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Capítulo 8 en casa de la Tirana




 

 

Pero ¿con qué cuento me vienes, Luisita? ¿No paras mientes en que ni tú ni yo somos de ese mundo de ringorrango del que hablas y jamás lo seremos, criatura? Tú a bordar y hacer calceta, que es lo que a nosotras nos corresponde.

Pero, abuela, si no se habla de otra cosa. ¡Madrid entero se hace lenguas de lo que ha pasado hace un par de semanas con la duquesa de Alba, la Parmesana y el peluquero Gaston!

Trinidad escucha desde una esquina la conversación que mantienen en la cocina la señora Visitación y su nieta Luisa. En casa de la famosa actriz madrileña María del Rosario Fernández, la Tirana, sita en la calle Amor de Dios, cuando ella está fuera de la ciudad en turné teatral, el lugar de reunión es junto a los fogones limpiando y relustrando todos los enseres para que brillen como soles cuando regrese. Que el gabinete y el salón son pa los invitaos. Además, ni tú ni yo, Luisita, nos hallamos entre satenes y terciopelos, sermonea doña Visitación.

Trinidad ignora quién puede ser esa duquesa de la que hablan, pero acaba coligiendo por lo que oye que ha de ser amiga, o al menos una conocida de la señora de la casa donde han ido a parar sus molidos huesos. Cuando Celeste y ella regresaron a casa de la viuda de García, aún conmocionadas por la revelación de los orishás de que Juan había sobrevivido a la tormenta, se encontraron con que doña Lucila había despertado en medio de la noche con un cólico espantoso producto de haberse pasado un poquito con el chocolate. Al verse sola, había dado unas voces que despertaron al vecindario, así que las dos esclavas, a su regreso, se encontraron con todo el edificio alborotado y al ama tan fuera de sí como nunca la habían visto antes. Aquella escapada fue la gota que colmó la paciencia de doña Lucila, que, tras propinarle a Trinidad la paliza de su vida, llamó al maestro Martínez para desprenderse de ella para siempre. ¿No le había dicho hacía ya meses que estaba interesado en su compra y que la recogería en cuanto se repusiera de las fiebres y de las consecuencias de su huida? Pues ya estaba curada del todo, que se la llevara de una vez. Su cortejo se estaba haciendo el remolón últimamente. Según él, porque andaba atareadísimo con una gira por provincias en la que participaba toda su compañía, pero doña Lucila se barruntaba que, después de haberla aligerado de unos buenos cuartos para montar tal turné, el muy ingrato ya no sentía aquella imperiosa necesidad de antes de venir a merendar a su casa y mucho menos aún de desayunar con ella en déshabillé. Ya aparecerás cuando te quedes sin fondos y aquí estaré esperando para hacerte sudar cada maravedí que te suelte se había jurado ella, rencorosa. Ya voy aprendiendo cómo maneja una a los lisonjeros tiralevitas como tú.

Le sorprendió, sin embargo, lo pronto que Martínez había acudido a su llamada. Aun así y para que supiera con quién se jugaba los cuartos, le recordó que ya habían convenido un precio para la transacción. Uno más que razonable, dado el interés que despiertan por acá los negros últimamente. No comprendo que algo tan vulgar como un esclavo se haya vuelto dernier cri, reflexionaba la viuda antes de añadir que eso a ella la traía al fresco. Que media moneda de plata habían pactado y media moneda de plata esperaba recibir, ni un cobre menos. Las cuentas claras y el chocolate espeso, ése es mi lema, Manolo, ya puedes darte por enterado.

El empresario desembolsó la suma con mucho gusto. No sólo porque le permitía restablecer una (moderada) línea de contacto con la viuda de García por si le fallaban otras fuentes de ingresos en las que estaba trabajando, sino porque tenía pensado sorprender con obsequio tan original a otra de sus protectoras. Una dama de la más alta alcurnia, si no superior, desde luego idéntica a la de la duquesa de Alba con una negra tan hermosa como Trinidad. Quiso la suerte que la aristócrata en cuestión se encontrara en ese momento de caza en sus propiedades del sur, como la mayoría de sus pares por esas fechas cercanas a la Navidad. De ahí que Martínez que vivía en una modesta pensión, aunque se guardaba muy mucho de hacérselo saber a sus conocidos y menos aún a sus mecenas y protectoras decidiera pedir ayuda a Charito Fernández, más conocida como la Tirana y actriz principal de su compañía. Alegre, generosa y poco amiga de hacer preguntas incómodas como era, nadie mejor que ella para hospedar en su casa a Trinidad durante unas cuantas semanas, lo que permitiría, además, a la esclava aprender los modos y costumbres de personas de mucha más calidad que la viuda de García.

Fue así como, una tarde de invierno, sin más equipaje que los cuatro trapos viejos que ama Lucila le había permitido meter en un hatillo, Trinidad recorrió detrás del maestro Martínez el corto trayecto que separa la Puerta del Sol de la calle Amor de Dios, donde vivía la Tirana. Diríase que las Pascuas eran tiempo de mucho ajetreo en la villa y corte porque, según supo nada más llegar a su nueva casa, también la Tirana y el empresario teatral partían al día siguiente a representar por provincias Misterios y Milagros, unas obrillas muy solicitadas y propias de aquellas fechas. Ignoraba Trinidad si su nueva ama sería amable, cruel, caprichosa, prudente, despótica o tolerante, y tuvo que contentarse con adivinar su carácter a través del favorecedor retrato de cuerpo entero que colgaba en el hueco de la escalera. También a través de las conversaciones de las otras dos ocupantes de aquella casa. Luisa, una prima de la artista sin familia ni posibles que vivía con ella, y doña Visitación, la abuela de ambas llegada de Mairena, su pueblo, para velar por el buen nombre de su famosa nieta. Pero, de momento, poco más era lo que Trinidad había logrado averiguar sobre la Tirana porque las conversaciones de ambas iban más por el derrotero de los cotilleos mundanos que por el de los comentarios caseros.

