear el cordón tenso para asegurarse de que las caras de las piedras estaban en línea recta. Philip no sabía que fuera tan importante que los muros de piedra quedaran exactamente rectos y nivelados.

Alzó la mirada hacia el resto del enclave de la construcción. Era tan inmenso que ochenta hombres y mujeres y algunos niños parecían perdidos en él. Trabajaban alegremente bajo los rayos del sol, pero eran tan pocos que a Philip le pareció que en sus esfuerzos había un aire de futilidad. Al principio había esperado que acudieran cien personas, pero en esos momentos comprendió que ni siquiera así hubieran sido suficientes.

Entró en el recinto otro pequeño grupo y Philip se obligó a ir a darles la bienvenida con una sonrisa. Sus esfuerzos no tenían por qué ser vanos.

Como quiera que fuese, obtendrían el perdón de sus pecados.

Al acercarse a ellos vio que era un grupo numeroso. Contó hasta doce y luego entraron otros dos. Después de todo tal vez llegara a tener un centenar de personas para mediodía, hora en que se esperaba al obispo.

Dios os bendiga a todos les dijo. Estaba a punto de decirles dónde podían empezar a cavar cuando le interrumpió una gran voz.

¡Philip!

Frunció el ceño desaprobador. La voz pertenecía al hermano Milius. Incluso este debía llamarle padre en público. Philip miró hacia donde venía la voz. Milius se balanceaba sobre el muro del priorato en postura no muy digna.

¡Baja inmediatamente del muro, hermano Milius! dijo Philip con voz tranquila aunque imperiosa.

Ante su asombro Milius siguió allí.

¡Ven y mira esto! le gritó.

Philip se dijo que los recién llegados iban a tener una pobre impresión de la obediencia monástica, pero no podía evitar preguntarse qué sería lo que había excitado de tal forma a Milius para hacerle perder de aquel modo todos sus modales.

Ven aquí y dime de qué se trata, Milius dijo con un tono de voz que habitualmente reservaba para los novicios alborotadores.

¡Tienes que mirar! gritó Milius.

Philip se dijo ya enfadado que habría de tener una buena razón para aquello. Pero como no quería dar un buen rapapolvo a su más íntimo colaborador delante de todos aquellos forasteros, optó por sonreír y hacer lo que Milius le pedía. Profundamente irritado, atravesó el suelo embarrado frente al establo y saltó al muro bajo.

¿Qué significa este comportamiento? dijo en tono acre.

¡No tienes más que mirar! dijo Milius señalando con el brazo.

Siguiendo su indicación, Philip miró por encima de los tejados de la aldea, más allá del río, hacia el camino que seguía la subida y bajada del terreno hacia el oeste. Al principio no podía creer lo que veía. Entre los campos de verdes cosechas el ondulante camino estaba repleto de una sólida masa, centenares de personas, todas ellas caminando en dirección a Kingsbridge.

¿Qué es eso? preguntó desconcertado. ¿Un ejército? Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se trataba de voluntarios. ¡Míralos! gritó. Deben de ser quinientos tal vez mil o más.

¡Así es! dijo Milius con aire feliz. ¡Después de todo han venido!

Estamos salvados.

Se hallaba tan emocionado que ni siquiera recordó por qué había de dar un rapapolvo a Milius. La multitud ocupaba todo el trecho hasta el puente y la fila atravesaba toda la aldea hasta la puerta del priorato. La gente a la que había saludado era la cabeza de una falange. En aquellos momentos estaban atravesando multitudinariamente la puerta y dirigiéndose hacia el extremo occidental del emplazamiento en construcción, a la espera de que alguien les dijera lo que tenían que hacer.

¡Aleluya! exclamó Philip sin poderse contener.

Pero no era suficiente con alegrarse, tenía que utilizar los servicios de aquella gente. Bajó de un salto del muro.

¡Vamos! gritó a Milius. Convoca a todos los monjes y que dejen de trabajar. Vamos a necesitarlos como ayudantes. Dile al cocinero que hornee todo el pan que pueda y que saque algunos barriles más de cerveza. Necesitamos más baldes y palas. Hemos de tener a toda esa gente trabajando antes de que llegue el obispo Henry.

Durante la hora siguiente, Philip mantuvo una actividad frenética.

Al principio, tan sólo para quitar de en medio a la gente, encargó a un centenar o más la tarea de acarrear materiales desde la orilla del río.

Tan pronto como Milius hubo reunido el grupo de monjes que habían de supervisar el trabajo, empezó a enviar a los voluntarios a los cimientos. Pronto les faltaron palas, barriles y baldes. Philip ordenó que se trajeran todas las marmitas de la cocina, e hizo que algunos voluntarios construyeran toscas cajas de madera y bandejas de mimbre para transportar tierra. Tampoco había escalas ni artilugios de alzamiento, por lo que hicieron un largo declive en un extremo de la fosa más grande de los cimientos, de manera que la gente pudiera entrar y salir de ella. Se dio cuenta de que no había reflexionado lo suficiente sobre dónde poner las enormes cantidades de tierra que estaban sacando de los cimientos. Ahora ya era demasiado tarde para perder el tiempo pensando en ello, de manera que ordenó que la tierra se arrojara en un gran trecho de suelo rocoso cerca del río. Tal vez llegara a ser cultivable. Mientras estaba dando esa orden, Bernard Kitchener llegó aterrado diciendo que sólo había hecho provisiones para doscientas personas a lo sumo, y que al menos había un millar.

Enciende un fuego en el patio de la cocina y haz sopa en una tina de hierro le dijo Philip. Pon agua a la cerveza. Utiliza cuanto haya en el almacén. Haz que algunos aldeanos preparen comida en sus propios hogares. ¡Improvisa!

