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Capítulo 3 la llegada a Madrid




 

 

Trinidad decidió llamar Marina a su hija, en recuerdo de cómo y dónde se había producido su nacimiento y, a falta de fraile o cura, la víspera del día en que la iban a vender, ella misma le echó las aguas bautismales. Marina Amalalá Umbé, un nombre cristiano y otro yoruba, así se aseguraba la protección de los santos pero también la de los orishás. Aquella noche, en el altillo lleno de corrientes que, desde que habían llegado a Madrid, compartía con Celeste en casa de ama Lucila, Trinidad desplegó sobre la almohada de la niña un escapulario de la Virgen del Carmen, regalo de Juan que llevaba siempre al cuello, y también unas cuantas plumas y semillas de jagüey que atesoraba Celeste, y juntas elevaron sus oraciones.

Y ahora a dormir ordenó Celeste, sin necesidad de soplar la vela porque sólo con levantarla un poco ya se ocupaba de tal menester el aire que se colaba por mil rendijas. Mañana toca tremendo madrugón. Ama Lucila ha vuelto a invitar al caballero ese que la ronda, esta vez a desayunar en la cama como hacen acá las señorongas.

¿En la cama? se extrañó Trinidad.

Cosas de la metrópoli, chica. Según he podido enterarme amusgando la oreja, acá las damas de posibles tienen lo que llaman un cortejo. O dicho para que lo entendamos tú y yo, mhijita, un hombre consentido por el propio marido, que las lleva, las trae, juega con ellas a las cartas hasta que raya el día, e incluso tiene la prebenda de desayunar un día sí y el otro también en el dormitorio de la dama.

¡Pero si ama Lucila no tiene marido!

Pero sí cuartos, que es lo que realmente atrae y encandila a algunos como polillas a la luz.

¿Y en qué consiste esa visita?

También de eso se entera una escuchando tras las puertas. Resulta que llega el caballero y se le hace pasar a la alcoba. Allí, con cara de sueño y en bata o peinador, lo espera la dama de sus afectos con el desayuno dispuesto, cuanto más abundante y delicioso, mejor. Ahora, eso sí, sábete que todo es muy casto y decente, porque los cortejos son sólo eso, acompañantes de damas platudas.

Pero, Celeste, tú has visto a nuestra ama recién levantada. ¿Cómo va a querer ella, por muy a la moda que esté, que nadie la vea así?

Cómo se nota que no sabes nada de nada, muchacha, yo lo que me barrunto es que el ardid está en que todo parezca natural, casual, cuando en realidad es justo lo contrario. ¿Por qué crees que ha ordenado que nos levantemos a las cinco de la mañana? Aparte de hornear pan, colar café y cocinar pasteles y hasta buñuelos de viento, tendremos que prepararla para que tenga el inocente aire de recién arrebatada de los brazos de Morfeo.

¿Quién es Morfeo?

Y yo qué sé, muchacha, son cosas que las gentes dicen, no hagas preguntas necias. La cuestión es que, para adquirir el encantador y matinal aspecto de quien acaba de abrir un ojo, ama Lucila habrá de levantarse lo menos dos horas antes de que llegue su cortejo, trapearse, acicalarse, ponerse un camisón relindo y así preparaíta, con el pelo un poco despeinado y bostezando graciosamente, va y se mete de nuevo en la cama. A continuación, llega el galán y los dos platican harto rato mientras dan cuenta de los buñuelos y de todo lo demás.

Ese hombre, el cortejo, como tú le llamas, es el que ha comprado a mi niña, ¿verdad? pregunta Trinidad, sin poder evitar que la voz se le quiebre.

Mira, muchacha, de llorar ya nos ocuparemos mañana, que ahora hay que dormir pa estar fuertes y templadas. Te lo he dicho muchas veces, cada día tiene su afán.

Celeste a continuación había intentado coger a la niña para meterla en la cunita que le habían preparado con una cesta vieja y unos trapos, pero Trinidad se abrazó aún más a ella mientras que Marina, como si supiera, volvía la cabecita buscando su pecho caliente.

Es nuestra última noche, Celeste

La vieja rezonga. Le parece necia su actitud. ¿Cuántas veces había vivido ella una noche similar? Un varón y tres hembras le habían arrebatado al poco de nacer y así se lo dice a Trinidad.

Pero yo aprendí rápido, chica. Después de que se llevaran al primero, a las otras decidí no darles un nombre.

Eso es cruel. ¿Por qué, Celeste?

¿Por qué va a ser, sonsa? Porque es más fácil dejar de pensar en un hijo al que no se puede llamar y llorar a solas por las noches. En cambio tú, mírate, te has empeñado en bautizarla y ahora esas pocas letricas te perseguirán la vida entera. Marina, dirás pensando en su primera sonrisa o en para quién brillarán esos ojos tan verdes que, por suerte (o tal vez para su desgracia), ha heredado de su padre. Y no dejarás de buscarla, Marina de acá para allá, cuando lo sabio es el olvido.

El olvido es el único refugio de los esclavos, eso piensa Celeste, y así se lo ha dicho muchas veces a esa muchacha terca como mula, pero nada, ahí la tienes ante la ventana con su hija en brazos, amparándola con su cuerpo del frío que se cuela por las rendijas. ¿Qué piensas hacer ahora muchacha? ¿Ver cómo pasan una tras otra las horas, los minutos, mientras tú rezas para que nunca amanezca?.

