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Versión Modificable 6 . Ante ella, bastante más abajo, en una visión panorámica a sus pies, se abría el maravilloso espectáculo de una ciudad




Es tu turno dijo.

Ante ella, bastante más abajo, en una visión panorámica a sus pies, se abría el maravilloso espectáculo de una ciudad abigarrada y pletórica, un radiante charco multicolor por debajo de la oscura bóveda del firmamento. Excitación y vértigo. Dio un paso hacia delante pero alguien agarró su brazo y la detuvo.

Él no puede pasar.

La androide se volvió, sorprendida, y descubrió que Merlín estaba a su lado. Se encontraban cogidos de la mano.

Él, no volvió a decir la voz, imperativa.

Merlín la miró y sonrió. Una sonrisa pequeña y melancólica. Bruna quiso hablar con él, quiso dar la vuelta y regresar a la sala. Pero ya se habían puesto en movimiento, ya todo era imparable y era muy rápido. Bruna descendía volando hacia la ciudad y Merlín se iba quedando rezagado, Merlín era un peso muerto tirando de ella. La rep apretó la mano de su amante, apretó y apretó para no soltarse de él, para no separarse. Pero el hombre flotaba como un globo de helio y se quedaba atrás, haciendo que su brazo se estirara dolorosamente.

¡Nonononono! gritó la androide, sintiendo que se le escapaba.

En su desesperación por no perderle le clavó las uñas en el dorso, pero las sudorosas manos fueron resbalando y, de pronto, ya no se tocaban. Merlín, con las extremidades extendidas en el aire como una estrella, ascendía hacia el cielo negro e inacabable y desaparecía al fin a la deriva entre las sombras del nunca jamás.

Bruna se sentó de golpe en la cama. Estaba empapada de sudor y jadeaba, porque el terror de la pesadilla todavía le aplastaba los pulmones. Miró la hora proyectada en el techo: 03:35. Del jueves. No, del viernes. Del 28 de enero de 2109. A una semana del final del mundo, según los apocalípticos. Cuatro años, tres meses y catorce días.

Gimió quedamente porque el dolor la estaba matando. El dolor de la ausencia de Merlín, el dolor del recuerdo de su dolor. Si la gente viera morir a los demás de modo habitual, si la gente fuera consciente de lo que cuesta morirse, perdería la fe en la vida. Bruna tensó las mandíbulas y rechinó los dientes. Basta, pensó. Se levantó de un salto, se puso el viejo equipo de deporte de la milicia y salió del apartamento a desfogarse. Madrid estaba desierto, más solitario aún porque en la esquina ya no se encontraba apostado Maio: su presencia había sido tan constante que ahora parecía haber dejado un hueco en el paisaje. Pero el bicho se había quedado en el circo, con Mirari.

Bruna empezó a trotar por la calle vacía pero enseguida se puso a correr, salió disparada a toda velocidad sin siquiera esperar a calentar, corría y corría por encima de su capacidad y los muslos empezaron a dolerle y el aire penetraba en sus pulmones como si fuera fuego. Zancadazancada-zancada, sus pies resonando sobre el duro asfalto, el corazón retumbando en la garganta, el cielo sobre su cabeza, tan negro y amenazador como el de su pesadilla. Ah, Merlín, Merlín. El sonido empezó a salir a presión entre sus dientes apretados, primero fue un gruñido, luego un gemido, ahora Bruna había abierto la boca de par en par y gritaba, aullaba con todas sus fuerzas, con su carne y sus huesos, cada una de las células de su organismo exhalaba a la vez ese alarido, corría y gritaba como si se quisiera matar gritando y corriendo, como si quisiera volver su cuerpo del revés. Las gruesas botas militares caían una y otra vez sobre la acera y el pesado golpeteo resultaba vagamente satisfactorio, le parecía estar pisoteando el mundo y dándole patadas a la realidad. Bruna corría con saña.

De cuando en cuando sombras fugaces como cucarachas desaparecían a toda velocidad delante de ella. Se abrieron algunas ventanas a su paso, se iluminaron luces. Cuatro años, tres meses y catorce días, pensó la androide mientras chillaba a pleno pulmón. O también: 711 días. Ya casi dos años desde la muerte de Merlín. Entre los dos vectores, la suma ascendente de la memoria y la descendente de la propia vida, se abría el gran agujero de los terrores, el insoportable sinsentido. Imposible no desesperarse y no gritar.

Justo en ese momento vio que una pistola emergía frente a ella en la oscuridad.