Dio media vuelta y siguió organizando a los voluntarios.

Mientras se encontraba todavía dando órdenes, alguien le dio unos golpecitos en el hombro al tiempo que decía en francés:

¿Podéis prestarme vuestra atención por un momento, prior Philip? Era el deán Baldwin, el ayudante de Waleran Bigod.

Al volverse, Philip se encontró con el grupo visitante al completo, todos ellos a caballo y con lujosa indumentaria, contemplando atónitos la escena que les rodeaba. Allí estaba el obispo Henry, hombre bajo y fornido, de gesto belicoso, contrastando su corte de pelo de fraile con la capa púrpura bordada. Junto a él se encontraba el obispo Waleran, vestido como siempre de negro, sin que su habitual mirada de desdén glacial lograra disimular del todo su consternación. También les acompañaba el obeso Percy Hamleigh, su fornido hijo William y Regan, su horrenda mujer. Percy y William lo miraban todo boquiabiertos, pero Regan comprendió al instante lo que Philip había hecho y estaba furiosa.

Philip volvió de nuevo su atención al obispo Henry y quedó sorprendido al ver que este le estaba mirando con gran interés. Philip le devolvió la mirada con toda franqueza. La expresión del obispo Henry era de sorpresa, curiosidad y una especie de respeto divertido.

Al cabo de un instante Philip se acercó al obispo, contuvo la cabeza de su caballo y besó el anillo en la mano que le alargaba Henry.

Henry desmontó con movimiento suave y ágil y el resto del grupo le imitó. Philip llamó a un par de monjes para que condujeran los caballos a la cuadra. Henry era más o menos de la edad de Philip, pero su tez rojiza y su bien cubierta osamenta le hacían parecer más viejo.

Bueno, padre Philip le dijo. He venido a comprobar unos informes según los cuales no eras capaz de construir una nueva catedral aquí, en Kingsbridge. Hizo una pausa, miró en derredor a los centenares de trabajadores y luego volvió la vista a Philip. A lo que parece me informaron mal.

Philip sintió como si se le parara el corazón. Henry lo había dicho con toda claridad. Philip había ganado.

Philip se volvió hacia el obispo Waleran. La cara de este era una máscara de furia contenida. Sabía que había sido derrotado de nuevo.

Philip se arrodilló e inclinando la cabeza para disimular la expresión de triunfal deleite, besó la mano de Waleran.

Tom estaba disfrutando con la construcción del muro. Hacía tanto tiempo desde que lo había hecho por última vez, que había olvidado la profunda tranquilidad que le embargaba al colocar una piedra sobre otra en líneas perfectamente rectas y al ver cómo iba elevándose la construcción.

Cuando los voluntarios empezaron a llegar a centenares y se dio cuenta de que el plan de Philip iba a dar resultado, se sintió todavía más contento. Aquellas piedras formarían parte de la catedral de Tom y el muro que en aquel momento tan sólo tenía un pie de alto, finalmente se alzaría en busca del cielo. Tom sintió que se encontraba en los comienzos del resto de su vida. Supo de la llegada del obispo Henry. Como una piedra lanzada en un estanque, el obispo provocó ondas entre la masa de trabajadores, al detenerse la gente por un instante para contemplar aquellas figuras suntuosamente vestidas abriéndose camino con esmerado cuidado por el barro. Tom siguió colocando piedras. El obispo debió quedar admirado a la vista de los millares de voluntarios trabajando alegres y entusiastas para construir su nueva catedral. Ahora Tom necesitaba causar también una buena impresión. Nunca se había sentido a gusto con gentes bien vestidas, pero necesitaba mostrarse competente y prudente, tranquilo y seguro de sí mismo, el tipo de hombre en quien se puede confiar las preocupantes complejidades de un gran y costoso proyecto de construcción.

Se mantuvo alerta a la espera de la llegada de los visitantes y cuando vio acercarse al grupo dejó la paleta. El prior Philip condujo al obispo Henry hasta donde se encontraba Tom y este, arrodillándose, besó la mano del obispo.

Tom es nuestro constructor. Nos lo envió Dios el mismo día que ardió la iglesia.

Tom se arrodilló de nuevo ante el obispo Waleran y luego miró al resto del grupo. Se obligó a recordar que era el maestro constructor y que no debería mostrarse servil. Reconoció a Percy Hamleigh para quien un día había construido media casa.

Mi señor Percy dijo con una leve inclinación. Vio a la horrorosa mujer de Percy. Mi señora Regan. Finalmente descubrió al hijo. Recordó a William arrollando casi a Martha con su enorme caballo de guerra y también cómo había intentado comprar a Ellen en el bosque. Aquel joven era un tipo desagradable. Pero la expresión de Tom era cortés. Y el joven Lord William. Saludos.

El obispo Henry observaba a Tom con mirada penetrante.

¿Has dibujado tus planos, Tom Builder?

Sí, mi señor obispo. ¿Querríais verlos?

Ciertamente.

Tal vez quisierais seguirme.

Henry asintió, y Tom les condujo hasta su cobertizo, a unas yardas de distancia. Entró en la pequeña construcción de madera y salió con el plano del suelo, dibujado sobre argamasa con un gran marco de madera de cuatro pies de longitud. Apoyándolo contra el muro del cobertizo, se hizo atrás.

El momento era delicado. La mayoría de la gente no entendía los planos, pero los obispos y los señores aborrecían admitirlo, por lo que se hacía necesario explicarles la idea de manera que su ignorancia no quedara de manifiesto ante los demás. Claro que algunos obispos sí que la entendían, en cuyo caso se sentían insultados cuando un simple constructor pretendía darles explicaciones.





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