Trinidad no piensa. Lo único que desea es sentir el calor de su niña, contar su respiración, sentirla piel con piel, amamantarla por última vez mientras atesora en su memoria aquel olor suyo mezcla de leche, canela y clavo. Eso, y estudiar la ciudad. La ciudad tan grande y desconocida que se extiende allá abajo. ¿En cuál de todas esas oscuras ventanas, en cuál de sus innumerables casas, grande o pequeña, humilde o principal, lejana o próxima, estará su hija mañana? ¿Qué mano mecerá su cuna y qué labios le cantarán una nana? Mientras estrecha a Marina contra su pecho, Trinidad se jura que, pase lo que pase, desde mañana mismo dedicará sus afanes a aprender una a una las calles, plazas y recovecos que ve extenderse a sus pies, porque ése es el primer y obligado paso para encontrar el paradero de su hija. Manuel Martínez, así se llama el hombre que la ha comprado. Quién sabe, tal vez en un descuido de ama Lucila mañana pueda hablar con él, suplicarle que le diga al menos dónde la lleva. ¿Para qué quiere un hombre como Martínez una esclava de tan pocos meses? Si al menos conociera la respuesta a esta pregunta y luego aprendiese a orientarse en aquella gran y desconocida telaraña de calles, paseos y plazas, podría acercarse a donde él vive, ver a la niña desde lejos, admirar cómo crece, mirarse en sus ojos verdes para recordar los de Juan.

Arriba, abajo, arriba, igual que el de un pajarito, así se agita el pecho de Marina dormida en sus brazos. Trinidad trata de acompasar su respiración a la de ella, lograr que sean una sola, unirse en un mismo aliento, y así se duerme, al fin, poco antes de que un campanario cercano dé las tres.

 

* * *

 

¡No, no y no! Dios mío, pero ¿qué he hecho para merecer tanto castigo? ¿No te acabo de decir, Celeste, vieja torpe y sonsa, que vayas con mucho tiento para no deshacerme el peinado? Mira en lo que se ha convertido mi pouf; ahora parece un nido de sinsonte.

Precisamente lo que tiene que ser, ama Lucila. ¿No dijo usté que tenía que aparentar muy despeinada?

Despeinada, sí, pero no un espantapájaros, hay una pequeña diferencia. A ver si consigues recomponer estos horribles rizos con algo más de melaza como hace mi peluquero, y date prisa, el señor Martínez debe de estar al caer.

¿Por qué no la peina la Triniá, madame? De unos días a esta parte, ama Lucila se hacía llamar así por sus esclavas, por aquello del dernier cri. Sí, madame. Voy a decirle que suba, siempre se ha dado buena maña con los peines, seguro que arregla este desaguisado.

¿Crees que permitiría que esa esclava sucia y desagradecida me ponga la mano encima? Prefiero parecer un alma en pena antes que dejar que me toque siquiera. Trae para acá, lo arreglaré yo misma. ¡Santo Niño de Atocha, mis pobres pulmones! A ver si ahora, con tanta prisa y tanto julepe, me van a dar los vapores, qué poco oportuno sería. ¡Ya está aquí Martínez! Oigo la campanilla, rápido, Celeste, voy a meterme en la cama. ¿Qué tal me veo? Pásame ese espejo. Así, así, mejor un poco más despeinada

De lo acontecido dentro de la habitación de madame y del desayuno con su cortejo, ni siquiera el fino oído de la negra Celeste puede dar cuenta. Después de haberlo preparado todo la cama ordenadamente desordenada y su ocupante dentro acodada sobre un par de almohadas con puntillas y jadeando porque dice que se ha quedado sin aliento, las dos esclavas se ocuparon de llevar el desayuno en grandes bandejas de plata.

Martínez había llegado ceñudo y con prisas. Impaciente, como si quisiera acabar pronto con un enojoso trámite. Buenos días, Lucinda, saludó antes de que la dama le recordara, con coqueto reproche, que su nombre era Lucila. Tonto, ven, siéntate en esa sillita junto a mi cama. ¿Quieres unos buñuelos de viento? A ver, Celeste, cierra la puerta y no nos importunes, ya te llamaré cuando el señor esté listo para partir.

Unos minutos, unos benditos minutos más. Diez, veinte, quizá hasta una hora es el tiempo que calcula Trinidad le queda para estar con Marina, para abrazarla y sentir su calor, para memorizar cada uno de sus gestos, de sus mohines, de sus movimientos. También para vestirla más linda que un sol y luego abrigarla, que acá los vientos parecen traicioneros.

Le puso primero una camisilla de franela regalo de Celeste y luego un faldón que había logrado confeccionar con el encaje de una vieja enagua. Peinó hacia atrás su pelo oscuro y por fin envolvió a la niña en una toquilla que le había tejido a ratos perdidos, larga y blanca, como espuma de mar. Después, se desprendió de aquel escapulario de la Virgen del Carmen que Juan le regalara antes de salir de Cuba y se lo puso a la niña.

¿Salen ya? ¿Oyes algo?

Sí, es la puerta, ya vienen.

Trinidad no logrará olvidar jamás el chasquido de aquel cerrojo que marcó el comienzo de su desgracia. Frío y chirriante, igual que el buenos días del hombre que ahora camina detrás de ama Lucila, con los botones de su oscura levita abrochados hasta el cuello como si hubieran resistido valientemente algún asedio. Y allí está también ella, la viuda de García, envuelta en el salto de cama de su ajuar de boda, ese que nunca usa, el que huele a alcanfor y moho.

¿Pero qué hacen ahí, paradas como dos momias, esclavas atorrantas? ¿Dónde están sus modales? Saluden como se les ha enseñado. Y Trinidad y Celeste hincan la rodilla en la reverencia de rigor.

A ver, no perdamos tiempo, que don Manuel dice que anda apurado. Celeste, trae acá a la mocosa, acabemos ya con el asunto.

Trinidad se gira entonces hacia Martínez, un hombre alto, joven, vestido de negro como un seminarista. Sabe desde niña que los esclavos no pueden mirar a los señores a los ojos, pero ella necesita buscar en los del visitante el más ínfimo, el más fugaz destello de bondad, de piedad acaso, cualquier atisbo que le permita suponer que serviría de algo echarse a sus pies, bañárselos en lágrimas, suplicarle que la compre también a ella, que la lleve con él. ¿Qué más da la reacción del ama? Que le escupa como hizo al conocer la existencia de la niña, que la muela a bastonazos como tantas otras veces. Necesita intentarlo y se adelanta, y va hacia Martínez con los brazos extendidos, pero él la aparta sin mirarla siquiera.

