.


:




:

































 

 

 

 


CAPÍTULO 60 DOS MADRES




 

 

Por acá pasó Mandinga comenta Celeste asomándose a la ventana.

Se encuentran en la casa de postas que, será mérito de los orishás o más probablemente de la Virgen del Rocío, lograron alcanzar en el último momento, justo antes de que la tormenta lo anegara todo.

¡Qué nochecita hemos pasado! Árboles arrancados de cuajo, ríos fuera de madre y esos pobres animalicos se duele Celeste al ver cómo flotan en las aguas crecidas, hinchados y patas arriba, los cadáveres de un jabalí y un cervatillo. ¡Dónde va usté ahora, Hugo, vuelva pacá!

Hugo no está para rezongos. Las ruedas del carruaje de alquiler se han quedado enterradas en el barro y todos los brazos son pocos para liberarlas.

Esto retrasará nuestro viaje le dice a Celeste cuando ella lo sigue hasta el patio de la fonda levantándose la falda para sortear (sin éxito) los charcos. Pero bueno, así da tiempo a que bajen las aguas. Descuide añade, adelantándose a lo que pueda protestar su interlocutora. Con un poco de suerte, mañana por la tarde podemos estar de nuevo en ruta. Mientras tanto, paciencia, ama Celeste, la posada está llena de gente, tal vez le interese pegar la hebra y hacer amigos. Más de un romero se ha visto obligado a buscar aquí cobijo.

No conozco a ningún romero, ni ganas que tengo ahora mismo.

Cuando se pone terca, no hay manera sonríe Trinidad, que acaba de reunirse con ellos al ver cómo un débil sol se abre paso entre las nubes. Tú bien sabes a qué se refiere le dice a Celeste. Un romero es un peregrino, los llaman así en recuerdo de los que iban a Roma a ganar el jubileo, ¿verdad, Hugo?

Eso ya lo sé o es que me ha visto cara de sonsa, lo que pregunto es qué hacen por esta tierra de Mandinga.

De Mandinga no, de María Santísima.

Hugo les recuerda entonces lo cerca que están del santuario de la Virgen del Rocío. La llamada Blanca Paloma y reina de las marismas a la que se venera desde hacía lo menos tres siglos por ser muy milagrera.

Y desde entonces termina explicando, todos los años por Pentecostés, peregrinos venidos de todas partes atraviesan los humedales para visitarla. Este año la festividad ha caído pronto y aún quedan muchos por estos caminos de vuelta a casa.

Pues espero que la Virgen les premie tantos desvelos porque se habrán puesto pringando como chupa de dómine sentencia Celeste, que ha decidido volver al interior de la posada y acomodarse de nuevo frente a la ventana, fumarse una pipa y ver el panorama sin mojarse las canillas. Además, así dejo campo libre a ciertos tortolitos añade con intención y mirando a Hugo y a Trinidad, que, en ese momento, comentan algo entre ellos, muy sonrientes y ajenos a todo. Entre los muchos pajaritos y pajarracos que, según dicen, tanto abundan en este paraíso pasado por agua, ¿habrá muchos palomos o ese zureo que oigo son sólo los arrullos de quienes yo me sé? Ay, Señor, Señor. A lo mejor se piensan que, además de vieja, soy sorda como tapia y ciega como murciélago

 

* * *

 

¡Detente, Manuel, para te digo!

¿Se puede saber qué te pasa?

Mira allá abajo, al pie de la torrentera entre las zarzas, un bulto.

Ni aquellas son zarzas ni lo otro un bulto. Sólo ramas que la riada ha arrastrao junto a algún bicho muerto, un jabalí, quién sabe, cualquiera lo distingue entre tanto fango.

Que no, que no puede ser un cochino, ¿no ves que parece envuelto en una tela?

¿Tela dices? Anda, Juanín, tira, que se ve que la noche al sereno te ha nublao las entendederas.

Los dos romeros reanudan su camino. Los caballos, agotados, apenas resisten ya el peso de sus cuerpos. Ateridos y llenos de rasguños, habían tenido la fortuna de poder guarecerse en una pequeña cueva al arreciar el aguacero. Ahora lo único que desean es llegar cuanto antes al camino principal, abandonar el mar de lodo en el que se había convertido el Coto.

¿Cuánto falta para la casa de postas? Deberíamos desmontar y continuar a pie, mi caballo no da más.

Escucha, Manuel, ¿y si aquello que vimos era una persona, un ser humano?

Pues si alguna vez fue un cristiano, ya no lo es, que en paz descanse.

¿Y dejarlo ahí, como un perro, sin darle sepultura?

¡Que no puede ser una persona, Juanín, que era demasiao poca cosa!

Un niño, quizás. Tal vez sea el hijo de algún romero. Incluso el de alguien a quien conocemos. El Curro, por ejemplo. ¿No hizo el camino este año junto a sus dos muchachos? Acuérdate, nos cruzamos con ellos y su carreta antes de llegar a la ermita. El más chico tiene poco más de siete años

Anda, déjate de fantasías y ahorra resuello. Nos quedan aún un par de leguas para llegar a la fonda. Piensa en un plato de gachas y en un buen trago de aguardiente. Nos lo hemos ganao después de esta nochecita penando al sereno. Y da gracias a la Blanca Paloma porque no ha sido más que eso

Los romeros reanudan su camino.