¡Alto! Policía. Identifícate.

Era un PAC, un Policía Autónomo Contratado, un servicio mercenario que utilizaba el gobierno regional, siempre en perpetua crisis económica e incapaz de mantener sus propias fuerzas de seguridad. Las empresas de PACS variaban mucho en precio y calidad; este agente jovencito de voz indecisa y arma temblorosa debía de pertenecer a una contrata muy mala y muy barata. Sin detenerse, Bruna aprovechó el impulso de su furor y su carrera para arrancarle la pistola al muchacho de un puntapié y luego arrojarse sobre él. El chico cayó de espaldas al suelo y la rep quedó encima y atenazó su cuello. El policía ni siquiera intentó defenderse: estaba lívido, paralizado de terror. En un chispazo de cordura, la androide se vio a sí misma desde fuera: con el rostro deformado por la ira y rugiendo. Porque ese ruido sordo que escuchaba era su propio rugido... un amenazador bramido de animal.

Por-favor-por-favor-por-favor farfulló el policía medio ahogado.

Era un niño.

¿Por qué me has apuntado?

Perdona... Perdona... Los vecinos nos han avisado... yo era el que estaba más cerca...

Eso quería decir que pronto vendrían más.

¿Qué edad tienes?

Veinte.

¡Veinte años! Bruna jamás había tenido veinte años, aunque los recordara. Experimentó una punzada de odio tan inesperado y tan agudo que se sobresaltó: un odio infinito hacia ese humano privilegiado que ni siquiera sabía lo mucho que tenía. Sus manos vibraron por un momento con el deseo de apretar los dedos. De cerrar las manos en torno al cuello del chico. Fue como un calambre, como el paso instantáneo y galvanizador de una corriente eléctrica. Pero después ese impulso se fue y no quedó ni rastro. Sólo quedó un chico, casi un niño, a punto de llorar bajo sus garras. Y un cielo muy negro sobre sus cabezas.

Entonces Bruna soltó al policía y se puso de pie.

Perdona. Lo siento de verdad. Espero no haberte hecho daño.

El policía se sentó en el suelo y negó con un gesto.

Ha sido un acto reflejo al verte venir hacia mí con la pistola de plasma. Estoy con los nervios de punta, eso puedes entenderlo. Nos estáis persiguiendo, nos estáis marginando, nos estáis odiando. Nos estáis matando. Pero fuisteis vosotros quienes nos construisteis.

Dos lágrimas densas y redondas como gotas de mercurio cayeron sorpresivamente por las mejillas de Bruna. ¿De dónde salía ese agua? ¿Cómo era posible haber vivido antes tanto dolor con los ojos siempre secos, y llorar ahora sin ningún motivo? Entonces, mientras intentaba controlarse y contenerse, la rep vio que el PAC también estaba llorando. Sentado sobre el suelo, como un niño chico, mojaba sus pestañas con un pequeño llanto. Tan distintos los dos, y de repente unidos por las lágrimas en esa noche oscura y solitaria. Fue un instante muy extraño. El momento más raro de la vida de Bruna.

 

Entre su absurda carrera de madrugada y lo mucho que le costó volver a conciliar el sueño, Bruna no había dormido nada. Se levantó más cansada de lo que se había acostado la noche anterior, torpe hasta la exasperación, lenta y atontada. Se equivocó al pulsar la cocina dispensadora y en vez de un café se sirvió una sopa que tuvo que tirar; decidió entonces coger uno de esos expresos desechables que bastaba con agitar para que adquirieran la temperatura perfecta, pero cuando despegó la cubierta del vaso se derramó todo el líquido encima. Ya estaba de suficiente malhumor, pero por añadidura la ducha de vapor dejó repentinamente de funcionar y la androide tuvo que aclararse con agua. Un costoso desperdicio, sobre todo teniendo en cuenta el calamitoso estado de sus finanzas.