Figúrese, abuela, que, según dicen, la Parmesana y la famosa duquesa de Alba comparten algo más que laureles y alta cuna. Más específicamente añade Luisa, que después de cerca de un año en Madrid atendiendo a su prima empieza a conocer el arte de trufar su parla con alguna que otra palabra larga y docta como hacen aquí en la capital más específicamente, comparten enamorado y rivalizan por sus favores. Resulta, además, que el galán (un cara muy dura de nombre Pignatelli, que es para más inri hermanastro de la duquesa) por lo visto le regaló a la Parmesana un anillo que él a su vez había recibido en prenda de afecto de la de Alba. ¿Me sigue usted hasta aquí?

Con dificultad, Luisita. Qué liosas son las cuitas de los ricos. Lo único que tengo claro es que, cuanto más arriba, menos decencia, ya te digo yo.

El caso continúa explicando la nieta con un aire tan soñador que hace que Trinidad la mire con simpatía. Así, un poco a ojo, le parece que debe de andar por los treinta no muy largos. Su cuerpo, bien proporcionado y cimbreante, se parece mucho al de su célebre prima en el retrato de la escalera. La cara en cambio da pena. Tras los inequívocos estragos de haber sobrevivido a la viruela, se adivinan aún los rasgos de quien debió de ser muy guapa. Más incluso que la Tirana. Aunque nada de esto parece haber enturbiado el carácter de la señorita Luisa. Al menos así lo sugieren unos ojos chispeantes, alegres, alertas siempre a todo lo que pasa a su alrededor El caso iba explicando ella, divertida es que cuando la duquesa descubrió adónde había ido a parar su anillo, tramó la venganza perfecta: regalarle a su peluquero cierta cajita de rapé que le había dado Pignatelli, y que éste, a su vez, había recibido de la princesa en prenda de afecto.

Flaca venganza me parece opina doña Visitación.

No si el peluquero es un pavo real como misier Gaston, al que le faltó tiempo para sacar la cajita de la discordia y estornudar elegantemente delante de doña María Luisa la siguiente vez que acudió a palacio a peinarla. Y pa qué quiere usted más, abuela, se armó la de San Quintín, Covadonga y Lepanto tos juntos. Creo que los gritos se oían hasta en La Granja de San Ildefonso cuando se dio cuenta de adónde había ido a parar su regalo. Tan grande fue la zarabanda de los cuernos principescos que se enteró la corte en pleno. El rey entonces no tuvo más remedio que intervenir para proteger el buen nombre de su nuera, y ahora el guapo Pignatelli va camino de la frontera.

Jesús, María y José, Luisita.

No acaba aquí la cosa. Cayetana de Alba no se ha contentao con que todo el mundo se entere de su jugarreta a la princesa de Asturias y planeó una segunda.

No parece muy cabal enemistarse con la que pronto será reina de España.

Pues espere a oír lo que hizo después. El punto filipino, Juan Pignatelli me refiero, antes de que lo fletaran pa París, había recibido, entre otros suntuosos regalos de la Parmesana, una hermosa cadena de reloj. Bueno, pues resulta que, apenas unas semanas más tarde de la escandalera de la cajita, la duquesa va y equipa a tos sus criados con una cadena igualita a aquélla, lo que supuso que a la princesa le diera otro tremendo patatús. Aun así y aunque la venganza es más dulce si se sirve fría, las malas lenguas dicen que la pobre duquesa no logra olvidar a su don Juan, llora su partida y le ha dado por retomar sus correrías de antaño.

¿Qué correrías?

Uy, son muy mentadas, ella es una digna hija de Lavapiés.

¿De Lavapiés, Luisita? se alarma de pronto la señora Visitación que, a pesar, o tal vez a causa de llevar menos de un año como responsable de salvaguardar el buen nombre de su nieta la Tirana en la capital del reino, prefiere creer que Madrid se parece más a Belén y Nazaret que a Sodoma y Gomorra. ¿Qué pasa en ese excelente barrio tan cerca de donde vivimos nosotras?

No pasa nada rectifica Luisa, que acaba de cavilar que le cae más a cuenta que su abuela siga en Belén con los pastores. Nada en absoluto si una no es duquesa.

Todo eso me lo vas a tener que explicar un poco más, niña.

Lo que digo es que una cosa es la virtud de las gentes de a pie como nosotras, y otra la de las damas de ringorrango. Además, en el caso de Cayetana de Alba, su gusto por las fiestas y las verbenas le viene de niña. A ver cómo la elustro abuela continúa Luisa, derrochando esa parla de maja madrileña que aún se le resiste un poco. Resulta que el palacio en el que ella nació se encontraba en la calle Juanelo, muy cerca de la Ribera de Curtidores, comprende usted. Sus padres andaban siempre mu ocupados con sus respectivas e intensas vidas sociales y su abuelo, al que adoraba, tenía muchas obligaciones, así que la niña, que era hija única, creció más cerca de los criados que de los señores. Oyendo desde la ventana las serenatas que los majos dedicaban a las lavanderas, por ejemplo, o bailando descalza tras los organillos en el parque mientras sus niñeras pelaban la pava con chisperos y vendedores de horchata.

¡Por san Cosme y san Damián, una dama, una señorita, descalza por ahí!

Sí, eso mismo le gusta contar a ella cuando habla de su infancia. Como también ha contao entre risas cierta correría, ya de casada, junto a una de sus doncellas en la que conoció a un seminarista. Tras las muy previsibles cruces y más cruces de la abuela, Luisa continúa: Dicen que iban las dos por Lavapiés vestidas de modistillas más bonitas que una mañana de abril camino de la verbena, cuando en esto va y aparece un seminarista que las requiebra y luego las sigue hasta palacio. Como era mozo atrevido, no se le ocurrió mejor idea que volver al día siguiente preguntando por la Cayetana. ¿Y sabe lo que hizo ella al enterarse? A través de la misma doncella que la había acompañao la víspera, mandó decir al festejante que esperase unos minutos, que enseguida bajaba. Cuál sería la sorpresa del pobre seminarista al ver aparecer a la Cayetana vestida de lo que es, toda una duquesa, que va y le invita a pasar a los salones a degustar juntos una jícara de chocolate. Dicen también que el marido se amoscó no poco con la aventura, así que durante un tiempo ha estado retirada de estas correrías, pero, al parecer, ahora ha vuelto. Hace bien, sí, señor. La vida es corta y hay que divertirse mientras una pueda, usté ya sabe.