¿Dónde está tu cría, esclava?

A partir de aquí todo se vuelve borroso. Trinidad no sabe bien si fue el ama o quizá Celeste quien sacó a la niña del improvisado moisés para que Martínez pudiera examinarla. Tampoco sabe exactamente qué comentó aquel hombre al palpar los bracitos y piernas de Marina o mientras le estrujaba las mejillas para que abriese la boca y hurgar allí, con el experto y desapasionado dedo propio de un tratante de animales. Pero lo que jamás podrá olvidar, en cambio, es el final de la transacción. El momento en que Martínez hizo ademán de devolver a la niña a su moisés para llevársela en él y cómo ama Lucila se lo impidió.

Espera un momento. Tú, Celeste, desviste a la currutaca.

¿Qué?

Ya me has oído. Desnuda a esa cría de ramera, quítale todo lo que lleva encima, déjala como vino al mundo. Nada es suyo y nada ha de llevarse de esta casa.

Ama Lucila, por caridad balbucea Trinidad e incluso alarga hacia ella una mano suplicante.

¡No me toques, furcia! retruca la viuda, dejándole señalados en la cara los cinco dedos de su odio.

Martínez empieza a revolverse incómodo. Una cosa es tomarse una jícara de chocolate, aguantar la cháchara de una viuda fea y rica e incluso darle un besito en la reseca mejilla (todo sea por el teatro y su financiación) y otra bien distinta, tener que presenciar melindres y enojosas escenas domésticas.

Querida amiga le dice, ¿cómo me la voy a llevar sin ropa? Sea razonable, estamos en noviembre, no se da cuenta

Me parece que el que no se da cuenta eres tú, Martínez. Y hay algo en la forma de pronunciar su apellido que alarma al empresario. Se irá desnuda, he dicho.

Las lágrimas nublan sus ojos de tal modo que Trinidad apenas logra ver cómo ama Lucila le arranca a Marina la toquilla, la camisa y hasta los pañales y por fin y de un seco tirón el escapulario de Juan. Temblando de pies a cabeza, decide lanzarse sobre aquella figura grotesca y despeinada, pero Celeste se interpone entre las dos:

No, así no.

Pasan unos minutos que parecen siglos hasta que Trinidad, secándose las lágrimas, da un paso en dirección al moisés. Recoge del suelo su escapulario y, después de ponérselo, eleva los brazos y, muy despacio, comienza a desatar la pañoleta multicolor de esclava que lleva siempre, la misma que ama Lucila permite que siga usando acá en la metrópoli porque piensa que da a sus negras domésticas un aire exótico muy dernier cri. Sin mirar a la viuda se aproxima al moisés.

Tú, puta, ¿qué crees que haces, no te he dicho que?

Pero Trinidad ni siquiera la oye. El pelo le cae suelto y espléndido sobre los hombros mientras envuelve en el turbante a su hija desnuda.

Ya está, mi niña, así no pasarás tanto frío

 

* * *

 

La llegada de la noche la encuentra en el mismo lugar que la víspera, frente a la ventana del altillo, los ojos secos, los brazos yermos, el pecho hinchado con la leche de Marina pero bañada al menos por una luna llena y espléndida que ilumina toda la ciudad. El aire es tan fétido como frío, y dos moscas verdes, que parecen no haberse enterado de que pronto será invierno, zumban a su alrededor, pero Trinidad ni siquiera se toma la molestia de espantarlas. Prefiere que nada la distraiga mientras trata de imaginar cuál de los infinitos tejados que alcanza a ver cobijará ahora el sueño de su hija. Del invisible hilo de Ariadna que el destino acaba de tejer entre Marina y ella Trinidad sólo conoce un cabo, el de Manuel Martínez. ¿Qué utilidad puede tener una niña tan pequeña para un hombre como él? ¿Para qué la quiere? A Trinidad se le ocurren un par de posibles razones, a cual más aterradora. De modo que lo mejor será no perder el tiempo, intentar seguir el rastro del empresario teatral antes de que la única hebra que puede ayudarla a devanar la madeja se enrede sin remedio con otras. ¿Y después? Bueno, después, Dios o los orishás dirán, cada día tiene su afán. ¿No era eso lo que siempre repetía Celeste?

Trinidad deja que la vista se le pierda una vez más por las serpenteantes calles de aquella ciudad grande y desconocida. El primer paso parece fácil. Debía vendarse bien el pecho para que no le doliera tanto, salir de puntillas de la habitación sin despertar a Celeste, bajar a la cocina y descorrer el gran cerrojo que ama Lucila había mandado instalar para proteger la casa. En ningún momento el ama había visto la necesidad de guardarse la llave como hacen otras señoras que no se fían de sus criados. ¿Para qué? ¿Adónde podían ir dos esclavas forasteras y sin amigos? Y si esa mulata puta se escapa, debía de haber pensado la viuda, tampoco sería una gran pérdida. Le hubiera gustado verla salir de la casa con las manos atadas a la espalda y detrás de su nuevo amo (elegido por ella entre todos los posibles compradores para que fuera el más indeseable). Pero tampoco le disgusta la idea de que huya. En Cuba marcan a fuego a los esclavos que se atreven a hacerlo, de modo que es de suponer que aquí en la metrópoli ocurriría otro tanto. No podía ir muy lejos, es difícil escabullirse y más aún en una ciudad en la que los negros son una extravagancia. Qué gran placer saber que le desfigurarían la cara sin que tuviera que tomarse la molestia de hacerlo ella misma.

