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Salí de Munich a las ocho de la tarde, el primero de mayo, y llegué a Viena temprano, al día siguiente por la mañana. 24




No, nada de eso: iba a aprovechar que la muchacha estaba enamorada de su otro yo, el bravo capitán Shackleton, para alcanzar una meta mayor. Y le sorprendió que por ese breve disfrute estuviese dispuesto a arrastrar las nefastas consecuencias que tan insensato proceder iba a acarrearle, entre las que probablemente se incluía perder la vida. ¿Tan poco aprecio sentía por su existencia?, se repitió una vez más. Sí, sonaba realmente deprimente, pero así era: el acto de poseer a aquella hermosa mujer tenía más sentido para él que cualquier otra cosa que le aguardase en los recodos de su ingrato futuro.

Si lo pensaba fríamente tenía que reconocer que lo lógico era, por supuesto, no acudir a la cita y evitarse problemas. Aunque, por otro lado, eso no le eximía de volver a encontrarse con la muchacha en cualquier otra parte, tener que explicarle qué hacía todavía en el siglo XIX, e incluso inventar una excusa que le hubiese impedido asistir al salón de té. No acudir no solucionaba el problema, al parecer. La única manera de resolverlo que se le ocurría era precisamente la contraria: plantarse en el salón e idear algo para evitar tener que darle nuevas explicaciones si volvían a encontrarse en el futuro. Un motivo para que ella no se le acercase, para que ni siquiera le hablase, se dijo con entusiasmo, como si esa fuese la razón principal para volver a verla, en detrimento de intereses más pedestres. Bien mirado, aquel encuentro podría resultarle a la larga incluso beneficioso. Sí, podía permitirle solucionar el asunto de una vez por todas, porque una cosa tenía clara: esa debía ser su primera y única cita. No tenía otra opción: debía regalarse el capricho de disfrutar de la muchacha con la condición de que zanjara satisfactoriamente cualquier posibilidad de un nuevo encuentro, abortando toda relación que pudiese surgir entre ellos, ya que no se le ocurría el modo de mantenerla en secreto, oculta a los miles de espías que sin duda Murray tenía desperdigados por la ciudad, algo que no solo podía suponerle un peligro a él, sino también a ella. La cita se le antojó entonces el último banquete del condenado, y resolvió disfrutarlo todo lo posible.

Cuando llegó la hora, se levantó, tomó la sombrilla, se ajustó la gorra y salió de la pensión. En la calle, siguiendo un impulso repentino, se detuvo ante el tenderete de la señora Ritter.

Buenas tardes, Tom lo saludó la anciana.

Señora Ritter dijo, tendiéndole ceremoniosamente la mano derecha con la palma hacia arriba, creo que ha llegado el momento de que ambos conozcamos mi destino.

La anciana lo contempló asombrada, pero enseguida atrapó la mano de Tom entre las suyas y, con un índice apergaminado, siguió las líneas de su palma lentamente, como quien sigue los renglones de un libro.

¡Dios mío, Tom! se estremeció, alzando hacia él una mirada tan lúgubre como sorprendida. ¡Aquí está escrita tu muerte!

Con una mueca de resignada entereza, Tom aceptó el funesto vaticinio, y retiró su mano de entre las de la anciana delicadamente. Bien, ahí tenía la confirmación de sus sospechas. Morir por meterse bajo las enaguas de una dama de alta cuna. Aquel era, después de todo, su rijoso destino. Se encogió de hombros, se despidió de la alarmada señora Ritter, quien tal vez consideraba obligado que la vida le hubiese reservado a aquel muchacho un destino más benévolo, y enfiló calle abajo, hacia el salón de té donde lo aguardaba Claire Haggerty. Sí, iba a morir, ya no había duda, pero, ¿acaso podía llamar vida a lo que tenía ahora? Sonrió y apresuró el paso.

Nunca se había sentido más vivo.


 

XXVI

Cuando llegó al salón de té, Claire ya se hallaba allí, ocupando una de las mesitas del fondo, junto a un ventanal que escanciaba la luz de la tarde sobre su cabello. Tom la examinó con delectación desde la entrada del local, regodeándose en la certidumbre de que aquella hermosa muchacha lo esperaba a él. Nuevamente se dejó conmover por la fragilidad de su porte, que tan deliciosamente contrastaba con la energía de sus ademanes y la avidez de su mirada, y sintió en su interior, en esa tierra baldía donde creía que nada volvería a germinar, una suerte de borboteo placentero, el anuncio de que no estaba del todo muerto por dentro, que aún podía albergar emociones. Apretó la sombrilla en su mano sudada y caminó entre las mesas en su dirección, decidido a hacer todo lo posible para que esa tarde concluyera con aquel cuerpo entre sus brazos.

