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Capítulo Dieciséis 24




El monje a la cabeza de la procesión abrió la puerta de la iglesia con una enorme llave de hierro, y los monjes desfilaron a través de ella. Ninguno se volvió a mirar en dirección a Jack. La mayoría de ellos parecían medio dormidos. No cerraron la puerta una vez hubieron entrado todos.

Cuando hubo recobrado la compostura Jack se dio cuenta de que ya tenía el paso libre a la iglesia; sentía las piernas demasiado débiles para andar. Ahora puedo entrar, se dijo. No tengo que hacer nada una vez dentro. Miraré si es posible llegar al tejado. Es posible que no prenda fuego, que sólo eche un vistazo.

Respiró hondo y luego, saliendo de debajo de la arcada, caminó a través del cuadrángulo. Vaciló ante la puerta abierta atisbando a través de ella. Había velas encendidas en el altar y en el coro donde los monjes permanecían en pie en sus respectivos puestos, pero su luz sólo formaba pequeños claros en el centro de aquel espacio grande y vacío, dejando los muros y los pasillos en la más completa oscuridad.

Uno de los monjes estaba haciendo algo incomprensible en el altar. Y los otros entonaban de vez en cuando algunas frases de una especie de galimatías. A Jack le parecía increíble que la gente se levantara de sus camas bien calientes en plena noche para hacer algo semejante.

Se deslizó a través de la puerta y permaneció pegado a la pared.

Ya estaba dentro. La oscuridad le ocultaba. Sin embargo no le convenía quedarse allí porque los monjes le verían cuando salieran. Penetró más adentro. La llama temblorosa de las velas arrojaba sombras inquietantes. El monje que estaba en el altar hubiera podido ver a Jack de haber levantado la mirada, pero parecía completamente absorto en lo que estaba haciendo. Jack se fue trasladando rápidamente del refugio que le brindaba un pilar al del siguiente, deteniéndose un momento entre ambos para que sus movimientos fueran irregulares, coincidiendo con las oscilaciones de las sombras. La luz fue haciéndose más brillante a medida que se acercaba al cruce. Jack tenía miedo de que el monje que estaba en el altar levantara de repente la cabeza, le viera, se lanzara a través del crucero y le agarrara por el pescuezo.

Alcanzó la esquina y se sumergió agradecido en las sombras más profundas de la nave.

Se detuvo un momento sintiéndose aliviado. Luego retrocedió a lo largo del pasillo hacia el extremo oeste de la iglesia, siempre deteniéndose de manera irregular, como haría si estuviera cazando un ciervo al acecho. Cuando se encontró en la zona más alejada y oscura de la iglesia se sentó en el plinto de una columna a esperar que terminara el oficio divino.

Metió la barbilla dentro de la capa y respiró hacia el pecho para calentarse. Su vida había cambiado tanto en las dos últimas semanas que le parecía que habían pasado años desde que vivía contento con su madre en el bosque. Sabía que jamás volvería a sentirse seguro.

Ahora que ya sabía de hambre, frío, peligro, y desesperación, siempre tendría miedo de ellos.

Atisbó desde un costado del pilar. En la parte superior del altar, donde las velas brillaban más que en cualquier otra parte, apenas podías distinguir el alto techo de madera. Jack sabía que las iglesias más nuevas tenían bóvedas de piedra, pero Kingsbridge era vieja. Ese techo de madera ardería bien.

No voy a hacerlo, se dijo.

Tom se sentiría feliz si la catedral ardiera. Jack no estaba seguro de si Tom le resultaba simpático; era demasiado enérgico, mandón y violento. Jack estaba acostumbrado a las maneras más apacibles de su madre. Pero Tom había impresionado a Jack, casi le había maravillado. Los únicos hombres que hasta entonces había conocido eran proscritos, hombres peligrosos y embrutecidos que sólo se detenían ante la violencia y la astucia, hombres para quienes el logro supremo era apuñalar a alguien por la espalda. Tom era un nuevo tipo de persona, orgulloso e intrépido, incluso sin armas. Jack jamás olvidaría la forma en que Tom se había enfrentado a William Hamleigh, aquella vez en que Lord William había querido comprar a su madre por una libra; lo que se le quedó grabado vívidamente en la mente fue que Lord William había tenido miedo. Jack había dicho a su madre que nunca se hubiera imaginado que un hombre pudiera ser tan valiente como Tom.