Todo esto es lo que parecen zumbar con su vuelo aquellas dos moscas gruesas y verdes, pero Trinidad no les presta atención. Ya sabe lo que va a hacer, no se debe desaprovechar una noche de luna. ¿Y qué hará para orientarse? ¿Hacia dónde dirigir sus pasos? Sólo conoce un nombre que ha logrado retener de las conversaciones entre Martínez y ama Lucila y es el de su teatro. Príncipe, dice que lo llaman.

Trinidad se asoma una vez más a la ventana. El campanario de una iglesia vecina acaba de dar la una, pero los teatros, por lo general, suelen estar abiertos hasta muy tarde. Tal vez llegar hasta allí sea tan fácil como buscar el único establecimiento iluminado, piensa. Trinidad aprieta entonces contra su pecho duro y adolorido el escapulario de la Virgen del Carmen que una vez perteneció a Juan. Quiera la suerte que la Virgen más marinera la ayude ahora a orientarse entre la marea infinita de casas, calles y plazuelas. Ojalá.

Durante un buen rato la semipenumbra es su aliada. Eran tantas las veces que Juan y ella se habían entregado a su protección Multitud las noches de luna llena como hoy en las que, saliendo cada uno por una puerta de la casa de los García, corrían a encontrarse en los galpones donde se guardaba la caña, el oro dulce que pronto se convertiría en ron. Y luego venía la divina borrachera de abrazarse allí a escondidas, tumbados sobre las hojas secas, tan cómplices ellas que apenas crujían bajo su peso mientras los dos se mareaban de besos con sabor a aguardiente.

¿No podríamos vernos en otra parte? le había dicho ella más de una vez. Acá no soy capaz de pensar a derechas, todo me da vueltas, sólo con respirarlo, el ron me nubla las entendederas.

¿Y qué más quieres, sonsa? Me gusta cuando pierdes por mí el sentido. Ven, dame la mano.

Eso es lo que piensa hacer también hoy, fingir que Juan está ahí para guiarla, nada puede salir mal si él está a su lado.

De pronto nota cómo le sube la leche endureciendo sus pezones. Dios mío, creía haberse vendado mejor, no contaba con aquella ola caliente y viscosa. ¿Dónde está, qué calle será ésta? Necesita más que nunca encontrar aquel famoso teatro Príncipe. Tal vez al verla en aquel estado, Martínez se apiade de ella y también de la niña. Quizá le permita ponérsela una vez más al pecho, tan sólo una

 

* * *

 

No, querida, pruebe mejor esta leche chocolateada. ¿Ha tomado usted jamás algo así de delicioso? Yo no la puedo catar por esta mala salud que tengo, enseguida me ataca el hígado. Pero de vez en cuando tiro la chancleta, como decimos allá en Matanzas, y me permito un par de sorbos. No se puede ser virtuosa todo el tiempo, ¿no le parece? Chocolate a la taza con huevo, clavo y canela. Es una receta de mi madre, que en gloria se halle, pero la mano ejecutora es la de Celeste. No hay nada como la de una esclava vieja para dar fundamento a los dulces, ya lo sabrá usted, supongo, gracias a sus nobles hermanas Camelia y Margarita. ¿Ha recibido noticias suyas? ¿Están de nuevo camino de Camagüey?

Es la primera vez que la señorita Magnolia Durán acepta la invitación de su inquilina Lucila de García a merendar, pero vive Dios que no será la última. ¡Qué gloria de bizcochuelos, qué delicia de pastelillos, qué sinfonía de tartas y tartaletas! Eso por no mencionar la jícara de chocolate que ahora sorbe con la delicadeza de su esmerada educación hidalga, pero también con el éxtasis de quien hace añares que tiene que hacer milagros para parecer rica cuando es más pobre que una rata de sacristía. La viuda no es exactamente su vecina favorita, ni su cup of tea, como diría un inglés, pero con la vida como está, no es cuestión de desaprovechar la hospitalidad ajena. Cierto que la cubana es de las que cuando pegan la hebra no la sueltan en toda la tarde, pero, qué caramba, lo único que la situación requiere es escuchar sus quejas (porque quejarse se queja sin parar) y contestar con monosílabos. La situación ideal para ambas, realmente. Para Lucila porque es devota de monólogo y salmodia, y para ella, porque es muy poco elegante hablar con la boca llena y, con estos éclairs de café, con estos arrollados de mermelada de grosella y estos polvorones, en fin, qué quieren que les diga

Tome, querida, aún no ha probado las tartaletas, y yo tengo que contarle algo realmente increíble.

Cguente, cguente farfulla Magnolia.

En este valle de lágrimas, cuando no llueve, diluvia, según dicen en mi tierra, y vaya si es verdad. Ya conoce usted mi triste historia, ¿no es cierto?

De pe a pa se apresura a decir la señorita Magnolia, que lo sabe todo sobre la travesía del Santiago Apóstol. También de cómo su vecina quedó viuda por un golpe de mar e incluso está enterada de la venta de una bastarda de su marido (pormenor este último que no ha llegado a sus oídos por boca de Lucila, obvio es decirlo, sino porque es la comidilla del barrio). Según la versión de Lucila, lo que vendió fue sólo una cría de esclava: Que ya sabe usted cómo son estas mulatas, se aparean con el primer negro que pasa y luego paren como conejas.

Pero se acabó continúa la viuda, ya me he librado de la cacasena y pronto haré otro tanto con la madre.

¿Cómo es eso? pregunta retóricamente Magnolia, a la que le interesa poco y nada lo que le están contando, pero necesita embarcar a su interlocutora en un largo parlamento que le permita distraer al menos un par de bollitos de leche y meterlos en la bolsa de croché que ha traído a tal efecto. Así mañana los podrá degustar a la hora del almuerzo en la soledad y el bendito silencio de su hogar, gloria pura. Cuente, cuente usted

Pues figúrese que después de que yo, con cristiana responsabilidad, me asegurase de que la cría fuera a parar a las manos más honradas y decorosas, no se le ocurrió a esa negra desgraciada nada mejor que lanzarse a las calles en pos de su hija. ¿Se imagina el dislate? Hay que ser tonta de capirote para echarse a la calle sin rumbo y como alma en pena en una ciudad desconocida. ¿Adónde pensaba ir? Vaya usted a saber. Lo único que sé es que llegó adonde se merecía.