¿Qué he de saber yo, atontolinada? Sólo he visto a esa dama una vez en el teatro cuando acudió al camerino a felicitar a Charito por una de sus representaciones. Recuerdo que fue al poco de llegar nosotras del pueblo. Mu bien plantá me pareció, mu señora. Por esos días, ¿recuerdas?, Charito tenía siempre la casa llena de gente, de toreros, de majos, de marquesas y gente principal, como a ella le gusta. ¡Es tan alegre y tiene tantos amigos!

La abuela suspira orgullosa. La nieta la imita con otra sonrisa soñadora que hace que su cara picada de viruela se vuelva casi hermosa, y Trinidad, a la que han encomendado la tarea de espulgar lentejas para un guiso, se esmera en separar también el grano de la paja. O, lo que es lo mismo, información intrascendente de otra que, tal vez, nunca se sabe, en el futuro, pueda serle útil para su único propósito, descubrir el paradero de Marina.

¿Cuándo vuelve la señora? se atreve por fin tímidamente a preguntar, sabiendo que el regreso de la Tirana viene aparejado con el de Martínez, la única persona que sabe dónde está su hija. Pero también y por desgracia, los días pasan y es de temer que ambos regresos coincidan con su marcha a casa de esa otra ama a quien está destinada y de la que Trinidad nada sabe, excepto que la alejará aún más del rastro de su hija.

Ni idea retruca alegremente Luisita, mientras se esmera en arrancar destellos a un par de candelabros de bronce que brillan ya como dos soles. Dentro de unos días, o de unas semanas más aún, quién sabe

Ni lo quiera Dios, que eso es mucho tiempo y se aburre una de tener tan poca faena comenta la abuela que, a su vez, trapea con jabón de Marsella un hermoso jarrón chino.

Y así, entre charlas de cocina, limpiezas domésticas y sueños de futuras fiestas y ajetreos van pasando los días en la calle Amor de Dios.

CAPÍTULO 9 FIESTA

 

 

¿Se puede saber qué te pasa esta mañana que pareces alelá? ¡Más brío con la escoba, más arte con la fregona! se impacienta la señora Visitación. ¡Mi nieta regresa esta tarde y todo tiene que estar como los chorros del oro!

¿Pero no llegaba en un par de semanas? se sorprende Trinidad que, acostumbrada a las largas tardes ociosas dedicadas a abrillantar la plata y otros enseres perfectamente lustrosos, no entiende a qué viene tanta urgencia.

Ya te lo dije cuando me lo preguntaste interviene Luisita, también en pie de guerra y encantada de estarlo. El mundo del teatro es así. Hoy aquí, mañana allá. Menos mal que Charito llena los teatros donde vaya. El empresario se queja mucho porque dice que todo lo que gana se le va en su sueldo y en el de otros actores mientras él tiene que sacar dinero de debajo de las piedras, pero ya sabemos cómo es Martínez.

Manuel Martínez repite Trinidad, para quien este nombre empieza a ser algo así como una cábala.

El mismo que viste y calza o, en su caso, descalza y despluma, que es lo que hace y muy bien A favor del arte, claro está puntualiza la abuela. Supongo que si regresan tan pronto es porque don Manuel ha conseguido dinero para estrenar algo aquí en Madrid. A saber quién será el pagano esta vez, pero, sea quien sea, démosle las gracias porque Charito vuelve a casa. ¿Verdad, niña?

¡Claro que sí, abuela! Habrá que ventilar de arriba abajo, abrir ventanas y poner flores en todos los jarrones. ¡Por fin esta casa volverá a ser lo que era!

La noticia del regreso de la Tirana parece haber electrizado tanto a la señora Visitación como a su nieta. La primera va y viene a la caza de inexistentes telarañas, reahuecando almohadones o recorriendo con dedos inquisidores la superficie de mesas y consolas en busca de cualquier diminuta mota de polvo. En cuanto a Luisa, a Trinidad le agrada observar cómo su aspecto parece haber cambiado de un día para otro. Se la ve más joven, más guapa a pesar de los estragos de la viruela, incluso va por la casa cantando con una voz melodiosa y muy personal que tal vez, si su suerte hubiera sido otra, la habría llevado a triunfar en el mundo del espectáculo, igual o quién sabe si más que su célebre prima.

A ver, Trinidad, déjame que te mire. No, no, de ninguna manera, este guardapolvo que llevas ha de desaparecer. ¿Dónde está el vestido de tafetán gris que compramos cuando llegaste, ese que tan bien luce con delantal blanco? Dale su buena planchada. A partir de ahora esta casa se llenará de gente, de amigos, de visitas. ¡Dios mío, cuánto trabajo nos espera!

Como pronto comprobaría Trinidad, tanta efervescencia estaba más que justificada. El regreso de la Tirana convirtió la casa de la calle Amor de Dios en un alegre conventillo. Ya no hubo más charlas cerca de los fogones para ponerse al día de lo que se cocía en los Madriles ni largas y aburridas horas relimpiando inhabitados salones. No había tiempo para nada porque en el hogar de las Fernández todo orbitaba alrededor de la Tirana.

Tenía aquel astro sol treinta y tres primaveras muy bien llevadas y las carnes prietas y algo gruesas, como era moda. Ojos muy negros, boca sensual (sombreada por un tenue bozo o bigotillo, pero también eso era moda entonces) y un pelo frondoso que caía en cascada sobre unos brazos que cualquier florido escritor de la época hubiera descrito como dos piezas de marfil sublimemente torneadas para dejar estólidos a los dioses. En cuanto a su carácter, sorprendía por tener dos personalidades. De una parte, estaba la Tirana que todos admiraban por su talento histriónico, barroco, del que hacía gala cada vez que salía a escena. Y es que, aunque representaba todo tipo de papeles, su especialidad eran los dramones, las tragedias, esas obras tremebundas en las que moría hasta el apuntador. Pero luego estaba la Charito, la de andar por casa, la nieta de la señá Visitación y prima de la Luisita, con las que jugaba al julepe o echaba la tarde en enaguas meneando el abanico y charlando de menudencias. Curioso era ver cómo y cuándo confluían aquellas dos personalidades, lo que solía ocurrir, sobre todo, durante las fiestas que organizaba y que se habían hecho célebres en todo Madrid. Como pronto iba a descubrir Trinidad, en ocasiones así, la Tirana primero se acicalaba y maquillaba para convertirse en la gran maestra de la escena que era hablando con una voz profunda y una perfecta dicción. Pero luego, llegada la madrugada, cuando corría el vino y menudeaba el rasgueo de guitarras, volvía a ser Charito, la que robaba naranjas allá en su pueblo cercano a Sevilla, la que seseaba las ces y bailaba a la luz de la luna como si no hubiera mañana.

