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Capítulo Dieciséis 38




Pero ¿qué podemos hacer? preguntó desalentada.

Yo sólo puedo deciros lo que haría un judío. Buscaría algo para vender. Cuando llegué a esta ciudad empecé comprando joyas a gente que necesitaba dinero, fundiendo luego la plata y vendiéndosela a los acuñadores.

Pero ¿de dónde sacó el dinero para comprar las joyas?

Pedí prestado a mi tío y debo decir que se lo pagué con intereses.

Pero a nosotros nadie nos prestará.

El hombre pareció pensativo.

¿Que habría hecho yo si no hubiera tenido tío? Creo que hubiera ido al bosque y recogido nueces, trayéndolas luego a la ciudad y vendiéndoselas a las amas de casa que no tienen tiempo para ir al bosque ni tampoco plantan árboles en sus patios traseros porque están llenos de basura y suciedad.

Estamos en la peor época del año alegó Aliena. Ahora no crece nada.

El orfebre sonrió.

La juventud siempre es impaciente dijo. Esperad un poco.

Muy bien. No valía la pena hablarle de padre. El orfebre había hecho cuanto pudo por mostrarse amable. Gracias por su consejo.

Que os vaya bien.

El orfebre volvió a la parte trasera de la casa cerrando la maciza puerta de madera.

Aliena y Richard salieron de la casa. El orfebre se había mostrado amable pero, pese a todo, habían perdido medio día y habían sido rechazados en todas partes. Aliena se sentía abatida. Sin saber ya qué hacer vagaron por la judería, recalando de nuevo en la calle principal. Aliena empezaba a sentir hambre. Era la hora del almuerzo y sabía que si ella estaba hambrienta el apetito de Richard sería voraz. Caminaron sin dirección fija a lo largo de calle principal, envidiosos de las bien alimentadas ratas que pululaban entre las basuras, llegando finalmente al viejo palacio real. Allí se detuvieron, al igual que hacían todos los forasteros en la ciudad, para ver a través de los barrotes a los acuñadores fabricando dinero. Aliena se quedó mirando los montones de peniques de plata, pensando que ella sólo necesitaba uno y no podía lograrlo.

Al cabo de un rato vio a una joven, más o menos de su edad en pie cerca de ellos sonriendo a Richard. Parecía amistosa. Aliena vaciló, la vio sonreír de nuevo y la habló.

¿Vives aquí?

Sí dijo la chica. Estaba interesada en Richard, no en ella.

Nuestro padre está en prisión y estamos intentando ganarnos la vida y tener algo de dinero para sobornar al carcelero. ¿Sabes qué podríamos hacer?

La muchacha volvió su atención a Richard.

¿No tenéis dinero y queréis saber cómo conseguirlo?

Así es. Estamos dispuestos a trabajar duro. Haremos cualquier cosa. ¿Se te ocurre algo?

La joven dirigió a Aliena una mirada larga y calculadora.

Sí, desde luego dijo al fin. Conozco a alguien que puede ayudaros.

Aliena estaba excitada. Era la primera persona que le decía sí en todo el día.

¿Cuándo podemos verle? preguntó ansiosa.

Verla.

¿Cómo?

Es una mujer. Y si vienes conmigo es probable que puedas verla ahora mismo.

Aliena y Richard se miraron encantados. Aliena apenas se atrevía a dar crédito a su cambio de suerte.

La joven dio media vuelta y ellos la siguieron. Les condujo hasta una gran casa de madera en la parte sur de calle principal. Casi toda la casa era planta baja, pero tenía un pequeño piso encima. La joven empezó a subir una escalera exterior y les indicó que la siguieran.

El piso de arriba era un dormitorio. Aliena miró a su alrededor con los ojos de par en par. Estaba decorada y amueblada más lujosamente que cualquiera de las habitaciones del castillo, incluso cuando vivía su madre. De los muros colgaban tapices, el suelo estaba cubierto de pieles y el lecho rodeado de cortinas bordadas. En un sillón parecido a un trono se encontraba sentada una mujer de mediana edad con un traje magnífico. A Aliena le pareció que de joven debió ser hermosa, aunque ya tenía arrugas en el rostro y el pelo más bien ralo.

Esta es la señora Kate dijo la chica. Esta joven no tiene dinero y su padre está en prisión, Kate.

Kate sonrió. Aliena le devolvió la sonrisa aunque hubo de esforzarse. Había algo que le disgustaba en aquella Kate.