Por eso hemos tenido que abandonar el bosque. Necesitas a un hombre de quien tomar ejemplo le dijo ella.

A Jack aquella observación le dejó perplejo, pero era verdad que le hubiera gustado hacer algo que impresionara a Tom. Aunque prender fuego a la catedral no era lo más acertado. Sería mejor que nadie se enterara, al menos durante muchos años. Pero quizás llegara el día en que Jack dijera a Tom: ¿Recuerdas la noche que ardió la catedral de Kingsbridge y el prior te contrató para que la reconstruyeras y al fin todos tuvimos comida, vivienda y seguridad? Bueno, tengo que explicarte cómo empezó aquel fuego. Sería un momento realmente grande.

Pero no me atrevo a hacerlo, se dijo.

Callaron los cánticos y hubo un ruido como de arrastrar de pies, como si los monjes abandonaran sus sitios. El oficio divino había terminado. Jack cambió de posición para mantenerse fuera de la vista mientras salían.

A medida que salían soplaban las velas en los puestos del coro, pero dejaron una encendida en el altar. Se oyó el golpe al cerrarse la puerta. Jack esperó un poco más por si alguien se hubiera quedado dentro. Durante mucho rato no se oyó sonido alguno. Finalmente Jack salió de detrás del pilar.

Jack subió por la nave. Tenía una sensación extraña al estar allí solo en aquel edificio grande, frío y vacío. Así es como deben de sentirse los ratones, se dijo, escondiéndose por los rincones cuando la gente anda por ahí y saliendo cuando se han ido. Llegó hasta el altar y cogió la vela gruesa y brillante y se sitió mejor. Con la vela en la mano empezó a inspeccionar el interior de la iglesia. En el rincón, donde la nave se unía con el crucero sur, el sitio donde más había temido que le descubriera el monje del altar, había una puerta en la pared con un sencillo picaporte. Lo accionó y la puerta se abrió.

La luz de su vela descubrió una escalera de caracol, tan angosta que un hombre gordo no hubiera podido subir por ella, y tan baja que Tom hubiera tenido que hacerlo encorvado. Jack subió por ella.

Salió a una galería estrecha. En un lado, una hilera de pequeños arcos daban a la nave. En el otro, el techo descendía desde la parte superior de los arcos hasta el suelo, que no era llano sino curvado hacia abajo en cada lado. Jack necesitó un momento para darse cuenta de dónde se encontraba. Estaba encima del pasillo de la parte sur de la nave. El techo en forma de túnel abovedado del pasillo era el suelo curvo sobre el que se encontraba. El pasillo era mucho más bajo que la nave así que todavía le quedaba por recorrer mucho trecho desde el tejado principal del edificio.

Fue explorando en dirección oeste a lo largo de la galería. Resultaba realmente excitante ahora que los monjes se habían ido y ya no tenía miedo de que le descubrieran. Era como si hubiese trepado a un árbol y descubierto que en su misma copa, oculto a la vista por las ramas bajas, todos los árboles estuvieran conectados y uno pudiera pasearse por un mundo secreto a sólo unos pies de la tierra.

Al final de la galería había otra puerta pequeña. La atravesó y se encontró en el interior de la torre suroeste, la que no se había derrumbado. El lugar donde se hallaba no estaba destinado desde luego a que nadie lo viera, porque era tosco y no estaba terminado, y en lugar de suelo había vigas con anchos huecos entre ellas. Adosado al muro había un tramo de escalones de madera, una escalera sin barandilla. Jack subió por ella.

A medio camino de un muro había una pequeña abertura en arco. La escalera pasaba justamente por su lado. Jack metió por ella la cabeza levantando su vela. Se encontraba en el espacio del tejado, sobre el techo de madera y debajo del tejado de chapa. Al principio no percibió fin alguno en aquella mezcolanza de vigas de madera, pero al cabo de un momento descubrió la estructura. Inmensas vigas de roble, de un pie de ancho y dos de alto cruzaban la nave a lo ancho, de un extremo al otro. Encima de cada viga dos poderosos cabrios formaban con ella un triángulo. La hilera regular de triángulos se alargaba más allá de la luz de la vela. Mirando hacia abajo, entre las vigas, podía distinguir la parte posterior del techo de madera pintada de la nave, que estaba fijado en los bordes inferiores de las vigas transversales.