¿Quién viene esta noche? pregunta doña Visitación mientras la ayuda a arreglarse para la primera de aquellas veladas.

Ya verá, abuela, cómo le gusta la concurrencia. Es toda gente interesante, original, cada uno en su estilo, eso sí.

A mí el estilo me la trae al fresco, Charito. Bien sabes lo que me importa. Que las personas que pasen por esta casa sean intachables, bien reputadas, de esas de las que una pueda presumir con la frente bien alta, allá en Mairena.

¡Como si fueran a enterarse! ríe la Tirana mientras marca sobre su frente y con la ayuda de Trinidad un caracolillo que le da un aire encantador. A más de noventa leguas estamos de Mairena de Aljarafe. Podría yo invitar a mi fiesta al mismísimo Belcebú que igual daría.

Ni lo quiera Dios, niña. No llames al diablo, que a lo mejor va y se presenta, él es así.

No ando yo muy puesta en invocaciones, pero descuide usté, santa Úrsula y hasta la Purísima aprobarían a mis invitados de hoy.

¿Quiénes son ellos entonces?

Trinidad, que después de ayudar con el peinado de la dueña de la casa anda por ahí planchando enaguas, afina el oído por si hay suerte y uno de los convocados de la noche es el maestro Martínez. Pero son otros nombres los que menciona la Tirana. Como Isidoro Máiquez, el actor del momento, y un famoso torero de nombre Joaquín Rodríguez, al que apodan Costillares.

También he invitado a Cayetana de Alba. Dizque anda triste estos días con su mal de amores.

Ahí te quería ver, Charito. ¿De qué sirve que tus padres me hayan mandao pa Madrid a vigilarte con siete ojos, dime tú?

¿A qué viene eso ahora, abuela? pregunta divertida la Tirana.

Pues que tó Madrid hierve en dimes y diretes a propósito de esa señora y tú no puedes, no debes, ser amiga de gente tan principal y a la vez desparramá. Te lo prohíbo.

¡Abuela, pero si hablamos de la duquesa de Alba!

De esa misma hablo yo, menudo pendón.

Quite, quite. Espere a hablar con ella, ya verá como cambia de opinión. Porque esta vez tiene que bajar a saludar a mis amigos, no me diga usté que no. Ya está bien de querer quedarse siempre entre bambalinas.

Y allí seguiré, criatura. Es desde donde mejor se ve la vida. Y lo mismo hará Luisita, que bastante faena tengo con velar por tu virtud como para tener que preocuparme también por la de tu prima, que no tiene ni padre ni madre ni más suerte en este mundo que poder vivir con nosotras.

Pues se va a perder usté un nuevo invitado muy interesante. ¿Ha oído hablar de Francisco de Goya?

Otro torero, supongo.

Pintor, y el mejor de todos. Me ha pedido que pose para él.

¡Ah, no, eso sí que no, por encima de mi cadáver muerto y enterrao! ¿Para qué crees que he me he venío a esta ciudad que tan poco me gusta, Charito? ¿Para ver a mi nieta en paños menores delante de un pintamonas?

En paños menores no posa nadie ríe la Tirana, dejando al descubierto un hombro de alabastro que haría las delicias de cualquier pintor (o pintamonas). Se suele retratar a las personas o bien totalmente desnudas o bien con sus mejores galas, ésa es la norma.

Pues será la norma, la horma, la contrarreforma, pero tú de posar ná, eso desde ya te lo digo.

No hace falta que se amostace tanto, voy a posar de cuerpo entero y vestida para la escena.

¿Y con qué caudales, si saber se puede, ha de pagarse el cuadro?

Trinidad no alcanza a oír la respuesta a esta última pregunta porque la campanilla de la calle repiquetea con insistencia.

Mira al pasar el reloj de pared que hay junto al hueco de la escalera. Las ocho y media. Demasiado temprano le parece para que sea uno de los invitados y, sin embargo, Luisa, que ha llegado antes que ella a la puerta, está departiendo con alguien.

Ah, don Fancho, qué alegría verlo, pase, se lo ruego. Charito está aún a medio vestir y tardará un buen rato.

Es a ti, Luisita, a quien deseaba ver. Por eso me he permitido venir antes de la hora dice el recién llegado despojándose de un grueso sobretodo que debió de conocer tiempos mejores. Mira, te he traído flores.

Luisa no sabe qué decir, no está acostumbrada a recibir regalos ni requiebros. Pero el mayor de todos es la forma en que la mira Francisco de Goya. Tiene por aquel entonces unos cuarenta y cinco años, aunque aparenta lo menos una docena más. Su cuerpo grueso se sostiene sobre unas piernas arqueadas y sarmentosas, que le obligan a moverse como un gran gnomo al que un maleficio hubiera hecho crecer demasiado. Aun así, lo que más sorprende de él es la cabeza. Una cabellera gris y alborotada reina sobre unos rasgos que parecen esculpidos en piedra. La nariz es berroqueña, la barbilla cúbica y los ojos, penetrantes y hendidos, miran muy fijo, pues necesitan leer en los labios de su interlocutor aquello que sus oídos apenas logran captar. Trinidad, que desconoce su incipiente tara, se siente incómoda por cómo la observa.

Ésta es Trini, don Fancho dice Luisa a modo de presentación. Viene de Cuba.

Me alegro de que tengas por fin ayuda, ésta es una casa demasiado grande para ti sola.

No se preocupe por mí, se lo ruego, puedo con todo, y feliz de hacerlo. Además, Trinidad está sólo de paso y para aprender una miaja. Pronto empezará a trabajar en casa de la duquesa Amaranta, ése es el acuerdo.

Los ojos de Goya resbalan sobre el cuerpo de la esclava sin perder detalle, pero al cabo de unos segundos regresan al de Luisa con algo muy parecido a la devoción. Se detienen en los tobillos que asoman bajo la austera falda, admiran después las manos, los dedos. Trepan por los antebrazos, los hombros y acaban su recorrido en las muy bien perfiladas clavículas de la prima de la Tirana.