Lleva al muchacho a la cocina y dale un vaso de cerveza mientras hablamos.

La muchacha hizo salir a Richard. Aliena estaba contenta de que su hermano pudiera beber cerveza. Tal vez le dieran también algo qué comer.

¿Cómo te llamas? le preguntó Kate.

Aliena.

No es un nombre corriente, pero me gusta. Se puso en pie y se acercó a ella, tal vez demasiado. Cogió a Aliena por la barbilla. Tienes una cara muy bonita. El aliento le olía a vino. Quítate la capa.

Aliena se sentía desconcertada ante aquella inspección, pero se sometió a ella. Parecía algo inofensivo y después de todas las negativas de aquella mañana no estaba dispuesta a arrojar por la borda su primera oportunidad decente mostrando escaso espíritu de cooperación. Se desprendió de la capa con un movimiento de hombros, dejándola caer sobre un banco y permaneció allí en pie con el viejo traje de lino que le había dado la mujer del guardabosque.

Kate paseó alrededor de ella, al parecer impresionada.

Mi querida joven, jamás te verás falta de dinero o de cualquier otra cosa. Si trabajas para mí las dos seremos ricas.

Aliena frunció el entrecejo. Aquello parecía estúpido. Todo cuanto ella quería era ayudar en la lavandería, en la cocina o en la costura, y no comprendía que cualquiera de esas cosas pudiera hacer rico a nadie.

¿De qué clase de trabajo me hablas? preguntó.

Kate estaba detrás de ella. Deslizó las manos por las caderas de Aliena, tanteándolas, y tan cerca que Aliena podía sentir los senos de Kate contra su espalda.

Tienes una hermosa figura le dijo. Y tu cutis es una maravilla. Eres de alta alcurnia ¿no?

Mi padre era el conde de Shiring.

¡Bartholomew! Bueno, bueno Le recuerdo No es que jamás fuera cliente mío. Un hombre muy virtuoso, tu padre. Bien, comprendo por qué estáis en la ruina.

De manera que Kate tenía clientes.

¿Qué vendes? preguntó Aliena.

Kate no le contestó directamente. Volvió a colocarse enfrente de Aliena, mirándole el rostro.

¿Eres virgen, querida?

Aliena se ruborizó de vergüenza.

No seas tímida le dijo Kate. Ya veo que no. Bueno, no importa. Las vírgenes tienen un gran valor, pero naturalmente no dura. Puso las manos en las caderas de Aliena, e inclinándose la besó en la frente. Eres voluptuosa aunque tú no lo sepas. Por todos los santos, eres irresistible. Deslizó la mano desde la cadera de Aliena hasta su pecho y cogió suavemente uno de sus senos, sopesándolo y apretándolo ligeramente. Luego, inclinándose más, besó a Aliena en los labios.

De repente Aliena lo vio todo claro. Por qué la muchacha había sonreído a Richard delante de la casa de la moneda, de dónde sacaba Kate su dinero, lo que ella habría de hacer si trabajaba para Kate y qué tipo de mujer era. Se sentía estúpida por no haberlo comprendido antes. Dejó por un instante que Kate la besara. Era tan diferente de lo que William Hamleigh había hecho que no se sintió en modo alguno asqueada, pero no era eso lo que haría para ganar dinero. Se liberó del abrazo de Kate.

Quieres hacer de mí una prostituta dijo.

Una dama de placer, querida dijo Kate. Levantarse tarde, llevar todos los días hermosos vestidos, hacer felices a los hombres y hacerse rica. Serías una de las mejores. Hay algo en ti Podrías cobrar cualquier cosa, lo que quisieras. Créeme, lo sé.

Aliena se estremeció. En el castillo siempre había habido una o dos prostitutas. Era necesario en un lugar donde había tantos hombres sin sus mujeres y siempre se las había considerado lo más bajo de todo lo bajo, las más humildes de las mujeres, por debajo incluso de las barrenderas. Pero en realidad no era el bajo estatus lo que hacía estremecerse a Aliena de repugnancia. Era la idea de que los hombres como William Hamleigh entraran y la poseyeran por un penique. Aquella idea trajo de nuevo a su mente el horrible recuerdo de su enorme cuerpo cubriéndola mientras ella yacía en el suelo con las piernas abiertas, temblando de terror y asco, esperando a que la penetrara. La escena surgió de nuevo ante ella con renovado horror haciéndola perder su aplomo y confianza. Tenía la sensación de que si permanecía en aquella casa un sólo instante más volvería a ocurrirle todo aquello. Se sintió embargada por un deseo irrefrenable de salir de allí. Retrocedió hasta la puerta. La atemorizaba ofender a Kate, la atemorizaba que cualquiera se pusiese furioso con ella.