En el borde del espacio del tejado, en la esquina de la base del triángulo, había un pasadizo. Jack gateó hasta él a través de la pequeña abertura. Había espacio justo para que pudiera ponerse en pie, un hombre hubiera tenido que ir completamente encorvado. Anduvo un trecho. Había suficiente madera para un fuego. Olfateó intentando identificar el extraño olor que flotaba en el aire. Llegó a la conclusión de que era brea. Las vigas del tejado estaban embreadas. Arderían como la yesca.

Le sobresaltó un repentino movimiento en el suelo y el corazón empezó a latirle con fuerza. Pensó en el caballero descabezado del río y en los monjes fantasmales por el claustro. Luego recordó a los ratones y se sintió mejor. Pero al mirar con más cuidado descubrió que eran pájaros. Debajo de los aleros había nidos.

El espacio del tejado seguía la forma de la iglesia abajo, con dos brazos sobre los cruceros. Jack llegó hasta el cruce y permaneció en pie en el rincón. Se dio cuenta de que debía de estar directamente encima de la pequeña escalera de caracol que le había conducido desde el nivel del suelo hasta la galería. Si decidiera pegar fuego, allí sería el mejor sitio. Desde allí podría extenderse en cuatro direcciones: al oeste a lo largo de la nave, al sur por el crucero sur, y a través del cruce al presbiterio y al crucero norte.

Las principales vigas del tejado estaban hechas de corazón de roble y aunque estaban embreadas, tal vez no se prendieran con la llama de una vela. Pero debajo de los aleros había un montón de astillas y virutas de madera, trozos de cuerda, sacos y nidos de pájaros abandonados, todo lo cual serviría perfectamente de mecha. Lo único que tendría que hacer sería amontonarlo.

La vela se estaba consumiendo.

Parecía muy fácil. Amontonar todos aquellos desperdicios, acercar la llama de la vela e irse. Atravesar el recinto como un fantasma, deslizarse en la casa de invitados, atrancar la puerta, acurrucarse en la paja y esperar a que dieran la alarma.

Pero si le veían

Si le pillaban en ese momento podría decir sencillamente que estaba explorando la catedral, y sólo le azotarían. Pero si le descubrían pegando fuego a la iglesia harían algo más que azotarle. Recordó al ladrón de azúcar en Shiring y cómo le sangraba el trasero.

Recordaba algunos de los castigos infligidos a los proscritos. A Farad Openmouth le cortaron los labios, Jack Flathat había perdido una mano y a Alan Catface le habían colocado en los cepos y apedreado, y desde entonces nunca pudo volver a andar bien. Aún peor eran las historias de quienes no habían sobrevivido a los castigos. A un asesino lo ataron a un barril tachonado de puntas y lo lanzaron rodando colina abajo, de manera que todas las puntas se le clavaron en el cuerpo, a un ladrón de caballos le habían quemado vivo, a una prostituta ladrona la habían empalado en una estaca en punta. ¿Qué le harían a un muchacho que hubiese prendido fuego a una iglesia?

Empezó a recoger pensativo todos los desperdicios inflamables de debajo de los aleros, amontonándolos en el pasadizo, debajo exactamente de uno de los cabrios más fuertes.

Una vez que los hubo amontonado hasta una altura de un pie se sentó y se quedó mirándolos.

Su vela estaba en las últimas. Dentro de unos momentos habría perdido la oportunidad.

Con un ademán rápido acercó la llama a un trozo de saco. Se prendió. La llama se extendió rápidamente por unas virutas de madera y luego a un nido seco y abandonado de pájaro. Y en un instante la pequeña fogata empezó a arder alegremente.

Aún podría apagarlo, pensó Jack.

Tal vez aquella mecha estuviera ardiendo demasiado deprisa. A ese paso se apagaría antes de que la madera del tejado empezara a quemarse. Jack recogió presuroso más desperdicios añadiéndolos al montón. Las llamas subieron más alto. Aún puedo apagarlo, pensó. La brea de la viga empezó a ennegrecerse y a echar humo. Se quemaron los desechos. Ahora puedo dejar que se apague el fuego, pensó. Pero entonces vio que el pasadizo estaba ardiendo. Aun así podría ahogar el fuego con mi capa, se dijo. Pero en lugar de ello arrojó más desperdicios al fuego y se quedó mirando cómo subían las llamas. En el pequeño ángulo de los aleros, la atmósfera estaba caliente y humeante, aunque el glacial aire nocturno estaba sólo a una pulgada, al lado del tejado. Algunas vigas más pequeñas a las que estaban clavadas las chapas del tejado empezaron a arder. Y finalmente apareció una llama temblorosa en la maciza viga principal.