Aquí doña Lucila hace una pausa dramática esperando que su interlocutora inquiera dónde, pero la señorita Magnolia, para que no descubran cómo distrae bollitos de leche, no tiene más remedio que fingir que se ha atorado con azúcar glas, por lo que sólo alcanza a hacer un ruido interrogante que suena más o menos a:

¿Eeeh?

Exactamente ahí. ¿Cómo lo ha adivinado? Nada menos que con la hez, con lo peor de Madrid fue a dar esta atorranta, con un nido de rameras como ella.

La señorita Magnolia, que no volverá a cumplir los cincuenta, aunque sólo confiesa treinta y nueve, tiene muchas lagunas en sus saberes. Hay cosas que una dama soltera jamás inquiere. Pero eso no quiere decir que no desee que la ilustren respecto a ciertos pormenores siempre silenciados por la buena educación, y la ocasión no puede ser más perfecta. Ninguna de sus otras amigas, todas dignísimas y de inmejorable familia, soñaría siquiera con preguntarle nada sobre asuntos de esta naturaleza, pero ¿qué le impide interrogar a una viuda de vaya usted a saber qué pedigrí, sin conexiones de ningún tipo y recién llegada de ultramar?

¿Nido de rameras? repite sin poder evitar un leve vibrato al pronunciar una palabra que nunca antes ha cruzado (ni volverá a cruzar) el umbral de sus labios.

¡Y qué nido, amiga Magnolia! Según el alguacil que me ha devuelto a esa negra infame cargada de cadenas como se merece, bajo el puente de Segovia, allí donde ninguna alma decente se atreve a adentrarse después de la caída del sol, hay un tugurio de nombre La Casita en el que una madama se precia de pastorear a furcias de todas las nacionalidades. Turcas, sarracenas, negras de África, también de las Antillas y hasta filipinas, tengo entendido. Altas y bajas, viejas o muy niñas, prestas todas para satisfacer los caprichos y las perversiones más espeluznantes.

¿Y cómo fue que su negra de usted acabó allí? pregunta la señorita, tan interesada en la conversación que incluso ha dejado de sorber chocolate.

Pues se metió en la ratonera ella solita. Cinco días con sus noches pasó en aquel tugurio de fornicación, y tengo para mí que no habría salido nunca de él si no fuera por las fiebres.

¿A qué tipo de fiebres se refiere?

A las que se producen al no ordeñar como es debido los pechos una madre recién parida.

Dios mío se escandaliza (levemente) la señorita Magnolia, que nunca ha oído de labios de nadie tal ristra de palabras prohibidas, pero está encantada con la peripecia. ¿Y qué pasó, pues?

Verá usted, según me explicó el alguacil, el caso es que ella andaba deambulando por ahí más perdida que Mandinga el día de Navidad cuando la encontró la madama. Se la llevó para su antro y al poco rato ya la tenía entre la lista de sus pupilas y en sitio preferente.

Guapa sí es un rato y muy alegre también, siempre anda riendo, a pesar de sus penares reconoce la señorita Magnolia, pero, al ver lo poco que le gusta el comentario a su inquilina, decide bajar el diapasón de sus adjetivos monilla, digamos.

Igual daría que fuese más fea y más lela que Abundio porque su valor para la madama venía por otro lado.

Ah, sí, ¿cuál?

Según me dijo también el alguacil, porque como comprenderá yo de rameras sé poco y nada, las putas con leche son muy solicitadas en los burdeles; tengo entendido que hay cola para gozar de sus servicios. Lo malo es que no resulta raro que se afiebren, sobre todo si el caballero es demasiado fogoso y muerde.

La señorita Magnolia bizquea con este retazo de información y luego se vuelve estrábica. Un ojo avizora las tartaletas mientras el otro naufraga en los turrones, pero no acierta a decir nada. Cuánto le gustaría vocalizar ese verbo salvaje: morder, pero imposible, no le sale. En vez de eso, opta por hincarle un diente a un polvorón y es, entre una nube de canela y azúcar glas, como llega a conocer el resto de la historia.

Para hacerle el cuento breve, amiga mía, resultó que la madama de aquel lugar de fornicio, prudente ella, para evitarse enredos, no fuera a morírsele la mulata furcia en su establecimiento acarreándole problemas con la clientela y no digamos con la autoridad, optó por dejarla donde la había encontrado, en la calle, bajo un soportal, que fue donde la descubrió la ronda hecha un ovillo, y más muerta que viva, pero aún con labia suficiente para contar un nuevo embuste.

¿Cuál?

Al preguntarle de dónde venía y quién era su amo, mintió la desfachatada asegurando pertenecer al maestro Manuel Martínez, del teatro Príncipe. ¿Qué pretendía la muy lerda con ese ardid? ¿Hacer que Martínez se responsabilizara de ella, ablandar su corazón, lograr que se la llevara con él y por tanto también con la cacasena? Si es así, pinchó en hueso. Mi cortejo dice ahora doña Lucila enfatizando tanto el pronombre posesivo como el sustantivo para que su vecina vea cómo de dernier cri es su inquilina, mi cortejo, insisto, que es de los míos y partidario de la ley y el orden como no puede ser menos, le indicó a la autoridad que no, que esa esclava no era de su propiedad, pero que conocía a su dueña. Resumiendo, querida concluye la viuda de García temiendo que tal atracón de pasteles acabara con su única oyente, que otra vez tengo a esa malaje en casa, bajo los cuidados de Celeste a la sopa boba y recuperándose de sus fiebres y desmanes, para que luego digan que una no es caritativa.