Qué hermoso cuerpo exclama, y en él las palabras, más que como un cumplido, suenan como la constatación de un hecho incontrovertible. Me gustaría pintarlo algún día.

Qué cosas dice, don Fancho se sonroja Luisa, tanto, que las marcas de viruela se encienden como brasas. Venga por aquí. ¿Puedo ofrecerle un vino para aligerar la espera? Es de Cariñena, me he permitido comprarlo porque sé cuánto le gusta.

El segundo invitado en llegar es menos del agrado de Trinidad que el anterior. Y eso que los comentarios que ha oído la predisponían a interesarse por él. En aquel Madrid de las postrimerías de 1788, Isidoro Máiquez es uno de los hombres más mentados. Descendiente de una larga dinastía de actores, su fama es tal que la gente lo aclama por la calle cada vez que pasea en coche abierto o acude a los toros. Castaño, de tez muy clara, dos patillas en forma de hacha enmarcan un rostro que, de no ser por ellas, tal vez podría resultar un tanto femenino. Su porte es distinguido y viste a la última. Lejos de los cantos de sirena del majismo con sus alamares, sus madroños y sus redecillas en el pelo, él cultiva una elegancia británica muy parecida a la del duque de Alba. Al entregarle a Trinidad su abrigo, bastón y sombrero, le sonríe con esa amabilidad democrática de quien está acostumbrado a seducir a pobres, ricos, chulapos y marquesas, esclavos y criados, perros y gatos, a todos por igual.

Buenas noches, ¿llego demasiado temprano? dice, aunque la pregunta parece más destinada a lucir el bello reloj de oro que pende de su chaleco que a constatar su impuntualidad. Luego, al ver a Goya, va hacia a él con brazos abiertos y teatrales.

Don Fancho, qué feliz coincidencia, con usted quería hablar. ¿Cuándo empezamos mi retrato? Mi compañía está entusiasmada con la idea de colgarlo en la galería de notables del teatro Príncipe.

La siguiente invitada llega cubierta por una capa de terciopelo y capucha ribeteada de zorro gris. Da la casualidad de que ha coincidido en la puerta con cierto caballero de mediana edad que a preguntas de Trinidad, que ha sido instruida para anunciar el nombre de los recién llegados dice llamarse Hermógenes Pavía.

Y yo, Amaranta apunta la dama, como si no necesitara más apellido, título o presentación.

Los ojos de Amaranta y Trinidad se cruzan por vez primera. Bueno, no exactamente, porque ya se sabe que una esclava ha de mantener los suyos bajos, justo a la altura de las rodillas, cuando habla con los señores. Por eso, lo primero que recuerda de la que está destinada a ser su nueva ama es la punta de sus zapatos. Qué extraños le parecen aquellos chapines rojos y de punta respingada que asoman bajo una falda corta de tela de damasco. Y luego, dejando que la vista suba con mucho disimulo, observa un corpiño de seda verdoso recubierto del más fino encaje que la hace parecer un junco y unos brazos largos y lánguidos que se envuelven en una finísima telaraña confeccionada en seda que ahora llaman chawl o chal. Y ya que ha trepado hasta ahí, la vista de Trinidad se atreve a incursionar aún un poco más arriba hasta descubrir un escote cuadrado en el que destella un espléndido collar de piedras multicolores. Es así, iluminado por aquel engañoso arcoíris, como ve por primera vez el rostro de Amaranta y no logra decidir si le atrae o le repele esa cara de muñeca, delicada y elegante que ríe, siempre ríe.

Ole, las duquesas guapas apunta alguien a su espalda. Si no estuviera tan enojao contigo, diría que hoy pareces un sol de mayo.

A Trinidad no le está resultando nada fácil acostumbrarse a ciertas modas de la metrópoli. Como por ejemplo, que los hombres usen trajes muy ceñidos al cuerpo con bordados a lo largo de ambas piernas; o tocados capilares demasiado parecidos a los de las damas con redecilla de pelo cuajada de madroños. Pero es que ella aún no conoce a Costillares.

Si no llega a ser por Cayetana, ayer no hubiera tenido a nadie a quien brindarle el mejor toro de la temporada. Se queja el maestro. ¿Por qué no viniste a la plaza, Amaranta? No me estarás poniendo cuernos con ese desaborío de Pedro Romero, espero

En todo caso, te los he puesto con mi santo marido ríe ella. Dos meses de destierro acompañando a Gonzaga en su temporada de caza es más castigo del que merece mi alma pecadora.

No tendré más remedio que perdonarte entonces finge resignarse Costillares. Pero prométeme que no me fallarás el próximo domingo. Me he inventao un lance a la verónica que harár palidecer a ese matagatos de Ronda.

¡Don Luciano Francisco Comella! anuncia a continuación Trinidad sin saber que está dando entrada a una de las más influyentes plumas de la ciudad, al autor, por ejemplo, de melodramas tan celebrados y lacrimosos como La Andrómaca o Hércules y Deyanira.

Buenas noches nos dé Dios saluda el recién llegado. ¿Dónde está mi Circe, mi desvarío, mi faro de Alejandría?

Aún dándose el último golpe de peine interviene Luisa muy oportunamente porque Trinidad no tiene la menor idea de lo que ha querido decir el caballero. Pase por aquí, don Luciano, esta noche hay varios conocidos suyos.

Con tal de que no esté entre la concurrencia ese pinchaúvas gabacho, ese grandísimo petulante que me acaba de honrar dedicándome su poema La derrota de los pedantes, el resto me trae al fresco. Soy hombre de pocas manías.

Si habla usted del señor Moratín, pierda cuidado, Charito jamás cometería la descortesía de invitarlos juntos.

Los presentes empiezan a formar corros y quien más público convoca es Hermógenes Pavía.

Amigo Hermógenes, espero que haya disfrutado del par de capones que le envié la semana pasada le dice el actor de moda ofreciéndole una copa.

El otro apenas mueve un músculo. Se trata de un hombre de unos cuarenta y tantos años. Muy corto de estatura, de pelo ralo y barba de tres días. Si, en vez de estar en compañía tan selecta, Trinidad se lo hubiera cruzado a la puerta de la iglesia, tal vez habría contemplado la posibilidad de darle unas monedas. Con levita rala festoneada de lamparones, camisa de puños inexistentes y ese cuello de piqué tieso en el que la mugre hace las veces de almidón, parece un pobre de solemnidad, aunque no hay que dejarse engañar por las apariencias.