Perdone, caballero le abordó una joven que en aquel momento salía del local, ¿podría decirme dónde ha adquirido esas botas?

Desconcertado, Tom siguió la vista de la mujer hasta sus pies, y casi se sorprendió al encontrarlos envueltos en las exóticas botas del capitán Shackleton. Observó a la muchacha, sin saber qué decir.

En París respondió.

Su respuesta pareció satisfacer a la mujer, que sonrió, asintiendo con la cabeza, como si aquel calzado no pudiese venir de otro sitio que de la cuna de la moda. Le agradeció la información con una amable sonrisa, y salió del local. Tom sacudió la cabeza y, aclarándose la garganta como si fuese un barítono a punto de salir al escenario, terminó de cruzar el salón en dirección hacia Claire que, abstraída en la ventana, aún no había reparado en su presencia.

Buenas tardes, señorita Haggerty la saludó.

Claire sonrió al verlo.

Creo que esto es suyo dijo, tendiéndole la sombrilla como si se tratase de un ramo de rosas.

Oh, gracias capitán respondió la muchacha, pero siéntese, siéntese.

Tom ocupó la otra silla libre del velador, mientras Claire estudiaba con un ligero desconcierto el penoso estado de la sombrilla. Tras la rápida valoración, Claire la depositó a un lado de la mesa, como si el objeto ya hubiese cumplido su función en la trama, y pasó a examinar a Tom con ese extraño anhelo en los ojos que él había percibido desde el primer encuentro, y que le había halagado a pesar de saber que quien lo motivaba no era él, sino el personaje que encarnaba.

Debo decirle, capitán, que su disfraz es extraordinario reconoció la muchacha tras la inspección. Parece un pelagatos del East End.

Eh, sí, gracias balbució Tom, forzando una amable sonrisa para disimular el desaire que le habían supuesto sus palabras.

¿De qué se sorprendía, en realidad? El comentario no hacía sino confirmar sus sospechas: si podía disfrutar de una tarde en compañía de aquella arrogante muchachita era precisamente porque ella creía que él era un intrépido héroe del futuro. Y era precisamente ese malentendido el que iba a permitirle darle una lección, obteniendo de ella lo que en otras circunstancias jamás podría conseguir. Ocultó el regocijo que la idea le producía paseando una mirada por el local, en la que aprovechó para tratar de identificar algún posible espía de Gilliam entre la ruidosa clientela, pero no encontró a nadie que le pareciese sospechoso.

Cualquier precaución es poca señaló, volviéndose de nuevo hacia Claire. Como le dije, he de evitar llamar la atención, lo cual no lograría con mi armadura de combate. Por eso mismo le rogaría también que no me llamase capitán.

De acuerdo dijo la muchacha, para a continuación exclamar, doblegada por la excitación de disfrutar de un secreto que solo ella conocía: ¡No puedo creer que sea usted el capitán Derek Shackleton!

Sobresaltado, Tom le suplicó silencio.

Oh, perdone se disculpó ella, azorada, es que estoy muy nerviosa. Todavía no puedo creer que esté tomando el té con el mismísimo salvador de

Por fortuna, la muchacha interrumpió la frase al ver acercarse al camarero. Pidieron dos tazas de té y un surtido de pastas y bollos. Cuando el camarero se marchó a atender su pedido, ambos se miraron en silencio durante unos segundos, sonriéndose tontamente. Tom observó los intentos de la muchacha por tranquilizarse y recuperar la compostura, mientras pensaba en el modo de conducir la conversación hacia un terreno más íntimo que favoreciese sus planes. Había escogido aquel salón de té porque al otro lado de la calle había una pensión modesta pero de aspecto pulcro, que se le había antojado el perfecto escenario para el encuentro de sus cuerpos. Ahora se trataba de emplear toda su capacidad de seducción, si es que la tenía, para intentar conducirla hasta allí, aunque aquello no iba a resultar una empresa fácil: era evidente que una dama como Claire, que probablemente aún conservaba su virtud intacta, no accedería a yacer con un desconocido de buenas a primeras, por muy convencida que estuviese de que él era el capitán Shackleton.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? inquirió entonces Claire, ajena a sus cavilaciones. ¿Se ha subido al Cronotilus sin que nadie lo viese?