Perdóname, por favor, pero no puedo hacer eso, en realidad no pue

Piensa en ello le dijo Kate con jovialidad. Vuelve si cambias de idea. Todavía estaré aquí

Gracias dijo Aliena vacilante.

Finalmente dio con la puerta. La abrió y se escurrió prácticamente por una rendija. Todavía trastornada, bajó corriendo las escaleras hasta la calle y se dirigió a la puerta principal de la casa. La abrió de un empujón, pero tuvo miedo de entrar.

¡Richard! le llamó. ¡Sal, Richard! No hubo contestación. En el interior había una luz difusa y sólo podía ver unas vagas figuras femeninas. ¿Dónde estás, Richard? chilló histérica.

Se dio cuenta de que los transeúntes se quedaban mirándola y aquello la puso más nerviosa. De repente Richard apareció con un vaso de cerveza en una mano y un muslo de pollo en la otra.

¿Qué pasa? dijo con la boca llena. Por su tono advertía que estaba fastidiado de que le interrumpieran.

Aliena le agarró del brazo, tirando de él.

Sal de ahí le dijo. ¡Es un burdel!

Varios transeúntes se echaron a reír al oír aquello y uno o dos hicieron comentarios burlones.

Es posible que te hubieran dado algo de carne dijo Richard.

¡Querían que me convirtiera en prostituta! dijo Aliena furiosa.

Bueno, bueno dijo Richard. Apuró la cerveza, puso el vaso en el suelo junto a la puerta y se metió el resto de muslo de pollo dentro de la camisa.

¡Vamos! le urgió impaciente Aliena, aunque una vez más la necesidad de ocuparse de su hermano pequeño tenía el poder de calmarla. La idea de que alguien quisiera convertir a su hermana en una prostituta no pareció inmutarle, pero parecía lamentar el tener que irse de una casa donde había pollo y cerveza sólo con pedirlo.

La mayoría de los transeúntes empezaron a seguir su camino terminada la diversión, pero hubo una que siguió allí. Era la mujer bien vestida que vieron en la prisión. Había dado al carcelero un penique y él la había llamado Meg. Miraba a Aliena con expresión curiosa mezclada de compasión. A esta empezaba a molestarle que la gente se la quedara mirando y apartó irritada la vista. Entonces la mujer le dijo:

¿Tienes problemas, verdad?

El tono amable de Meg hizo que Aliena se volviera.

Sí dijo después de una pausa. Tenemos problemas.

Os vi en la prisión. Mi marido está allí. Le visito todos los días. ¿Qué os llevó a vosotros allí?

Nuestro padre está preso.

Pero no entrasteis adentro.

No tenemos dinero para dar al carcelero.

Meg miró por encima del hombro de Aliena hacia la puerta del prostíbulo.

¿Es eso lo que estáis haciendo aquí, intentando obtener dinero?

Sí, pero no sabía lo que era hasta que

Pobrecita dijo Meg. Mi Annie tendría tu edad de haber vivido ¿Por qué no venís conmigo mañana por la mañana a la prisión y entre todos veremos si podemos convencer a Odo para que se comporte como cristiano y tenga compasión de dos niños desamparados?

¡Sería maravilloso! exclamó Aliena. Estaba conmovida. No tenía garantía de éxito pero el hecho de que alguien estuviera dispuesto a ayudarles hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Meg seguía mirándola con fijeza.

¿Habéis cenado?

No. A Richard le dieron algo en ese lugar.

Más vale que vengáis a mi casa. Os daré pan y carne. Observó la expresión cautelosa de Aliena. Y no tendréis que hacer nada a cambio.

Aliena la creyó.

Gracias dijo. Eres muy amable. No hemos encontrado mucha gente amable. No sé cómo darte las gracias.

No es necesario dijo Meg. Venid conmigo.