Esta Celeste suya es un tesoro interviene la señorita Magnolia, encantada de rendir tributo a la autora de tantas delicias. ¿También entiende de pócimas y medicinas?

Es de lo que más sabe. ¿Por qué cree que vengo cargando con una esclava tan vieja e inútil desde Cuba? Yo tengo la salud delicada y los médicos europeos no saben de la misa ni el oremus. Intentan curar con sanguijuelas, purgas o eméticos y se les muere la mitad de los pacientes. Negras como la mía, en cambio, conocen las propiedades de las hierbas, los secretos de las raíces, los mil y un misterios de los tubérculos y hacen pócimas y bebedizos que resucitan a los muertos.

Habla usted más bien de hechizos, me temo.

Bah, llámelos como quiera, el caso es que curan y en esta ocasión han conseguido arrancar a la maldita mulata esa de los mismísimos calderos de Pedro Botero. En resumen, querida, que le he permitido a Celeste que le salve la vida.

Como era su cristiano deber. ¿Qué piensa hacer con ella ahora?

Lo que siempre me he propuesto, venderla. Sacar por ella unos buenos cuartos y también en eso está siendo providencial Martínez. Me ha dicho que está interesado en su compra. No ahora, para qué quiere él una esclava enferma y esmirriada, sino un poco más adelante, cuando Celeste le recupere del todo la salud. Y ya me ocuparé yo de que sea lo antes posible. Un mes o dos, a lo sumo, no soporto la presencia de esa desgraciada. ¿Otro bollito de leche, querida? Me parece que un par de ellos asoman de su bolsa de croché, coja, coja con confianza, que no se diga que en esta casa no se hace honor a todas las obras de misericordia

CAPÍTULO 4
UNA CAJITA DE RAPÉ

 

 

El palacio de Buenavista se alza en un pequeño promontorio a la izquierda de la recién inaugurada plaza de Cibeles y junto al no menos nuevo paseo del Prado. El edificio actual, aún sin terminar, lo mandó construir la duquesa de Alba después de demoler un par de edificaciones anteriores que no eran de su gusto. El palacio nuevo es obra de Juan Pedro Arnal, a quien se le encomendó realizar un proyecto de planta rectangular de dos pisos con un gran patio central en el estilo neoclásico imperante. La escalera principal está construida enteramente de caoba traída de las Indias, flanqueada a derecha e izquierda por cuadros de gran valor. Correggios, Van Dycks, unos cuantos Riberas eso por no mencionar las obras maestras que cuelgan en los diversos salones que rodean todo el perímetro de la primera planta entre las que destacan La Madonna de Alba, de Rafael, y La Venus del espejo, de Velázquez. Es precisamente ante este cuadro que embellece el pequeño salón azul que hay a la izquierda de la escalera, donde José Álvarez de Toledo y sus galgos Pitt y George recorren en este mismo momento arriba y abajo la habitación. José consulta uno de los dos relojes de bolsillo que adornan su chaleco. Las nueve menos cuarto. ¿Dónde se ha visto que unos duques, por muy de Alba que sean, lleguen tarde a una recepción real? Menos aún piensa José en momento tan delicado en que la corte guarda luto por la muerte del infante Gabriel, gran amigo suyo por cierto, e hijo preferido de Carlos III. Qué caprichosa es la suerte, se dice ahora José. Los terribles calores del verano se saldaron sin apenas epidemias y fiebres en la villa de Madrid, pero, llegado el otoño, hasta la corte recibió la visita de la temible viruela. Si Gabriel le hubiera hecho caso. Si no se hubiese dejado convencer por cuentos de viejas que proclaman que la recién inventada vacuna entraña horribles peligros. Él, un hombre ilustrado, experto en lenguas y que tocaba el clavicémbalo mejor incluso que el maestro Soler. ¿Por qué diablos se había negado a inocularse? Pero si se sabe que hasta María Antonieta, la más frívola de las reinas, ha accedido a vacunarse ella, sus hijos y demás familiares. Y desde entonces, ni un caso se había producido en la corte francesa en los últimos cinco años. En cambio aquí en Madrid, ya ves, continúa cavilando José. Qué enfermedad tan cruel; se había llevado a su mujer, luego a un hijo de corta edad, y por fin al propio Gabriel. ¿Por qué tuvo la suerte que ensañarse con tan excelente familia? ¿No podían los mismos insalubres humores que acabaron con sus vidas haber crecido y multiplicado un poco más allá, en las cámaras de los príncipes de Asturias, Carlos y María Luisa por ejemplo? Sí. Apenas un centenar de varas hacia la izquierda y la historia hubiera sido otra. España se vería libre ahora de un heredero simplón cuyos únicos intereses eran la caza y montar y desmontar relojes y de una princesa ambiciosa con un apetito desmedido por los calzones y las braguetas no precisamente reales. ¿Serían ciertas las muchas historias de infidelidad con ella de protagonista que se contaban a todas horas? José acaricia filosóficamente el hocico de George antes de responderse que no. Difícilmente podían quedarle ganas de más ardores de cama a una mujer con un marido capaz de embarazarla quince veces en poco más de veinte años de casados.