Lo único que le apetecía a Bruna para entonces era volver a meterse en la cama, o tal vez incluso debajo de la cama, por miedo a lo que pudiera traer un día evidentemente tan nefasto. Pero hizo de tripas corazón y se puso a trabajar con aturdida desgana. Habló con Habib para informarle de los avances en la investigación, que en realidad no había avanzado nada; pero por lo menos le pudo mencionar su próxima cita con el memorista clandestino. Habló con Yiannis para decirle que todo iba bien porque suponía que estaría intranquilo por su infiltración en el PSH, y, para su sorpresa, descubrió que el viejo no sólo no parecía preocupado, sino que probablemente ni siquiera se acordaba de ello: estaba demasiado alterado con la manipulación del Archivo y con la falta de respuesta ante sus quejas. Cada vez más irritada, Bruna revisó su cuenta corriente en Bancanet y comprobó que su situación era peor de lo que se esperaba, porque le habían cobrado el tercer plazo del préstamo personal que había pedido meses atrás, cuando se encontraba sin trabajo y sin ánimos. A continuación llamó al encargado de mantenimiento del edificio para comunicarle la rotura de la ducha de vapor, y el hombre contestó que, según sus registros de autoanálisis, a la ducha no le pasaba nada, ocasión que la androide aprovechó para arrojarle encima una bronca descomunal de atronadores berridos. Después, vibrando aún de la descarga de adrenalina, fue a la cocina, extrajo de la pared el horno empotrado y se lo tiró sobre un pie. Es decir, no se lo tiró, sino que el aparato resbaló entre sus manos, y por fortuna no le aplastó el pie porque sus rapidísimos reflejos le permitieron hacer una cabriola en el aire y salvar los dedos por muy poco. Pero el horno se estrelló sonoramente contra el piso y la puerta se rajó y desencajó.

Malditas sean todas las malditas especies... barbotó con desesperación.

Tendría que comprar un horno nuevo y además muy pronto, pese al calamitoso estado de sus finanzas, porque el aparato ya no entraba en el agujero y no podía arriesgarse a que viniera alguien y descubriera su escondite secreto. Un escondite del que ahora sacó la pequeña pistola de plasma, que guardó en su mochila: tenía una vaga pero persistente intuición de peligro, y había decidido acudir armada a la cita con el pirata de las memas ilegales. Luego se acercó a la pantalla principal y verificó manualmente una vez más que no había recibido ninguna comunicación ni mensaje de Lizard.

Ese maldito cabezota... gruñó.

Bruna estaba lista y además tenía que salir ya si quería ir a la cita con el memorista en transporte público, pero en vez de hacer eso se dejó caer sobre la silla y pidió al ordenador que llamara al inspector. El rostro del hombre llenó la pantalla, más granítico e impenetrable que nunca.

Qué quieres.

Evidentemente no estaba de humor. En realidad la androide no sabía qué quería, quizá disculparse de algún modo por su comportamiento del día anterior. Pero la antipática sequedad de Lizard le hizo adoptar, de manera refleja, una aspereza semejante.

Una pregunta. ¿Piensas que es verdad eso que dijo el embajador de que los tatuajes eran una falsificación de la escritura labárica? improvisó.

Paul entrecerró un poco más sus pesados párpados.

¿Tú qué crees? contestó con un tono vagamente irritado.

La rep reflexionó un momento.

Me indigna darle la razón a ese miserable, pero creo que sí. Las mentiras suelen abundar en detalles innecesarios y él no se esforzó en absoluto en vestir lo que dijo.

Puede ser. ¿Algo más? Estoy muy ocupado.

Esta mañana voy a verme con un memorista pirata.

Bruna se escuchó a sí misma diciendo eso y se quedó pasmada. ¿Por qué le contaba al policía un dato tan importante? Porque no quiero que me cuelgue, se respondió. Porque quiero que volvamos a ser amigos. Pero en realidad había sido una confidencia estúpida: sin duda Lizard se metería de nuevo con Nopal y le desaconsejaría que acudiera a una entrevista concertada por él.

Muy bien. Pues que te cunda respondió Lizard.

Y cortó la comunicación. La rep se quedó mirando la pantalla estupefacta. Cómo: ¿ni siquiera iba a molestarse en discutir con ella? Cuatro años, tres meses y catorce días. Cuatro años, tres meses y catorce días, repitió mecánicamente. Pero siguió sintiéndose igual de desolada.

En ese instante entró una llamada del supremacista Serra en el móvil de Annie Heart. Por supuesto, se dijo Bruna con taciturno ánimo: seguro que ahora me coinciden las citas del supremacista y del pirata. Cuando las cosas iban mal, siempre solían ir peor. Respondió sin imagen.

Qué hay.

Tienes suerte: Hericio te va a ver. Dentro de media hora, frente al Saturno.

La detective cogió aire.

No.

¿No?

No, hoy no. Mañana.

Sintió el silencio alelado del hombre.

¿Cómo que hoy no? dijo al fin.