Hermógenes, compadre saluda el maestro Costillares, acercándosele, que no se diga que no hago honor a mis compromisos; mañana mismo tiene en su casa de usté las seis entradas que me solicitó. Venga con toda su familia si la tiene, mi mozo de espadas lo estará esperando a la puerta de la plaza.

Qué feliz coincidencia, señor Pavía le sonríe también Francisco Luciano Comella, ¿recibió invitación para mi estreno el sábado? Se llama La peluca de las damas, y no puede fallarme esta vez.

Los ocultos encantos de Pavía tampoco parecen dejar indiferente a la duquesa Amaranta.

Mi querido don Hermes, esta vez no admito excusas. Le espero en casa este martes. Mis amigos, ¡y no digamos mis amigas!, se mueren por conocerle.

Sólo Goya permanece indiferente a su persona. En una esquina, intenta convencer a Luisita de que no se retire aún.

No puedo, don Fancho, de verdad, las fiestas no son para mí y hay mucho que atender en la cocina. Además, Charito tarda demasiado en bajar. Posiblemente me necesite.

Siguen llegando invitados y el próximo en entrar hace que Trinidad tiemble de pies a cabeza. No esperaba verle esa noche y el encuentro la ha cogido completamente desprevenida. La Tirana en ningún momento mencionó su nombre entre los invitados y sin embargo allí está el hombre que compró a su hija, con la levita negra que ella recuerda abrochada hasta el último botón y con esos ojos del color del hielo que la miran ahora con la misma indiferencia de aquella inolvidable mañana. Inquietantes y helados saltan de su rostro a otros muchos como si quisieran verlo todo, adivinarlo todo, incluso los pensamientos.

Trinidad intenta no pensar en él, y ni siquiera cuando se ve obligada a acercarse a donde está departiendo con Amaranta para ofrecerles más vino, se atreve a mirarlo. Y no obstante se diría que Martínez la estaba esperando porque, después de indicarle con un gesto rápido de la cabeza que deje la botella sobre la mesa más próxima, la coge por un brazo obligándola a girar sobre sí misma en una especie de extraño paso de baile.

¿Qué le parece, señora? Dieciocho añitos aún sin cumplir y recién llegada de Cuba. En cuanto la vi me dije ésta para mi admirada doña Amaranta. Siento no haber tenido tiempo de envolvérsela con un lazo rojo, pero es toda suya en prenda de mi afecto y devoción.

Si fuera mal pensada, creería que quieres algo de mí, Martínez ríe ella divertida.

Y es verdad, lo quiero todo de usted.

Sí, en especial mis reales, todo sea por el arte, etcétera. Ay, si no fueras tan deliciosamente canalla, no te haría ni caso.

Pues poco me hace. Aún no me ha dicho nada de mi regalo anterior.

¿El bomboncito que me mandaste hace un par de semanas, chiquitina y tan requetemona? Has acertado de pleno, es ideal para mi Corte de los Milagros.

¿Qué es ese bomboncito que se traen ustedes entre manos? ¿Qué le ha regalado Martínez? se interesa Hermógenes Pavía, a quien sólo esta conversación parece haberlo arrancado de su desidia.

¡A usted se lo voy a decir! suelta, entre divertido y desafiante, el empresario teatral. Para que luego vaya y lo publique en El Jardín de las Musas, o peor aún en El Impertinente.

No sé de qué me habla retruca el otro, enseñando el colmillo.

Amigo Hermógenes, que yo no soy partidario de la hipocresía como aquí la concurrencia. Si quiere les explico cómo usted, además de escribir sentimentales odas y muy tediosos poemas en el jardín de sus musas, perpetra otro pasquín anónimo con ese nombre que no pocos, en esta ciudad y para su vergüenza, leen a escondidas.

¿Don Hermes autor de El Impertinente? finge asombrarse Amaranta. Qué extraordinario descubrimiento. No le digamos nada de nuestro pequeño secreto entonces, ¿verdad, Martínez?

Ríase si quiere, pero vaya usted con ojo, que de secretos ajenos vive y muy bien aquí nuestro amigo Pavía comenta el empresario aunque poco le luce, la verdad sea dicha. ¿Para cuándo una levita nueva, amigo Hermógenes? Ésta saldrá andando sola cualquier día de puro tiesa.

Shiquillo interviene una alegre voz desde la puerta de entrada dirigiéndose a Martínez, ¿estás tonto o qué? ¿Cómo se te ocurre hablarle así a nuestro amigo? No le busques las cosquillas al lobo, que luego va y nos come.

Nadie parece haber oído entrar a la Tirana, pero ahora se vuelven todos para admirarla. Está especialmente radiante aquella noche y lleva en la mano una copa de vino de su tierra que ha cogido al pasar.

Más Diana cazadora que Venus de Milo, más Nausicaa que Calipso, así la describe Francisco Luciano Comella con un suspiro, pero, para el común de los mortales, su aspecto es bastante más terrenal, más carnal también. La moda femenina imitando en el vestir a las diosas clásicas envueltas en gasas transparentes es nueva en España y son pocas las damas que se atreven con ella. No así Charito, a la que parece importarle un ardite que su traje revele bastante más que lo que cubre. ¿Cómo habrá pasado aquel atuendo la censura de la abuela Visitación?, se pregunta Trinidad, pero está por apostar a que el largo retraso de la anfitriona tiene mucho que ver con algunos retoques (y destapes) de último minuto una vez que la anciana, creyendo acabada la toilette, se hubiera retirado a sus aposentos.

Querida, no te recomiendo que salgas por ahí envuelta en esas muselinas. Un mínimo golpe de brisa y habrá infartos por doquier le dice Isidoro Máiquez con una admiración no exenta de envidia. Y, desde luego, ni se te ocurra vestirte así en nuestra próxima obra teatral. Es ya complicado per se retener la atención del respetable como para que vayas tú contribuyendo al bochinche.

Pronto la conversación se vuelve general. Se habla de toros, de teatro, también del ultimísimo escándalo de la corte que tiene que ver, cómo no, con la Parmesana y Cayetana de Alba.