La catedral ardía.

Ya lo había hecho. No cabía retroceder.

Jack estaba asustado. Quería estar envuelto en su capa, acurrucado en un pequeño hueco en la paja, con los ojos fuertemente cerrados y escuchando en derredor suyo la tranquila respiración de los otros.

Retrocedió a lo largo del pasadizo.

Al llegar al final miró hacia atrás. Le sorprendió lo rápido que se estaba propagando el fuego, tal vez debido a la brea con que estaba embadurnada la madera. Todas las vigas pequeñas ardían, las grandes empezaban a prenderse y el fuego se extendía a lo largo del pasadizo. Jack le dio la espalda.

Se metió en la torre y bajó las escaleras, luego corrió a lo largo de la galería sobre el pasillo y bajó presuroso la escalera de caracol hasta el suelo de la nave. Alcanzó corriendo la puerta por la que había entrado.

Estaba cerrada.

Entonces comprendió su estupidez. Los monjes la habían abierto con una llave al entrar, cerrándola de nuevo al salir.

El miedo le dejó un amargor de bilis en la boca. Había prendido fuego a la iglesia y ahora se encontraba encerrado dentro.

Luchó contra el pánico y trató de pensar. Desde fuera había probado todas las puertas, encontrándolas cerradas, pero tal vez alguna de ellas lo estuviera por dentro con trancas en lugar de llave y podría abrirse desde el interior.

Atravesó presuroso el cruce hasta el crucero norte y examinó la puerta en el pórtico norte. Estaba cerrada con llave. Cruzó corriendo la nave en sombras hasta el extremo oeste e intentó abrir cada una de las entradas públicas. Las tres puertas estaban cerradas con llave; por último lo intentó con la pequeña puerta que conducía al pasillo sur desde el paseo norte del cuadrado del claustro; también esa estaba cerrada con llave.

¿Qué voy a hacer?, se dijo.

¿Se despertarían los monjes y correrían a apagar el incendio tan dominados por el pánico que apenas se dieran cuenta de que un muchacho pequeño salía a hurtadillas por la puerta? ¿O le descubrirían de inmediato y le agarrarían, lanzando a gritos acusaciones contra él?; también podía suceder que siguieran dormidos, inconscientes hasta que todo el edificio se hubiera derrumbado y Jack yaciera aplastado por un montón inmenso de piedras.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y deseó no haber acercado jamás la llama de la vela a aquel gran montón de desperdicios. Miró frenético en derredor. ¿Le oiría alguien si se asomara por una ventana y chillara?

Se oyó un estrépito arriba. Al levantar la vista vio que en el techo de madera había un agujero donde una de las vigas había caído sobre él perforándolo. El agujero parecía una mancha roja sobre un fondo negro. Un momento después se produjo otro estruendo. Una inmensa viga atravesó el techo y, girando sobre sí misma en el aire, se estrelló contra el suelo con un golpazo que estremeció las poderosas columnas de la nave; detrás de ella hubo una rociada de chispas y rescoldos ardiendo. Jack escuchó a la espera de gritos, peticiones de ayuda o el tañido de una campana, pero no hubo nada de eso. No habían oído el estruendo. Y si aquello no les había despertado, ciertamente no oirían sus gritos.

Voy a morir aquí, se dijo en el paroxismo del terror, voy a achicharrarme o a quedar aplastado a menos que encuentre una salida.

Pensó en la torre destruida. La había examinado desde fuera y no había descubierto hueco alguno para entrar, pero se había mostrado muy cauteloso por miedo a caer y provocar un desprendimiento de tierra. Tal vez si volviera a mirar, esta vez desde dentro, pudiera encontrar algo que se le hubiera pasado por alto. Y acaso la desesperación le ayudara a colarse por donde antes no viera brecha alguna.