El marido de Meg era mercader en lana. Tanto en su casa al sur de la ciudad, como en su puesto los días que había mercado, y en la gran feria anual que se celebraba en St. Gile's Hill, compraba el vellón que le llevaban los campesinos de los campos aledaños. Los embutía en grandes sacos para lana, que contenía cada uno de ellos los vellones de doscientas cuarenta ovejas, y los almacenaba en el granero de detrás de su casa. Una vez al año, cuando los tejedores flamencos enviaban a sus agentes para comprar la suave y fuerte lana inglesa, el marido de Meg se los vendía todos y tomaba las medidas necesarias para que los sacos fueran embarcados vía Dover y Boulogne con destino a Brujas y Gante, donde se transformaría el vellón en un tejido de la más alta calidad, vendido en todo el mundo a precios demasiado elevados para los campesinos que criaban las ovejas. Así se lo contó Meg a Aliena y Richard durante la cena, con una cálida sonrisa que expresaba la convicción de que, pasara lo que pasase, no había motivos para que la gente se mostrara desagradable.

Su marido había sido acusado de quedarse corto en el peso de sus ventas, delito que la ciudad se lo tomaba muy en serio ya que su prosperidad estaba basada en una reputación de tratos honrados. A juzgar por la manera en que Meg lo relató a Aliena, pensó que posiblemente su marido fuera culpable. Sin embargo su ausencia no resultó en menoscabo del negocio. Meg se limitó sencillamente a ocupar su sitio. Por otra parte, en invierno poco había que hacer. Había hecho un viaje a Flandes para asegurar a todos los agentes de su marido que la empresa seguía funcionando como siempre. También se ocupó de las reparaciones en el granero, agrandándolo algo al propio tiempo. Cuando empezaba el esquileo, compraba como había hecho su marido. Sabía cómo juzgar su calidad y fijar el precio. Había sido admitida ya en el gremio de mercaderes de la ciudad pese al baldón en la reputación de su marido, porque existía la tradición entre los mercaderes de ayudar a las familias del gremio en momentos de dificultades, y por otra parte todavía no había quedado demostrada su culpabilidad.

Richard y Aliena devoraron la comida, bebieron vino y se sentaron junto al fuego hasta que afuera empezó a oscurecer. Entonces se fueron de nuevo al priorato a dormir. Aliena volvió a tener pesadillas. Esa vez soñó con su padre. En su sueño se encontraba sentado en un trono, en la prisión, tan alto, pálido y autoritario como siempre, y cuando fue a verle hubo de hacer ante él una reverencia como si fuera un rey. Luego se dirigió a ella con tono acusador diciendo que le había abandonado en la prisión y se había ido a vivir a un prostíbulo. Aliena se sintió ofendida por una acusación tan injusta y dijo furiosa que era él quien la había abandonado a ella. Se disponía a añadir que la había dejado a merced de William Hamleigh, pero se sintió reacia a decir a su padre lo que William le había hecho. Luego vio que William se encontraba también en la habitación, sentado en una cama comiendo cerezas de un cazo. Escupió el hueso en su dirección dándole en la mejilla y causándole dolor. Su padre sonrió, y entonces William empezó a arrojarle a ella cerezas maduras. Se reventaron en su cara y en el vestido que tenía, y ahora estaba todo manchado con el jugo de las cerezas que parecía manchas de sangre.

En su sueño se sintió tan profundamente triste que al despertarse y descubrir que todo aquello no era verdad la embargó una enorme sensación de alivio, aunque pensaba que la realidad, sin hogar y sin dinero, era mucho peor que ser apedreada con cerezas maduras.

La luz del amanecer se filtraba a través de las grietas en las paredes de la casa de huéspedes. Toda la gente se iba despertando en derredor suyo y empezaba a ponerse en movimiento. Pronto llegarán los monjes, abrirían puertas y persianas y llamarían a todo el mundo a desayunar.

Aliena y Richard comieron presurosos, dirigiéndose luego a casa de Meg. Esta ya estaba preparada para salir, había hecho un estofado de carne de vaca capaz de resucitar a un muerto para la comida de su marido, y Aliena dijo a Richard que le llevara la pesada olla. Aliena hubiera deseado tener algo que dar a su padre. No había pensado en ello, pero aunque lo hubiera hecho no podría haberle comprado nada. Era terrible pensar que no podían hacer nada por él.

Subieron por calle principal, entraron en el castillo por la puerta trasera y luego, dejando atrás la torre del homenaje, bajaron por la colina hasta la prisión. Aliena recordaba que cuando el día anterior preguntó a Odo si su padre estaba bien, el carcelero le había contestado: No, no lo está. Se está muriendo. Aliena se dijo que había exagerado por crueldad, pero en aquellos momentos empezó a preocuparse.