Por lo visto cuenta Amaranta, este mes a Tana le ha dado por hundir los paseos matutinos que a doña María Luisa tanto le gusta hacer en coche abierto por el Retiro.

¿Cómo así?

Resulta que primero envió a pasear a su modista por dicho parque para que viera qué traje llevaba la Parmesana y luego le encargó seis iguales.

Me parece una venganza bastante necia opina Comella. ¿Para qué quiere seis trajes idénticos?

Pues para, unas semanas más tarde, vestir con ellos a sus criadas más gordas y viejas y mandarlas a pasear en el fiacre ducal saludando a la concurrencia. Y muy especialmente a la princesa de Asturias, que está que fuma en cachimba, como os podéis imaginar

Yo me andaría con más ojo opina Hermógenes Pavia. Dicen que el rey no está bien de salud. ¿Qué pasará con esta tonta rivalidad que se trae con la Parmesana cuando ella sea reina de España?

Y pensar que todo empezó por ese pichabrava, por ese insustancial Juan Pignatelli comenta Martínez, torciendo el gesto. A ver quién entiende a las mujeres.

Lo malo es que, a pesar de estas jugarretas, Tana no es la misma desde que mandaron al gachó ese a París de una real patada colabora Costillares. Se le nota hasta en la mirada, está como amustiá, quién lo iba a pensar de ella, pobre shiquilla.

Ni pobre, ni chiquilla se indigna Hermógenes, una solemne malcriada, eso es lo que es. Más le valdría al marido estirado y tan ilustrado que tiene atarla cortito, si sabe lo que les conviene. Aristócratas Se creen con derecho a todo y no se dan cuenta de que están bailando al borde del precipicio.

¿Pero no venía Tana esta noche? interviene por primera y única vez Goya.

Y así es afirma la Tirana. Pero ya sabéis que la puntualidad no ha sido nunca una de sus virtudes, mejor la esperaremos cenando.

Mientras se dirigen al comedor y toman asiento alrededor de la mesa, comienzan a sonar guitarras. Los músicos hasta ese momento invisibles son muy celebrados, pero no bien arranca la primera canción, un pasodoble, la puerta se abre dando paso a la última de las invitadas.

Mírala, apuesto a que estaba esperando el momento exacto para hacer su gran entrada suelta Hermógenes lo suficientemente alto como para que lo oigan todos. Quizá lo haya oído también Cayetana de Alba, porque se dirige sin preámbulos hacia él con la más deliciosa de sus sonrisas.

Don Hermes, cuánto bueno por aquí, me alegro de verlo. Guárdeme este sitio a su lado, quiere, que voy a saludar a la concurrencia. ¿Te importa, querida le dice a la Tirana, que me siente junto a él? Hace tanto tiempo que no lo veo

Bravo por Tana comenta Amaranta en voz baja a su vecino de la derecha, que es el maestro Costillares. Con estos plumillas, con estos cagatintas, no hay nada como palmearles el lomo para que acaben comiendo de tu mano.

A pesar del aire jovial que derrocha, Cayetana no está en su mejor día. Así lo constata don Fancho. Lleva, es cierto, un favorecedor traje de satén con chaleco negro de alamares y el pelo suelto y magnífico sobre los hombros. Pero la luz de las velas parece dibujar oscuros círculos bajo sus ojos y su sonrisa, aunque indesmayable, tiene un punto de impostura que tal vez pueda pasar inadvertido a otros ojos, pero, desde luego, no a los de Goya. ¿Tanto le habrá afectado ese insignificante asunto con Pignatelli? Resulta difícil de creer conociéndola, ella siempre tan alegre, tan deliciosamente liviana y, sin embargo, hay que ver el mal gusto que tienen a veces algunas mujeres opina don Fancho para sí, sobre todo las más inteligentes. Cuando se trata de amores, eligen a cada impresentable, concluye contrariado y, a partir de ahí, recuerda

Recuerda, por ejemplo, el día en que la conoció. Había sido el año anterior, más o menos por san Antón, visitando la nueva propiedad de los duques de Osuna. Pepa los había invitado a los dos a conocer el parque en el que empezaba a levantarse un magnífico palacio al que la duquesa quería bautizar con el nombre de El Capricho. Y para que sea eso exactamente, un gran capricho, uno de fábula, lo necesito a usted, don Fancho. Murales, cuadros, estatuas, frescos y hasta fuentes y los laberintos, todo ha de llevar su sello.

Eso le había dicho la de Osuna señalando las desnudas paredes recién enfoscadas, las estancias a medio terminar, las futuras salas de baile. Pero don Fancho sólo tenía ojos para Cayetana. ¿A usted qué le gustaría que pintara aquí, señora?, le había preguntado obviando la presencia de su anfitriona. Otra mujer de miras más estrechas que Pepa seguramente se habría molestado por la descortesía. Ella, en cambio, se unió a la pregunta: Sí, Tana, necesito, por ejemplo, dos grandes cuadros que presidan la entrada. ¿Qué te gustaría que pintara don Fancho en ellos?.

Cayetana había fruncido un poquito el ceño como si se encontrara ante una pregunta muy difícil. Un columpio dijo al fin, o tal vez un paseo en burro, no sé, algo muy cotidiano y campestre. Pero sobre todo, lo que más quiero, es que, un día, me pinte a mí.

Claro se había apresurado a responder él, será para mí un honor poder hacerle un retrato. Pero Tana había negado alegremente con la cabeza mientras empezaba a tutearle: No me has entendido, Fancho, por supuesto que algún día posaré para que me retrates, pero ahora me refería a otra cosa, a mí, a mi cara. Él había hecho ademán de no comprender y ella: Me refiero a que uses tus pinceles, tus pinturas directamente sobre mi piel, que me pintes con ellas la cara. ¿A que es una gran idea? preguntó, dirigiéndose a su amiga la de Osuna. Un retrato lo puede tener cualquiera, pero lo que quiero es convertirme yo en obra de arte.

Pocos días más tarde había aparecido por su estudio reiterando tan extravagante petición. Goya se negó diciendo que el albayalde que utilizaba era venenoso, pero no era fácil decirle que no a la duquesa de Alba.