Corrió hacia el extremo oeste. Los destellos del fuego que llegaban a través del agujero en el techo, combinados con las llamas de la viga que había caído al suelo de la nave, daban una mayor luz que la de la luna, y el borde de la arcada brillaba dorado en lugar de plateado. Jack examinó el montón de piedras que un día fueran la torre del noroeste; parecían formar un sólido muro. No había forma de salir. Siguiendo un loco impulso abrió la boca y gritó ¡ Madre!, a pleno pulmón, aunque sabía que no le iba a oír.

De nuevo luchó contra el pánico que le embargaba. Algo se agitaba en el fondo de su mente que no lograba materializar; había logrado entrar en la otra torre, la que todavía estaba en pie, recorriendo la galería que había sobre el pasillo sur. Si ahora la volviera a recorrer pero en sentido contrario sobre el pasillo norte tal vez pudiera encontrar una brecha en aquel montón de escombros, una brecha que acaso no fuera visible desde el suelo. Volvió corriendo al cruce, permaneciendo bajo la protección del pasillo norte por si se estrellaban nuevas vigas encendidas después de atravesar el techo. En ese lado debía de haber una puerta pequeña y una escalera de caracol, como en el otro. Llegó a la esquina de la nave y al crucero norte. No veía puerta alguna. Miró alrededor de la esquina sin descubrir tampoco ninguna. No podía creer en su mala suerte. Era un estúpido, ¡tenía que haber una salida a la galería!

Pensaba denodadamente, luchando por conservar la calma. Había una manera de entrar en la torre derruida, sólo tenía que encontrarla. Puedo volver al espacio del tejado a través de la torre del suroeste todavía en pie se dijo. Puedo cruzar al otro lado del espacio del tejado. Debe de haber una pequeña abertura en ese lado, dando paso a la torre noroeste derruida. Eso podría proporcionarme una salida. Miró temeroso al techo. El fuego debía de haberse convertido ya en un infierno. Pero no podía pensar en otra alternativa.

Primero había de atravesar la nave. Miró de nuevo hacia arriba. Hasta donde podía ver no había nada que pudiera desplomarse de inmediato. Respiró hondo y salió disparado hacia el otro lado. Nada le cayó encima.

Ya en el pasillo sur abrió la pequeña puerta y subió corriendo la escalera de caracol. Cuando llegó al final y entró en la galería notó el calor del incendio de arriba. Pasó corriendo la galería, atravesó la puerta que daba a la torre que todavía se conservaba erguida y subió corriendo las escaleras.

Agachó la cabeza y se arrastró a través del pequeño arco hasta el espacio del tejado. Hacía mucho calor y estaba lleno de humo. Toda la madera de arriba estaba en llamas y en el extremo más alejado las vigas más grandes ardían con fuerza. El olor a brea le hizo toser. Vaciló sólo un instante, luego se subió a uno de los grandes travesaños que cruzaban la nave y empezó a caminar por él. En cuestión de segundos quedó empapado de sudor a causa del calor, y los ojos se le pusieron llorosos de tal forma que apenas podía ver a dónde iba. Al toser, uno de los pies se le salió del travesaño, haciéndole dar un traspié de costado. Cayó con un pie en el travesaño y el otro fuera. El pie derecho aterrizó en el techo y se dio cuenta horrorizado que atravesaba la madera podrida. En su mente pasó como un relámpago la altura de la nave y hasta dónde caería si atravesara el techo; gritó mientras volteaba hacia delante, con los brazos extendidos, imaginándose dando vueltas y más vueltas en el aire, como había hecho la viga al caer. Pero la madera resistió su peso.

Permaneció allí petrificado, muerto de miedo, apoyándose en las manos y en una orilla mientras que con el otro pie había perforado el techo. Luego, el calor achicharrante del fuego le hizo volver a la realidad. Sacó el pie del agujero con extremo cuidado. Luego avanzó a gatas hacia delante.

Mientras se acercaba al otro lado, algunas vigas grandes se desplomaron dentro de la nave. Todo el edificio pareció estremecerse y la viga debajo de Jack tembló como la cuerda de un arco. Se detuvo aferrándose a ella. Siguió arrastrándose y un momento después alcanzaba el pasadizo del lado norte.

Si su suposición resultaba equivocada y no había abertura alguna para pasar a las ruinas de la torre noroeste, habría de volver atrás. Mientras permanecía allí en pie, sintió una ráfaga de frío aire nocturno. Debía de haber alguna brecha. Pero ¿sería lo bastante grande para un muchacho pequeño?