Tom tuvo que contener una mueca de fastidio ante la pregunta: lo que menos le apetecía ahora, mientras intentaba inventar una patraña consistente que le permitiera disfrutar de los encantos de la muchacha, era tener que ocuparse en dar coherencia a su mentira anterior, pero no podía decirle que había viajado en el tiempo para devolverle su sombrilla y pretender que ella lo aceptase como la cosa más normal del mundo, como si la gente fuese y viniese entre los siglos haciendo insulsos recados. Por suerte, la oportuna llegada del camarero con su pedido le ofreció unos segundos para poder urdir una respuesta que satisficiera a la mujer.

¿El Cronotilus? preguntó, fingiendo que desconocía la existencia del tranvía temporal, ya que si lo hubiese usado para viajar hasta aquella época no tendría otro modo de volver al futuro más que aguardando una nueva expedición al año 2000, para la que aún faltaba casi un mes, y eso significaría que aquella cita no tenía por qué ser la última.

Es el vehículo de vapor en el que viajamos a su época, atravesando un lugar horrible llamado la cuarta dimensión le explicó Claire, para añadir a continuación, tras unos segundos de reflexión: Pero, si no ha viajado en el Cronotilus, entonces, ¿cómo lo ha hecho? ¿Acaso existe otro modo de viajar en el tiempo?

Por supuesto que existe otro modo, señorita Haggerty afirmó Tom con seguridad, sospechando que si la muchacha se había tragado la mentira de Gilliam, es decir, si daba por ciertos los viajes temporales, probablemente también se creería cualquier otro modo de desplazarse en el tiempo que a él se le ocurriese. Nuestros científicos han inventado una máquina para viajar en el tiempo instantáneamente, sin necesidad de usar ninguna engorrosa ruta a través de la cuarta dimensión.

¿Y esa máquina puede viajar a cualquier época? quiso saber la muchacha, maravillada.

A cualquiera, a cualquiera respondió Tom, fingiendo no darle importancia al hecho, como sí estuviese harto de viajar a través de los siglos y la creación y destrucción de las civilizaciones lo aburriesen soberanamente.

Tomó una pasta y la mordió con deleite, dándole a entender que pese a todo lo que había visto le seguían sorprendiendo los pequeños placeres de la vida, como la repostería británica.

¿La ha traído consigo? inquirió entonces Claire. ¿Me la enseñará?

¿Enseñarle qué?

La máquina con la que ha viajado a mi época.

Tom estuvo a punto de atragantarse con la pasta.

No, no se apresuró a aclararle, eso es imposible, absolutamente imposible.

Ella ensayó un mohín de decepción, y se acorazó cerrando sus brazos sobre el pecho, en una actitud un tanto infantil que lo tomó desprevenido.

No puedo mostrársela porque no es algo que pueda verse improvisó, intentando deshacer su enfado antes de que cristalizara.

¿No puede verse? preguntó la muchacha, recelosa.

Me refiero a que no es ninguna especie de carruaje; alado que se desplace por el tiempo explicó.

¿Entonces qué es?

Tom contuvo un suspiro de desesperación. Sí, ¿entonces qué era? ¿Y por qué no podía mostrársela?

Es un artefacto que no viaja físicamente en la corriente temporal, sino que permanece enclavado en el futuro. Desde allí, eh abre agujeros por los que podemos viajar a otras épocas. Es como una máquina perforadora, pero que en vez de horadar la roca cava túneles en el tejido del tiempo. Por eso no se la puedo mostrar, aunque nada me gustaría más.

La muchacha guardó silencio.

Una máquina que abre agujeros en el tejido del tiempo murmuró al fin, cautivada por la idea. ¿Y usted ha cruzado uno de esos túneles para aparecer en el día de hoy?

Así es contestó Tom sin demasiada convicción.

¿Y cómo hará para regresar al futuro?

Volviendo a introducirme en el agujero.

¿Quiere decir que, en este instante, en algún sitio de Londres hay un túnel al año 2000?

Tom dio un sorbo de té antes de contestar. Empezaba a cansarle aquella conversación.