El resultado, justo es reconocerlo, fue espectacular. Después de pasar por sus manos, los rasgos de Cayetana parecían aún más rotundos, sus ojos más alerta y su tez, que era algo aceitunada, resplandeciente gracias a un levísimo toque de blanco de Albayalde. Ojalá ahora tuviera un cuenco de eso a mano se dice, olvidando por un momento que tal producto es el más venenoso de todos los óleos. Le borraría ese rictus de tristeza de un solo trazo. Lo que enturbia un mal desengaño añade bien puede arreglarlo un buen amor como el mío.

¿En qué momento su corazón cascarrabias había comenzado a latir por ella? Tenía que reconocer que fue precisamente la mañana en que apareció por su estudio pidiendo que le pintase la cara. Su mujer enseguida se dio cuenta. Era difícil engañar a Josefa. Como a ella misma le gustaba decir, le bastaba con una mirada para adivinarle el pensamiento. Olvídala se dice ahora, igual que le había advertido Josefa aquella tarde. Sueña mejor con otros ojos, con otros rostros, con otros cuerpos. Como el de Luisita, por ejemplo, al fin y al cabo, también el de ella había logrado que su tonto corazón se acelerase.

Tanto tiempo ha consumido don Fancho perdido en recuerdos que, cuando vuelve de ellos, la cena ha terminado. Mira el reloj, las once y diez. Qué bendición. Pasada la hora de la cena en la que su incipiente sordera le impedía participar en la conversación general, llegaba su parte preferida de las veladas en casa de la Tirana, el baile, el cante. No porque pudiera disfrutar de la música como hacía antes, lamentablemente, sino porque uno de sus más grandes entretenimientos es leer a las personas e intentar descifrar sus afanes, sus pasiones, algo que, según él, se volvía fácil en cuanto callaban los labios para dejar paso al lenguaje de los cuerpos. Por eso, sin mucha ceremonia, Goya elige ahora sentarse en primera fila en la sala cerca de los guitarristas. ¿Quiénes serían los primeros en salir a bailar y cuál su danza? ¿Un minué? ¿Una coplilla? ¿Algún fandango, quizá? Cada baile tiene su idioma secreto y Goya los conoce todos. Aquí vienen los primeros danzarines se dice al ver a Amaranta y Costillares aproximarse, prestemos atención.

Aun antes de que empiecen a bailar, sólo por la posición de los cuerpos, Goya sabe que será una contradanza. No le interesan tanto sus movimientos al compás de la música como las miradas que puedan intercambiar, el lugar exacto en el que eligen posar sus manos o la suave inclinación de sus cabezas. Amores viejos, es el dictamen del maestro de Fuendetodos. Tan duro de oído a los rumores y comidillas mundanas como a todo lo demás, Goya no necesita saber qué se cuenta en los mentideros para concluir que esos dos cuerpos que se deslizan ante él se conocen pulgada a pulgada. Así lo proclama la tranquila facilidad con que las manos de uno recorren el territorio del otro mientras sus ojos ni se buscan ni se rehúyen, como suelen hacer los de aquellos que nunca han compartido intimidades. ¿Y quién se acerca ahora a la improvisada pista de baile? Ah, sí, la Tirana y Hermógenes Pavía, curiosa pareja. Él parece sapo de otro pozo y ella una princesa que ha besado demasiadas ranas. Ninguno de los dos se fía del otro. Así lo indica el modo en que echan hacia atrás sus caderas al tiempo que se abrazan tan educada como falsamente por el talle. A Goya le gustaría leer un poco más en sus cuerpos, adivinar sus mudas intenciones, el motivo de sus recelos, pero una nueva pareja, que le interesa más, se acerca. Cayetana acaba de sacar a bailar a Manuel Martínez. Este caballero es un perfecto desconocido para don Fancho. A diferencia de Isidoro Máiquez, a quien no necesita ver bailar para saber que lo hará como un gato persa, o de Comella, que seguro que se mueve como un pavo real o, todo lo más, como un palomo cojo, Martínez es una incógnita. ¿Qué se estarán diciendo él y Cayetana mientras la música les brinda coartada perfecta para hablarse al oído? A Francisco de Goya le encela ver que Cayetana sonríe ahora de un modo mucho menos impostado del que lo ha hecho durante toda la cena. Se diría cavila que ese hombre le hubiera hecho alguna gran merced, un regalo especial y ella se lo estuviera agradeciendo. También parece como si compartieran un secreto. Pero no, cómo ha de ser, imposible, se resiste don Fancho. ¿Qué merced o regalo, qué secreta confidencia puede compartir Cayetana de Alba con un oscuro empresario teatral? Son los arreboles propios del baile los que la hacen parecer más alegre que antes, se convence.

Giran los bailarines cada uno con su particular cadencia mientras don Fancho se apresta a descifrar más mudos lenguajes. Aún falta estudiar otros cuerpos, como el de Charito la Tirana, por ejemplo y también el de Luisa. Goya contempla la idea de ir a buscarla a la cocina, pedirle que le haga compañía ¿Pero qué pasa ahora? ¿Por qué de pronto dejan todos de bailar? Los primeros en detenerse han sido Pavía y la Tirana, luego Amaranta y Costillares y por fin Cayetana y Martínez. Asidos por la cintura, con las manos aún trenzadas y los cuerpos muy juntos, parecen expectantes, atentos a un sonido que está más allá del rasgueo de las guitarras.

¿Qué ocurre? pregunta Goya y nadie le contesta. Todos, incluidos los músicos, corren ahora hacia las ventanas y allí se arremolinan hablando de algo que él no entiende.

Las campanas tocan a muerto explica por fin un buen samaritano que no es otro que el maestro Costillares acercándose para que don Fancho pueda leerle los labios.

¿Cómo dice? pregunta Goya, que no comprende por qué algo tan habitual, como que el campanario de una iglesia taña a muerto, pueda causar tal revuelo.

No, don Fancho, no se trata de uno, sino de todos los campanarios de la ciudad y sus alrededores le aclara Costillares.

Goya se ha asomado también como los otros a la ventana. Puede ver cómo la gente comienza a congregarse en las calles, en ropa de dormir, envueltos en sus capotes o en sus toquillas, hombres, mujeres, niños incluso, y esta vez no necesita leer los labios de nadie para saber por quién tañen las campanas.

Sin que Goya pueda oírlo, un mismo grito brota de todas las gargantas.

El rey ha muerto.

¡Viva el rey!





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