Mira, no soy yo la que tengo suerte, sino vosotros, porque puedo ser una buena contribuyente para vuestra causa. Si Hericio quiere verme, es que ya habéis comprobado mis buenas intenciones. Vale, pues ahora yo quiero comprobar las vuestras. Ya que voy a daros un buen pellizco de dinero, quiero que me tratéis bien, con educación e incluso con un poco de adulación. ¿Qué es eso de hacerme ir corriendo como quien silba a un perro? Será mañana o no será, porque me voy pasado. Y como soy generosa, os dejo escoger el momento. Mañana tengo todo el tiempo para Hericio.

Calló aguantando la respiración ante su propia audacia.

Está bien. Veré lo que puedo hacer gruñó Serra antes de desconectar.

Bruna dejó escapar lentamente el aire de los pulmones. Esperaba no haberlo estropeado todo. Echó la silla hacia atrás para levantarse y las ruedas se trabaron: se habían enganchado con unos trapos deshilachados. Intrigada, la detective tiró del tejido y empezaron a salir apretados ovillos de telas medio roídas. Acababa de descubrir uno de los depósitos secretos de comida de Bartolo: la pata hueca de su silla de trabajo estaba rellena hasta reventar con un alijo de harapos variados. Bruna vació el tubo primero con irritación, luego con cierta ternura y por último con algo parecido a la añoranza. Y cuando se dio cuenta de que casi echaba de menos a ese animal estúpido y de que incluso estaba pensando en guardarle los trapos en algún lado, fue cuando de verdad se puso de un humor de perros. Decididamente, éste no era su día, se dijo, mientras arrojaba los andrajos al incinerador.

Por lo menos salió con tiempo de casa y después de tomar el metro y dos trams llegó al lugar acordado, que estaba en las afueras de Madrid. Era una antigua zona industrial en la actualidad muy decaída: casi todos los locales se encontraban cerrados y buena parte de ellos estaban en ruinas. Las malas hierbas crecían en las grietas de los muros y pequeñas montañas de vetustas basuras se habían fosilizado en los callejones, creando un todo apelmazado que el tiempo y la lluvia descolorían. Apenas circulaban vehículos por las bacheadas calles dispuestas en cuadrícula, y en los diez minutos que anduvo dando vueltas hasta dar con el almacén no se cruzó con ningún viandante. Un sitio encantador.

La nave 17-B del sector cuatro parecía una ruina más, por eso a Bruna le costó localizarla. La zona entera carecía de marcas de GPS, lo que indicaba su nivel de arcaico deterioro. La detective tuvo que buscar el sitio visualmente, aunque casi todos los rótulos estaban arrancados o pintarrajeados hasta hacerlos ilegibles. De hecho, el cartel de latón del 17-B estaba en el suelo, junto a la puerta. Parecía que se había caído, pero cuando Bruna lo quiso levantar advirtió que estaba clavado al pavimento. El portón corredero de la nave, única entrada visible, estaba deformado, carcomido por el óxido y torcido, como si no hubiera sido abierto durante décadas y no pudiera volver a abrirse nunca jamás.

¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Aporreó la corroída chapa unas cuantas veces sin mucho entusiasmo, preguntándose si no se habría equivocado de dirección. Iba ya a llamar a Nopal para confirmar la cita, cuando de repente el portón se alzó con facilidad y sin ruido; Bruna dio un paso adelante y la puerta volvió a descender silenciosamente a sus espaldas. Evidentemente se trataba de un cerramiento nuevo y en buenas condiciones; el aspecto roto y corroído que mostraba al exterior era un simple camuflaje. La detective miró alrededor: estaba en un pequeño vestíbulo blanco y vacío.

Entra en el ascensor y pulsa el botón B ordenó una voz sintetizada por ordenador.

Era un montacargas gris, una reliquia industrial del siglo XXI. Sólo tenía tres botones: A, B y C. Pulsó el que le habían dicho y la caja retembló y se puso en marcha muy lentamente. Cuando se detuvo y abrió sus puertas, Bruna se encontró en un gran salón opulentamente decorado en estilo neocósmico. Divanes flotantes y sofás abrazadores a la última moda se alternaban con selectas piezas de anticuario: un escritorio art decó, un armarito chino. Los muros mostraban imágenes animadas de una vista panorámica: una hermosa playa solitaria y, a lo lejos, un pueblo blanco al pie de una montaña. El paisajismo interiorista estaba muy bien hecho y verdaderamente parecía que todas las paredes de la sala eran grandes vidrieras al exterior; las imágenes incluso mantenían la continuidad, de modo que si un perro cruzaba corriendo uno de los muros, pasaba al muro siguiente guardando la adecuada perspectiva. Un trabajo carísimo.