Abrirlo en la ciudad llamaría demasiado la atención, como comprenderá dijo con prudencia. El túnel se abre siempre en las afueras, en la colina de Harrow, una pequeña loma coronada por un viejo roble y rodeada de lápidas. Pero la máquina no puede mantenerlo demasiado tiempo abierto. Dentro de unas horas se cerrará, y yo tendré que atravesarlo antes de que eso suceda.

Añadió eso último fingiendo pesadumbre, con la esperanza de que, ante la falta de tiempo, la muchacha decidiera dar por finalizado el suplicio de las preguntas.

Quizás le parezca un atrevimiento por mi parte, capitán le oyó decir tras unos segundos de reflexión, pero, ¿podría llevarme con usted al año 2000?

Me temo que no, señorita Haggerty suspiró Tom.

¿Por qué? Le prometo que

Porque no puedo ir trasladando a gente de aquí para allá.

Pero, qué sentido tiene inventar una máquina del tiempo si no se utiliza para

¡Porque se inventó con un fin distinto! la interrumpió Tom, harto de que ella no fuese capaz de olvidarse del asunto. ¿Tanto interés tenía en los viajes temporales?

Al instante se arrepintió de su brusquedad, pero el daño ya estaba hecho. Ella lo miró, sorprendida por el tono airado que había empleado.

¿Y cuál es ese fin, si puede saberse? contraatacó, usando el mismo deje enojado.

Tom suspiró, se reclinó en la silla y observó a la muchacha luchando por dominar su creciente irritación. No tenía sentido continuar con aquello. Tal y como se estaba desarrollando la conversación no conseguiría arrastrarla a la pensión, tendría suerte si ella no terminaba plantándolo allí mismo, harta de sus vagas respuestas. ¿Qué esperaba? Él no era Gilliam Murray. Él solo era un pobre diablo sin imaginación. El disfraz de viajero del tiempo le quedaba grande. Era mejor rendirse, olvidarse de todo, despedirse de ella cortésmente mientras todavía estaba a tiempo, y continuar con su miserable vida de pelagatos, en caso de que los matones de Murray no tuviesen una idea mejor.

Señorita Haggerty comenzó, decidido a concluir la cita de un modo educado, alegando cualquier pretexto, cuando ella colocó su mano sobre la suya.

Sorprendido por el gesto, Tom olvidó lo que iba a decir. Contempló la fina mano de ella, dócilmente posada sobre la suya, ambas abandonadas entre las tazas de té, como si se tratase de una escultura cuyo significado no alcanzaba a comprender. Al alzar la vista, tropezó con una mirada de extrema dulzura.

Siento haberle incomodado con preguntas que quizás no esté autorizado a responder, capitán se disculpó la muchacha, inclinándose adorablemente sobre la mesa. Ha sido una manera muy descortés por mi parte de agradecerle que haya recuperado mi sombrilla. De todos modos, no necesita decirme con qué objetivo se fabricó la máquina. Es algo que ya sé.

¿De verás? preguntó Tom, incrédulo.

Sí aseguró, tejiendo una sonrisa encantadoramente engreída.

¿Y podría decirme cuál es ese propósito?

Claire miró a un lado y a otro, y contestó, bajando la voz:

Matar al señor Ferguson.

Tom alzó las cejas. ¿El señor Ferguson? ¿Quién diablos era el señor Ferguson? ¿Y por qué había que matarlo?

No disimule, capitán rió Claire. Le aseguro que no es necesario. Conmigo no.

Tom se unió con placer a su risa, aprovechando para liberarse de la tensión del interrogatorio ensayando unas cuantas carcajadas. No tenía ni idea de quien era el tal Ferguson, pero intuía que su mejor estrategia era fingir que sabía de sobra quién era, que sabía hasta el número de zapato que calzaba o la loción que empleaba al afeitarse. Y rezar porque ella no le preguntase nada sobre él.

No puedo ocultarle nada señorita Haggerty la halagó. Es usted demasiado inteligente.

Claire dibujó un mohín de satisfacción.

Gracias, capitán. Pero no es difícil deducir que sus científicos fabricaron la máquina con el propósito de viajar a esta época en concreto y matar al inventor de los autómatas antes de que los creara, evitando así todo lo posterior, la destrucción de Londres y las muertes de tantas personas.