La buena de María Luisa se ha dejado en los partos gran parte de su belleza y toda su dentadura. Ni un diente le queda, filosofa José antes de decirse que bueno, que siendo como es la futura reina de España, seguramente habrá más de uno que vea atractivo incluso este pequeño defecto estético Como Juan Pignatelli, por ejemplo, el frívolo e insustancial hermanastro de Cayetana, que, según dicen, es quien más revolotea como una tonta y negra mariposa alrededor de la princesa de Asturias en estos momentos. Desde el primer día en que lo conoció, a José le disgustó la forma de ser de aquel hombre. Y así se lo dijo a Cayetana: Me da igual que Juan sea hijastro de tu madre. Un lechuguino, un petimetre, un fatuo, eso es lo que es, preocupado sólo por que su peluca sea la más rizada y sus ojos los más lánguidos de la corte. ¿Por qué tenéis las mujeres tan mal gusto según y cuándo? Y no me vengas con la historia de que es sólo un hermano para ti, querida. No hay más que ver cómo te mira para adivinar que sus intenciones son todo menos fraternales. Lo único que me tranquiliza es que, igual que te mira a ti, mira a todas, incluida nuestra querida princesa de Asturias. No me extrañaría que uno de estos días el rey, que ya está viejo y supongo que cansado de las habladurías que corren con su nuera como protagonista, decida cortarle las alas a semejante pajarraco atolondrado.

Cayetana no le había hecho el menor caso. La siguiente vez que coincidieron con Pignatelli fue en un baile de disfraces y no desaprovechó la ocasión para flirtear furiosamente con él con la coartada, según dijo, de que en carnaval todo vale. Quien con niños se acuesta, ya sabemos cómo amanece, fue el único comentario de José antes de ir, también él, a hacer cierto aquello del carne-vale. La hija del embajador de Gran Bretaña era adorablemente rubia, pecosa y además tocaba el arpa de modo encantador. ¿Apreciaría que él le confesara que había llamado George y Pitt a sus galgos favoritos en honor al rey y al primer ministro de su graciosa majestad británica? Claro que sí, los ingleses aman a los animales más que a las personas; lo consideraría un hermoso homenaje, una prueba de sensibilidad por su parte.

José piensa ahora en Georgina, que así se llama la dama en cuestión. ¿Acudirá esta noche a la recepción de palacio? Lo más probable es que sí y eso lo ayudará a olvidar otras contrariedades. La muerte de su buen amigo el infante Gabriel quizá no, es una punzada demasiado dolorosa. Pero la sonrisa de Georgina posiblemente logre amortiguar otras enojosas situaciones. La presencia de Pignatelli, por ejemplo. ¿Cómo se vestirá el pisaverde para la ocasión? ¿Con casaca y calzón de seda azul turquesa? ¿Verde Nilo, quizá con bordados en plata? El tipo aquel se quejaba mucho de su falta de caudales, pero se las arreglaba para ir siempre hecho un pincel. José toma nota mental de reparar, esa noche, en qué parte de su cara se habría colocado el lechuguino un lunar de terciopelo negro. La moda había degenerado tanto en los últimos tiempos que la costumbre, antes femenina, de mandar codificados mensajes a las posibles conquistas según y dónde se colocara la dama un falso lunar, ahora la habían adoptado también los hombres. Algunos hombres, puntualiza José, sólo los más insustanciales. Eso no impedía, naturalmente, que él conociese tan secreto lenguaje. Un lunar junto a la boca quiere decir Estoy disponible. En la mejilla izquierda No lo intentes; uno junto al ojo izquierdo Te espero esta noche. Bobadas de gente ociosa, le confía José a George y Pitt en voz alta. Ociosa y tan inculta que ignora que los lunares los puso de moda hace ya demasiados años una gran cortesana francesa para disimular los estragos causados por la viruela en su bello rostro. Este último pensamiento hace que el duque de Alba vuelva a entristecerse al recordar la muerte de su amigo el infante Gabriel. Cuentan que al rey, a Carlos III, se le escapó un ¡Pobre España! junto al féretro de su hijo favorito, justo antes de tomar por el brazo a su otro hijo, a Carlos, príncipe de Asturias, y acercarse ambos a darle el último adiós.

José se revuelve ahora incómodo en el sillón inglés en el que se ha sentado hace unos minutos después de recorrer largamente el salón de La Venus del espejo seguido por sus galgos. ¿Qué hora es? Por Júpiter, las diez menos cinco, tardísimo incluso para Cayetana. ¿A qué viene tanto retraso? No va a tener más remedio que subir él mismo a buscarla, qué contrariedad.

 

* * *

 

Más cerca, Rafaela, justo aquí, ¿ves? A la derecha del ojo izquierdo. Un único lunar en toda la cara, así ha de ser, y el resto ya puedes guardarlo en el mismo lugar en que lo encontraste. No. No me digas nada, que te conozco y no pienso hacerte caso. Es un juego, tonta, todas las damas lo hacen y no significa nada. A ver si te crees que me importa de verdad Juan Pignatelli. ¿Lo dices por esa cajita de oro y brillantes suya que le pedí que me regalara el otro día cuando vino a verme? Fue un trueque que hicimos. Un intercambio, él me dio su nueva cajita de rapé y yo le correspondí con una sortija con un diamante amarillo. No muy masculina, es cierto, pero a Juan todo le queda bien. Y aún no sabes lo mejor. Él no me lo quería decir, pero al final tuvo que confesar. La cajita en cuestión se la regaló la princesa de Asturias, que bebe los vientos por él últimamente. Me la quedo, le dije, arrebatándosela del bolsillo. Sólo así creeré que me quieres sólo a mí. Vamos, Rafaela, cuando me miras así no tengo más remedio que estar de acuerdo con todos esos que te llaman la Beata y doña Meapilas. Por san Cayetano y por María Santísima. ¿No te das cuenta? Es lo que se lleva ahora, liviandad, ligereza, lisura y, después de nosotros, el diluvio. Après nous, le déluge. Eso le dijo madame Pompadour a Luis XV mientras elegía (esto me lo invento yo, pero seguro que no voy muy descaminada) en qué parte de su cara se pondría aquella noche los lunares. Descuida, en España no habrá ningún diluvio, así que no pasa nada por divertirse un poco. ¿Qué mal puede haber en que dos hermanos (bueno, hermanastros, eso te lo concedo) rían juntos?