Entra. Ven aquí.

El sitio era tan grande y estaba tan lleno de muebles que al principio a Bruna le costó ver de dónde salía la voz. Al fin localizó al tipo en un grupo de divanes rojos. Se estudiaron mutuamente mientras se acercaba: era un chico joven y muy delgado. Pero cuando llegó junto a él, la rep advirtió que esa carita tersa y aniñada era producto de la cirugía: sin duda era mucho mayor de lo que aparentaba a primera vista. De cerca, tenía un aspecto plástico e inexpresivo. Desagradable.

Parece que lo de ser un memorista pirata da bastante dinero... dijo Bruna a modo de saludo.

El hombre hizo un gesto raro con la boca que probablemente fuera una sonrisa. Pero estaba tan estirado que las comisuras se resistían a curvarse.

Sí, el negocio no va mal... Tomaré tu observación como un cumplido... porque te estoy haciendo el favor de recibirte... para darte cierta información que te interesa... Así que no voy a pensar que seas tan necia como para insultarme nada más llegar... No, lo que haré será pensar que te ha sorprendido esta bonita casa y que tu frase es un reconocimiento implícito de lo preciosa que es.

Bruna tragó saliva. El hombre tenía razón. Se maldijo a sí misma por bocazas y sobre todo maldijo la agresividad que le despertaban los memoristas. El recuerdo de Nopal y de los brazos de Nopal mientras bailaban pasó por su memoria como un viento caliente. Y aún era peor si no le despertaban agresividad.

En efecto, es un cumplido. Es que a los replicantes de combate se nos dan mal las cortesías sociales. Me he quedado impresionada con tu casa, desde luego. ¿Puedo sentarme?

El tipo asintió con un gesto de cabeza y Bruna se dejó caer en el diván de enfrente. El mueble se meció levemente en el aire al recibir su peso.

Y estoy aún más impresionada por el hecho de que hayas aceptado verme y hablar conmigo. ¿Por qué lo haces?

Eso tienes que agradecérselo a Nopal contestó el pirata agitando una mano esquelética frente a él.

¿Sois amigos?

El hombre resopló sarcásticamente.

¿Amigos? No diría yo eso... Mmmmmm... No. Exactamente amigos, no. Pero te veo porque él me lo pidió.

Pues Nopal debe de ser muy convincente... porque además me has recibido en tu propia casa... Extraordinario. Muy... íntimo.

El tipo volvió a componer ese gesto raro con la boca que tal vez fuera una sonrisa. Su excesivo y zafio trabajo de cirugía plástica no casaba con la exquisitez del lugar, pensó la rep. También su ropa parecía vulgar, un terciopelo negro ostentoso y hortera, por no hablar de las cadenas de oro que estrangulaban su pescuezo pellejudo. Desde luego el hombre no tenía nada que ver con el refinamiento del ambiente.

No tengo mucho tiempo. ¿Vas a perderlo hablando de Pablo Nopal? gruñó el hombre.

Prefiero que hablemos de las memas.

¿De cuáles?

De las adulteradas. De las que están volviendo locos a los replicantes y después los matan.

Yo de ésas no sé nada. Nunca maté a nadie. Pirata sí, asesino no. Sólo trabajo con traficantes de confianza. Gente seria. Ellos tienen la clientela, consiguen el hardware... Yo me limito a escribir el contenido.

Ya. Y supongo que tampoco sabes nada de quién puede estar detrás de los implantes mortales, claro...

Bueno, algo se oye por ahí. Sé que es alguien que viene de fuera.

Labari, pensó Bruna de inmediato.

¿De fuera de la Tierra, quieres decir?

De fuera del oficio.

¿Lo tuyo es un oficio? gruñó decepcionada.

Tanto como lo tuyo, con la diferencia de que yo soy mejor profesional que tú.

Bruna suspiró.

No lo dudo. Disculpa. Pero si de verdad eres tan bueno, te llamarían para que hicieras las memas asesinas...

Te he dicho ya que no.

¿Cuántos sois? ¿Cuántos memoristas ilegales como tú hay en el mercado?

Como yo no hay nadie. Soy el mejor. Pero luego puede haber media docena.

¿Y cuál de ellos podría haberlo hecho?

De ésos, ninguno.

¿Por qué?