¿Viajar al pasado para cambiarlo? ¿Podría hacerse tal cosa?, se preguntó Tom.

Exacto, Claire. Yo fui escogido para matar a Ferguson e impedir la destrucción del mundo.

La muchacha volvió a meditar unos segundos, antes de añadir:

Pero no lo consiguió, dado que los dos hemos visto con nuestros propios ojos la guerra del futuro.

Has vuelto a acertar, Claire reconoció Tom, aprovechando para tutearla.

Su misión fue un fracaso dijo ella como para sí, con cierta pesadumbre. Luego lo contempló con fijeza, y musitó: Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque los agujeros no permanecían abiertos el tiempo suficiente?

Tom abrió los brazos, fingiéndose maravillado por la inteligencia de la muchacha.

Así es admitió, para agregar, en un rapto de inspiración: Realicé varios viajes de prueba para localizar a Ferguson, pero no lo logré. Contaba con muy poco tiempo. Por eso quizás me veas en el futuro caminando por la calle, aunque no debes abordarme porque yo aún no te conoceré.

Ella parpadeó, intentando comprender sus palabras.

Entiendo dijo al fin. Esos viajes fueron anteriores a este, aunque aparecieses aquí días después.

Exacto corroboró él, y envalentonado por lo consistente que a ella parecía resultarle aquel delirio, añadió: Aunque desde tu punto de vista este parezca el primer viaje que he llevado a cabo, eso no es cierto. He realizado al menos media docena de incursiones más en tu época antes que esta. Es más, lo más probable es que este viaje, que a ti te parece el primero, para mí sea el último, ya que el uso de la máquina está actualmente prohibido.

¿Prohibido? preguntó Claire, cada vez más fascinada.

Tom dio un sorbo de té para aclararse la garganta y, alentado por el arrobo que sus palabras producían en la muchacha, continuó:

Sí, Claire. La máquina se fabricó a mitad de la guerra, pero cuando esta se mostró inoperante, sus inventores no dudaron en desentenderse de ella. Se olvidaron de la utópica idea de impedir la guerra antes de que estallara y concentraron sus esfuerzos en intentar ganarla, inventando armas que pudiesen abrir en dos el blindaje de los autómatas la muchacha asintió, probablemente recordando las impresionantes armas de los soldados. Entonces la máquina se arrumbó como sí fuese un trasto inútil, pero se puso bajo vigilancia para que nadie pudiera viajar al pasado sin autorización y cambiarlo a su antojo. Pese a todo, yo he conseguido usarla en secreto, aunque únicamente he podido abrir un agujero de diez horas, y ya solo quedan tres antes de que se cierre. Ese es el tiempo de que dispongo, Claire. Luego debo volver a mi época. Si permaneciera aquí vendrían a buscarme para ejecutarme por viajar en el tiempo sin autorización, da igual que sea un héroe. Así que, dentro de tres horas me iré para siempre.

Terminó su parlamento apretando con suma ternura la mano de Claire, al tiempo que se felicitaba a sí mismo por su explicación. Para su propio asombro, no solo había solventado el problema que podía suponerle un encuentro futuro con ella, sino que se las había ingeniado para informarle que únicamente disponían de tres horas para estar juntos antes de separarse para siempre. Tres horas nada más. Tres.

Has arriesgado tu vida para traerme la sombrilla dijo ella lentamente, a modo de recapitulación como si de repente comprendiese el verdadero riesgo que Tom había asumido.

Bueno, la sombrilla era solo una excusa respondió este, inclinándose sobre la mesa y mirándola apasionadamente a los ojos.

Había llegado el momento, se dijo. Era ahora o nunca.

He arriesgado mi vida para volver a verte porque te amo, Claire mintió en el tono más tierno del que fue capaz.

Ya estaba dicho. Ahora ella debía contestarle lo mismo. Ahora ella debía reconocer que también lo amaba, es decir, que amaba al bravo capitán Shackleton.

¿Cómo es posible que me ames, si ni siquiera me conoces? rió la muchacha, sonriendo con coquetería.