Rafaela no contesta. Sabe que la única manera de que Cayetana llegue a una hora prudente a la recepción real es no llevarle la contraria. Al verla así, cualquiera pensaría que no es sino otra de esas atolondradas mariposas que revolotean por la vida sin más interés que un vestido bonito o coleccionar cumplidos de un petimetre. Farfalle las llaman en sociedad, tontas polillas que tan fascinadas están por la luz de las candilejas que acaban abrasándose las alas. Tana no es así, o, mejor dicho, no lo es todo el tiempo. Sólo que ahora, rodeada de manicuras, sastras y peluqueras que alborotan a su alrededor, parece la reina de todas ellas.

¿Qué te parece, Rafaela, crees que a Juan le gustará este peinado a la Caramba?

El ama observa la imagen de Tana reflejada en el espejo. Siempre ha tenido por innecesariamente provocador aquel estilo. No en vano se inventó en honor a una cómica. Contenta estará piensa la Beata María Antonia Fernández, la Caramba, donde quiera que ahora vague su alma. Lleva ya unos cuantos años criando malvas y sin embargo reina aún en las cabezas de todas las damas de la corte con este peinado de bucles y rizos en cascada que incluye grandes y aparatosos lazos y cintas de colores.

El que le han hecho hoy a Tana es, dentro de lo que cabe, discreto. Apenas una lazada de grosgrain rojo en forma de escarapela anudada sobre su pelo suelto, rizado y muy negro. Menos le agrada al ama el vestido que ha elegido. La muselina es un tipo de tejido que se pega demasiado al cuerpo para su gusto. Estética neoclásica ha oído que la llaman. Algo así como si ahora, a las damas, les hubiera dado por disfrazarse de diosas griegas que, como todo el mundo sabe, iban medio Hay palabras que jamás saldrán de la boca ni siquiera en pensamientos de la Beata, de modo que la omite. Mejor concentrarse en los zapatos. En eso Tana es conservadora y los elije menos vertiginosos que el resto de las damas. No tiene más remedio. La leve escoliosis que sufre desde niña hace que lleve un alza de pulgada y media en el pie derecho. Eso la obliga a no permanecer de pie largo rato, también a caminar con una suave cadencia que ella ha convertido en un rasgo encantador.

Daría cualquier cosa por ver la cara que pondrá la fea de María Luisa de Parma si llega a enterarse de para qué sirve ahora su carísima cajita de rapé dice Cayetana mientras abre la cajita en cuestión, esta vez en busca de un nuevo lunar con el que adornar su hombro izquierdo. Tú qué crees, Rafaela, ¿tendrá algún significado especial si me lo pongo aquí, más cerca del antebrazo? Se me ocurre que voy a proponerle a Juan inventar otro código de lunares que sólo él y yo conozcamos. Mucho mejor hablar a través de lunares que a golpe de abanico como hace todo el mundo. ¿Qué sentido tiene utilizar un lenguaje que es ya universal? Ni te imaginas las cosas de las que se entera una mirando a un grupo de damas que esperan a que las saquen a bailar, por ejemplo. Venga abrir y cerrar, venga darse disimulados golpecitos en el muslo o en el antebrazo con sus abanicos como si el resto de los presentes estuviéramos en las Batuecas. ¿Qué hora es, Rafaela? ¡No me digas que las diez menos cuarto! Conociendo a José, quedan exactamente cinco minutos para que irrumpa por esa puerta diciendo que no me espera ni un segundo más. Entretenlo como sea, ¿quieres? Cuéntale el cuento más chino que se te ocurra, que aún me falta darle las buenas noches a mi niña. ¿Tú crees que estará dormidita? Siempre me espera con los ojos muy abiertos cuando llega la hora de su biberón.

Rafaela sigue a Tana hasta cierta habitación contigua a la que sólo se puede acceder a través de una puerta disimulada en el panelado de la pared. Atravesarla es tanto como deslizarse a otro mundo. Atrás quedan ahora las tres habitaciones de la duquesa de Alba que componen lo que llama su boudoir. Primero, el dormitorio en el que reina un ambiente veneciano; a continuación, una pequeña salita de estilo indefinido cuyo motivo más destacado es un secreter de palosanto en el que le gusta despachar su correspondencia; y por fin, el tocador, donde aún se afanan y revolotean peluqueros, costureras y las dos doncellas que la han ayudado a vestirse. Sin embargo, una vez franqueada aquella puerta escondida, ni siquiera sus voces son audibles al otro lado. De que así sea, como de todo lo demás que incumbe a su hija, se ha ocupado personalmente Cayetana de Alba.

La luz de la vela con la que se alumbra proyecta sobre las paredes a su paso las siluetas de un extraño ballet. Y esas sombras chinescas cuentan cómo el perfil de la duquesa de Alba vestida para cenar en palacio se desliza ahora sobre un fresco pintado en la pared en el que puede verse un intrincado bosque donde juegan al escondite duendes, magos y hadas. Tan bien se entrevera la sombra de la duquesa con el dibujo de aquellos personajes de leyenda que resulta imposible saber dónde terminan las barbas del mago Merlín y dónde empieza un peinado a la Caramba, dónde asoman las brumas de Avalón y dónde reina un blanco vestido de muselina. Sólo cuando Cayetana deja el candil sobre la mesita de noche para asomarse a la cuna de María Luz, ambos mundos se disipan para que la madre pregunte:

¿Está despierta mi niña?

María Luz, que espera cada noche la visita, tiende hacia ella sus bracitos negros.

Ven, tesoro, mamá ya está aquí.

¡Cayetana! ¿Pero te das cuenta de qué hora es?

La voz de José acaba de colarse en el reino de Avalón, pero ni siquiera la alargada sombra que su dueño proyecta desde la puerta, logra que el hechizo se desvanezca. Al contrario. Las sombras de aquellos dos mundos se confunden y entreveran aún más mientras la madre da el biberón a su hija.

Perdóname, José, ya estoy terminando, podemos irnos cuando quieras.





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