Dio tres pasos en dirección oeste y se detuvo en el mismo borde del vacío.

Se encontró mirando a través de un inmenso agujero a las ruinas de la torre derruida iluminadas por la luz de la luna. Se le aflojaron las rodillas por el alivio. Estaba fuera de aquel infierno. Pero se encontraba a gran altura, a nivel del tejado y la parte superior del montón de escombros estaba muy lejos debajo de él, demasiado lejos para saltar. Ahora podía escapar de las llamas pero ¿le sería posible llegar al suelo sin romperse el cuello?; detrás de él las llamas avanzaban rápidas y el humo salía a oleadas por la brecha en la que se encontraba.

Esa torre tuvo un día una escalera adosada al interior de su muro como aún tenía la otra torre, pero casi toda la escalera quedó destruida con el derrumbamiento. Sin embargo, allí donde los peldaños de madera se habían fijado en el muro con argamasa, sobresalían algunos muñones de madera, algunos de tan sólo una o dos pulgadas de largo, y otros algo más. Jack se preguntó si podría bajar por aquellos fragmentos de peldaños. Sería un descenso precario. Se dio cuenta de que olía a quemado. Su capa empezaba a ponerse caliente. Un momento más y se prendería. No tenía elección.

Se sentó y buscó el muñón más próximo. Se aferró a él con ambas manos, y luego alargó una pierna hasta encontrar un apoyo firme para el pie. Luego bajó el otro pie. Tanteando con el pie, descendió un peldaño. Los muñones resistieron. Volvió a intentarlo, tanteando la firmeza del siguiente muñón antes de descargar sobre él su peso.

Este parecía algo inseguro. Puso el pie con cautela, agarrándose con fuerza por si llegaba a encontrarse colgando de las manos. Cada uno de los peligrosos pasos que daba hacia abajo le acercaba más al montón de escombros. A medida que iba bajando los muñones se hacían más pequeños, como si los de abajo hubieran sufrido más los estragos del derrumbamiento. Puso su bota de fieltro sobre un muñón no más ancho que la punta de su pie y cuando descargó su peso en él, el pie se le escurrió. El otro lo tenía sobre un muñón más grande, pero de repente descargó su peso en él y se rompió. Intentó sujetarse con las manos, pero como aquellos fragmentos eran tan pequeños, le fue imposible agarrarlos con fuerza y sintió aterrado que se deslizaba de su precario asidero y caía por los aires.

Dio con sus huesos en el montón de escombros. Por un instante se sintió tan sobrecogido y aterrado que pensó estar muerto. Pero luego se dio cuenta de que había tenido la suerte de caer bien. Le escocían las manos y con toda seguridad tendría las rodillas llenas de rasguños, pero por lo demás se encontraba bien.

Al cabo de un momento descendió por el montón de escombros salvando de un salto los últimos pies hasta el suelo. Estaba a salvo. El alivio hizo que le flaquearan las piernas. Sentía deseos de volver a gritar; había escapado. Se sentía orgulloso. ¡Menuda aventura que había corrido!

Pero aún no había pasado todo. Donde él se encontraba tan sólo llegaba una vaharada de humo, pero el ruido del fuego, tan ensordecedor dentro del espacio del tejado, allí sólo sonaba como un viento lejano. Únicamente los destellos rojizos detrás de las ventanas revelaban que la iglesia estaba en llamas.

Pero aquellos últimos temblores debían de haber perturbado el sueño de alguien, y en cualquier momento algún monje legañoso saldría medio dormido del dormitorio preguntándose si el terremoto que había sentido era real, o tan sólo una pesadilla. Jack había pegado fuego a la iglesia, un crimen atroz a los ojos de los monjes. Tenía que largarse rápidamente.

Atravesó corriendo el césped hasta la casa de invitados. Todo seguía tranquilo y silencioso. Se detuvo jadeante delante de ella. Si seguía respirando de aquel modo despertaría a todo el mundo. Intentó hacerlo con calma, pero resultó peor. Había que quedarse allí hasta que volviera a respirar con normalidad. El tañido de una campana rompió el silencio y siguió sonando apremiante en inconfundible alarma. Jack se quedó helado. Si entraba en ese momento se darían cuenta. Pero si no lo hacía





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