Esa no era la reacción que Tom esperaba. Ocultó su disgusto tomando un trago de té. ¿Es que no se daba cuenta de que no había tiempo para otra cosa que entregarse el uno al otro? ¡Solo quedaban tres malditas horas! ¿Acaso no se lo había dejado claro? Depositó la taza sobre el platito y echó un vistazo a la calle, a la pensión que se alzaba al otro lado, con sus ansiadas camas de sábanas limpias, cada vez más inalcanzable. La muchacha tenía razón, no la conocía, y ella tampoco lo conocía a él. Y mientras fuesen desconocidos el uno para el otro no habría posibilidad alguna de acabar en ninguna cama. Se había enfrascado en una batalla perdida. Pero, ¿y si ya se conocieran?, se dijo de repente. ¿Acaso no venía él del futuro? ¿Qué le impedía decirle que, desde su punto de vista, ya se conocían? Entre aquel encuentro y el encuentro en el año 2000 podía haber pasado cualquier cosa que él inventase, porque ella no podría rebatírselo, se dijo, creyendo haber encontrado la estrategia perfecta para conducirla a la pensión como un corderito.

Te equivocas, Claire. Te conozco mucho mejor de lo que crees dijo, en tono confesional, acunando su mano entre las suyas como si se tratase de un gorrión herido. Sé cómo eres, con qué sueñas, qué quieres, cómo ves el mundo. Lo sé todo sobre ti y tú lo sabes todo sobre mí. Y te amo, Claire. Me he enamorado de ti en un tiempo que todavía no ha sucedido.

Ella lo contempló atónita.

Pero, si no vamos a volver a vernos reflexionó, ¿cómo nos conoceremos?, ¿cómo te enamorarás de mí?

Con un golpe de sudor, Tom descubrió que había caído en su propia trampa. Contuvo una maldición y contempló la calle, intentando ganar tiempo. ¿Qué podía responderle ahora? Los carruajes iban y venían, ajenos a su desazón, abriéndose paso entre los carros de los vendedores. Distinguió entonces un buzón de correos en la esquina, firme y rojo, con las iniciales de la reina Victoria en su frontal.

Me he enamorado de ti por tus cartas soltó de pronto.

¿Por mis cartas? ¿De qué estás hablando? exclamó la muchacha, estupefacta.

De las cartas de amor que nos hemos enviado todos estos años.

La joven lo miró espantada. Y Tom comprendió que lo que iba a decir debía resultar creíble, porque de eso dependería que ella se le rindiera para siempre o que lo abofeteara airada. Cerró los ojos y sonrió débilmente, fingiendo que evocaba algún recuerdo mientras intentaba pensar.

Sucedió en mi primer viaje de exploración a tu época dijo al fin. Aparecí en la colina que te he mencionado antes, y desde allí caminé hasta Londres. Allí confirmé que la máquina era absolutamente fiable a la hora de abrir el agujero en la fecha escogida: había viajado desde el año 2000 al 8 de noviembre de 1896.

¿Al 8 de noviembre?

Sí Claire al 8 de noviembre es decir Pasado mañana confirmó Tom. Esa fue mi primera incursión en tu siglo. Pero apenas tuve tiempo de nada más, pues debía volver antes de que el agujero se cerrase. Así que regresé a la colina lo más rápido que pude, y estaba a punto de atravesar el túnel que me devolvería al año 2000, cuando reparé en algo que me había pasado desapercibido antes.

¿Qué? preguntó ella, francamente intrigada.

Junto a la lápida de un tal John Peachey, bajo una piedra, había una carta. La tomé y descubrí con asombro que estaba dirigida a mí. Me la guardé en un bolsillo del disfraz y, una vez en el año 2000, la abrí. Era la carta de una desconocida, de una dama del siglo XIX Tom hizo una pausa de efecto, antes de añadir: Se llamaba Claire Haggerty. Y aseguraba que me amaba.

La muchacha dejó escapar un suspiro ronco, como si empezara a faltarle el aire. Con una sonrisa afectuosa, Tom la observó tragar saliva, intentando digerir lo que estaba escuchando, tratando de asimilar que toda aquella situación la había provocado ella, o más exactamente, que la provocaría en el futuro. Si él la amaba ahora era porque previamente ella lo había amado a él. Claire clavó los ojos en su taza, como si en el poso del té pudiese verlo en el año 2000, leyendo confundido aquella carta en la que una desconocida de otro siglo, una mujer que ya había muerto, le decía lo mucho que lo amaba. Una carta que había escrito ella. Sin darle un segundo de respiro, Tom prosiguió, como el leñador que nota cómo el árbol que lleva horas talando empieza al fin a tambalearse y, pese al cansancio, intensifica los hachazos.





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