¿Le pasa algo a mi padre? preguntó a Meg.

No lo sé, querida le contestó Meg. Nunca le he visto.

El carcelero dijo que se estaba muriendo.

Ese hombre es más mezquino que un gato. Posiblemente lo dijo para que te sintieras desgraciada. En todo caso lo sabrás dentro de un momento.

Aliena no se sintió tranquilizada pese a las buenas intenciones de Meg, y la atormentaba el temor mientras atravesaba la puerta y entraba en la penumbra maloliente de la prisión.

Odo se estaba calentando las manos en el fuego que había en el centro de la habitación. Saludó con la cabeza a Meg y miró a Aliena.

¿Tienes el dinero? le dijo.

Pagaré por ellos intervino Meg. Aquí tienes dos peniques, uno mío y el otro de ellos.

En el rostro estúpido de Odo apareció una expresión taimada.

Para ellos son dos peniques. Uno por cada uno dijo.

No seas tan zorro dijo Meg. Les dejarás entrar a los dos o te crearé dificultades en el gremio de mercaderes y perderás el trabajo.

Muy bien, muy bien. No hay necesidad de amenazas dijo malhumorado. Señaló hacia un arco en el muro de piedra, a su derecha. Bartholomew es por ahí.

Necesitaréis luz dijo Meg. Sacó del bolsillo de su capa dos velas, las encendió en el fuego y dio una a Aliena. Luego se dirigió rápida hacia el arco opuesto.

Gracias por el penique le dijo Aliena, pero Meg había desaparecido entre las sombras.

Aliena atisbó aprensiva hacia donde Odo le había indicado. Con la vela en alto atravesó la arcada y se encontró en un minúsculo vestíbulo cuadrado. A la luz de la vela pudo ver tres pesadas puertas, aseguradas todas con barras en el exterior.

¡Enfrente vuestro! les gritó Odo.

Levanta la barra, Richard dijo Aliena.

Richard sacó la pesada barra de madera de sus abrazaderas y la apoyó sobre el muro. Aliena abrió la puerta al tiempo que lanzaba hacia las alturas una rápida y silenciosa plegaria.

Salvo por la luz de la vela, la celda estaba completamente a oscuras. Vaciló en el umbral atisbando entre las sombras oscilantes. El lugar olía como un retrete.

¿Quién es? preguntó una voz.

¿Padre? dijo Aliena. Pudo distinguir una figura oscura sentada en el suelo cubierto de paja.

¿Aliena? La voz se mostraba incrédula. ¿Eres Aliena? Parecía la voz de padre pero más vieja.

Aliena se acercó más, manteniendo levantada la luz de la vela le alumbró de lleno la cara. Aliena lanzó una exclamación de horror.

Apenas estaba reconocible.

Siempre había sido un hombre delgado pero en aquellos momentos parecía un esqueleto. Estaba terriblemente sucio y vestido con harapos.

¡Aliena! exclamó. ¡Eres tú! Una sonrisa contrajo su rostro, pero era más bien la mueca de una calavera.

Aliena se echó a llorar. Nadie la había preparado para la conmoción que sufriría al verle transformado hasta aquel punto. Al instante se dio cuenta de que se estaba muriendo. El odioso Odo había dicho la verdad. Pero aún estaba vivo, aún seguía sufriendo y se mostraba penosamente contento de verla. Aliena había decidido conservar la calma pero en aquel momento, perdido todo control, cayó de rodillas frente a él, sacudida por grandes sollozos desgarradores que llegaban de lo más hondo de sí misma.

Bartholomew se inclinó, rodeándola con sus brazos y dándole palmaditas en la espalda como si estuviera consolando a un niño por una herida en la rodilla o un juguete roto.

No llores le dijo con cariño. Sobre todo ahora que has hecho a tu padre tan feliz.

Aliena sintió que le quitaban la vela de la mano.

¿Y este joven tan alto es mi Richard? preguntó Bartholomew.

Sí, padre repuso Richard con dificultad.

Aliena abrazó a su padre, sintiendo sus huesos como palos dentro de un saco. Se estaba extinguiendo, no quedaba carne debajo de la piel. Quería decirle algo, algunas palabras de cariño o consuelo, pero los sollozos la impedían hablar.

¡Vaya si has crecido, Richard! estaba diciendo su padre. ¿Ya tienes barba?