La mayoría de los memoristas piratas son muy malos. Utilizan tramas aleatorias compradas en el mercado negro e imágenes sintetizadas por ordenador. Sus memas son una basura. Pero esas memorias asesinas son increíbles... Raras, muy raras. Nunca he visto nada igual. Muy violentas y llenas de odio, pero también llenas de veracidad. Ahí detrás hay un escritor. Alguien que ansía expresarse. Son breves, apenas cuarenta escenas, pero buenas. Los piratas que conozco nunca hubieran sido capaces de hacerlas.

Me dejas asombrada: ¿cómo es que conoces el contenido de las memas asesinas?

Bueno, todos tenemos contactos... Y es mi profesión. Más aún, se puede decir que me va la vida en esto...

Dices que son muy raras... ¿Por eso crees que han llegado nuevos traficantes a la ciudad?

No, no. Yo no he dicho eso. Ahí está lo extraño del asunto. No hay nuevos traficantes. No hay nuevos memoristas. No es que haya una partida adulterada... Nadie está metiendo memas asesinas en el mercado. Nadie las está vendiendo. No es una operación comercial. No es un asunto de drogas. ¿Entiendes lo que digo?

Bruna reflexionó un instante para procesar las palabras del hombre.

Quieres decir que las víctimas no compraron los implantes voluntariamente... Que les introdujeron las memorias a la fuerza... Y que probablemente no fueron víctimas casuales, sino que las eligieron por alguna razón...

Eso es.

De manera que no sólo Chi, sino todos los demás replicantes podrían haber sido cuidadosamente seleccionados siguiendo algún plan.

¿Y por qué están asesinando también a los traficantes habituales?

El memorista se rascó la punta de una oreja con nerviosismo.

Mmmm... Ésa es una buena pregunta. Una pregunta cuya respuesta me gustaría saber.

Tenía miedo. El hombre tenía miedo, comprendió la androide de repente. Eso explicaba algunas cosas.

Temes que puedan matarte a ti también... Por eso has querido hablar conmigo...

Ya te he dicho que lo de verte es cosa de Nopal... Pero, como es lógico, me inquietan esas muertes... Como dice el refrán, cuando el plasma brilla cerca, la sangre propia se pone a hervir.

¿Y no tienes alguna hipótesis?

¿Y tú? A fin de cuentas tú eres la detective.

Bruna frunció el ceño.

Al principio pensé que era una guerra por el mercado... para desembarazarse de los competidores.

No. Además, no parece que quieran acabar con todos... De mis socios habituales, sólo han matado a uno. Estaba en compañía de otro traficante cuando lo asesinaron, pero al otro no lo tocaron. Parece que también los seleccionan.

¿Quizá por algo que saben?

El memorista palideció. Por eso se había operado de una manera tan salvaje, se dijo Bruna. Todo empezaba a encajar: no fue una cirugía estética, sino un cambio de aspecto y de identidad. Era un hombre que intentaba esconderse, un fugitivo.

Por algo que saben... repitió taciturno el pirata.

Por ejemplo, lo de aquel proyecto clandestino de la antigua UE para implantar comportamientos inducidos. Aquellas memorias artificiales para humanos...

La idea se le había ocurrido de pronto, como salida de la nada. La androide siempre se dejaba llevar por esos súbitos relámpagos intuitivos: estaba convencida de que a veces se le metían esos pensamientos en la cabeza porque los captaba de alguna manera del entorno. La serie de replicantes de combate a la que pertenecía Bruna había sido provista de una enzima experimental, la nexina, que supuestamente fortalecía la percepción empática. Los experimentos no habían sido concluyentes y la enzima se consideraba oficialmente un fracaso, pero dijeran lo que dijesen los bioingenieros, a la detective le parecía que aquello funcionaba, al menos de cuando en cuando. El memorista se encogió sobre sí mismo.

¿Cómo sabes eso? dijo bajando la voz.

Todos tenemos contactos, como dices...

El hombre parecía incómodo.

Es un tema muy... Ejem... Yo participé. Sí. No me importa decírtelo. Participé en aquellos experimentos. Cuando eran clandestinos, sí, pero oficiales. Un asunto de Estado. Y luego, cuando cerraron el programa a toda prisa y de mala manera, me hicieron la vida imposible. Me acusaron de cosas que no había hecho. Me expulsaron de la profesión. No me dejaron volver a trabajar de memorista. Y yo era el mejor. Soy el mejor. Por eso me habían contratado.





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