Está apuntando, padre, pero es muy rubia.

Aliena se dio cuenta de que Richard estaba a punto de echarse a llorar y que luchaba por mantener la compostura. Se hubiera sentido humillado de venirse abajo delante de su padre y este probablemente le hubiera dicho que se dominara y fuera un hombre, lo que todavía sería peor. Preocupada por Richard, dejó de llorar. Logró dominarse con gran esfuerzo. Abrazó una vez más el cuerpo espantosamente flaco de su padre. Luego, soltándose, se limpió los ojos y se sonó con la manga.

¿Estáis los dos bien? preguntó Bartholomew. Hablaba con más lentitud de lo que solía y de vez en cuando le temblaba la voz. ¿Cómo os las arregláis? ¿Dónde estáis viviendo? No me han querido decir nada sobre vosotros, ha sido la peor tortura que pudieron imaginar. Pero parece que estáis bien, en buen estado físico, y saludables. ¡Es formidable!

Su referencia a la tortura hizo que Aliena se preguntara si le habrían sometido a torturas físicas, pero no se lo preguntó. Tenía miedo de lo que pudiera decirle. En vez de ello contestó a su pregunta con una mentira.

Estamos muy bien, padre. Sabía que la verdad le hubiera resultado devastadora. Hubiera destruido aquel instante de felicidad y hubiera enturbiado los últimos días de su vida con la agonía del remordimiento. Hemos estado viviendo en el castillo y Matthew ha cuidado de nosotros.

Pero no podéis seguir viviendo allí dijo su padre. El rey ha hecho ahora conde a ese obeso patán de Percy Hamleigh Es el nuevo señor del castillo.

De modo que lo sabía.

Todo está bien le tranquilizó Aliena. Nos hemos ido.

Su padre le tocó el traje, el viejo vestido de lino que le había dado la mujer del guardabosque.

¿Qué es esto? preguntó con brusquedad. ¿Has vendido tus trajes?

Aliena se dio cuenta de que conservaba su antigua percepción. No resultaría fácil engañarle. Decidió decirle en parte la verdad.

Dejamos el castillo con mucha prisa y nos quedamos sin ropa.

¿Dónde está ahora Matthew? ¿Por qué no va con vosotros?

Aliena había estado temiendo aquella pregunta. Vaciló.

Fue tan sólo una pausa momentánea, pero su padre se dio cuenta.

¡Vamos! ¡No intentes ocultarme nada! dijo con algo de su vieja autoridad. ¿Dónde está Matthew?

Le mataron los Hamleigh dijo Aliena. Pero no nos hicieron daño. Contuvo el aliento. ¿La creería?

Pobre Matthew dijo tristemente. Nunca fue un luchador. Espero que haya ido directo al cielo.

Había aceptado su historia. Aliena se sintió aliviada. Cambió de conversación, apartándose así de aquel terreno peligroso.

Decidimos venir a Winchester para pedir al rey que nos asegure el porvenir de alguna manera, pero ha

De nada servirá la interrumpió enérgico su padre antes de que ella pudiera explicarle por qué no habían visto al rey. No hará nada por vosotros.

A Aliena le dolió su tono contundente. Había hecho lo mejor que le había sido posible, dadas las circunstancias, y hubiera querido que su padre le dijera Bien hecho y no Eso es una pérdida de tiempo. Siempre se había mostrado rápido en corregir y lento en alabar.

Debía de estar acostumbrada, se dijo.

¿Qué debemos hacer ahora, padre? preguntó sumisa.

Bartholomew intentó acomodarse mejor y se escuchó un tintineo. Aliena descubrió sobresaltada que estaba encadenado.

Tuve oportunidad de ocultar algún dinero. La ocasión no era muy propicia pero hube de hacerlo. Llevaba cincuenta besantes en un cinturón debajo de la camisa. Di el cinturón a un sacerdote.

¡Cincuenta! exclamó Aliena sorprendida.

Un besante era una moneda de oro. No lo acuñaban en Inglaterra sino que llegaba de Bizancio. Jamás había visto más de una a la vez. Un besante valía veinticuatro peniques de plata, así que cincuenta valdrían No podía imaginárselo.

¿A qué sacerdote? preguntó Richard, más práctico.

Al padre Ralph, de la iglesia de St. Michael, cerca de la puerta norte.

¿Es un hombre bueno? preguntó Aliena.





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