 

* * *

 

El palacio de Doñana apareció ante ellos como un espejismo. Empezaba a caer la tarde y los charcos del camino lo reflejaban duplicando su grandeza. Un edificio suntuoso pero a la vez alegre, de techos de teja, muros encalados y bellas y amplias ventanas guardadas por rejas oscuras. La puerta principal recordaba vagamente a la de una iglesia y hacia ella se dirigía ahora el coche en el que viajaban Trinidad y Hugo en compañía de Celeste.

El centenar de varas que aún la separaban de su destino le permitieron fantasear un poco. ¿Dónde estaría en ese momento su niña, en qué parte de aquella inmensa propiedad? ¿Pintando acuarelas en el jardín aprovechando la primera tarde de sol? ¿En alguno de los salones con su madre adoptiva? ¿O tal vez saltando charcos como una niña traviesa? Era aún tan pequeña y seguramente muy infantil debido a su vida regalada. Unos minutos más y se desvelaría el misterio. ¿Qué iba a decirle? ¿Y cómo sería su reencuentro con la duquesa de Alba? La única vez que se habían visto, en casa de la Tirana, le había parecido una dama alegre, liviana, así la había descrito doña Visi, la abuela de la artista, pero eso no quería decir que no tuviera buen corazón. La mejor prueba de ello era haberlos invitado a conocer a la niña.

¿Adónde van ustedes?

Un hombre les ha salido al encuentro antes de que lleguen a la puerta del palacio. Un peón de campo o tal vez un jardinero.

Nos espera la señora duquesa dice Hugo tras desearle los buenos días y asomándose a la ventana del carruaje.

¿No saben ustedes la mala nueva?

Trinidad se asoma también.

¿Qué mala nueva?

El hombre aquel sombrea sus ojos con la mano y los observa unos segundos sin decir palabra. Después se encoge de hombros y sigue su camino.

Me parecía a mí que todo estaba siendo demasiado fácil opina Celeste. A ver si ahora resulta que se ha muerto la señoronga y nos echan con cajas destempladas y sin poder ver a la Marinita. Tanta agua y tanto lodazal tenía que ser un mal presagio. Ya lo decía yo

Pues no digas nada más la apremia Trinidad. Lo más probable es que el asunto no tenga nada que ver con nosotros. En todo caso pronto saldremos de dudas añade, saltando del coche aún en marcha y corriendo hacia la puerta para una vez allí accionar con fuerza la campanilla.

 

* * *

 

A Cayetana le habían dicho que no había esperanza, pero no pensaba resignarse. Compréndalo usía, es del todo imposible. El sombrero de paja encontrado junto a las charcas lo dice todo. Se alejó de la casa, no conocía el terreno traicionero en el que se estaba adentrando, tropezó, cayó al agua y.

Cayetana no les había dejado terminar. Aquellos hombres sabrían mucho de las marismas, pero ella conocía a su hija. María Luz era más que cauta, sensata, jamás se le habría ocurrido la estúpida idea de adentrarse sola en los humedales a pescar renacuajos. Tal vez decidiera dar un paseo y se extravió. Si era así, no podía haber ido muy lejos. Era necesario salir en su búsqueda y ella misma se puso al frente de la expedición. Pidió que ensillaran su caballo favorito y, con media docena de hombres, se internó en las marismas. Anita había suplicado que la llevase con ella, estaba empeñada en que podía indicarle el camino. Le dijo que no y creyó ver en los labios de la adolescente una velada sonrisa. Imaginaciones suyas, estaba demasiado angustiada como para pensar a derechas. Quédate aquí, estaremos de vuelta a poco tardar y con mi niña. Pero no fue así. Poco después se desató la tormenta y la marisma se convirtió en un infierno. Pese a todo, ella se empeñó en continuar adelante. Señora, señora, se lo suplico, vuelva atrás. ¿No ve que, además, se nos echa la noche encima?.

Su caballo resbaló y ella rodó por tierra hasta quedar aturdida. Fue en ese momento cuando uno de los guardeses se hizo cargo de la situación.

Mañana, señora, le juro que con las primeras luces estaremos de nuevo buscándola, ahora permítame que la escolte de vuelta a casa.

Ni siquiera sabe cómo pudo pasar la noche. Anita había querido acompañarla, qué chica tan cariñosa, pero ella deseaba estar sola. A cada rato se asomaba a la ventana. Imaginaba que, en cualquier momento, iba a ver, a la luz de los relámpagos, la pequeña figura de su hija entre los árboles. Por fin se durmió apoyada en el alféizar de puro agotamiento. Despertó sobresaltada cuando empezaba a clarear el día, le dolía terriblemente la cabeza donde se había golpeado, pero le alegró ver que el temporal había pasado. Llamó a Rafaela. ¿Dónde se había metido la vieja dormilona? Necesitaba un buen baño caliente, desayunar cuanto antes y estar de nuevo en las marismas antes de que dieran las ocho. Y lo estuvo, pero sólo para descubrir con desolación en qué se había convertido el Coto arrasado por el temporal. Los guardias que había seleccionado para que la acompañasen la miraban con lástima. ¿Pero qué se pensaban aquellos hombres? ¿Que iba a darse por vencida?

Venga, unos por el sur y otros por el norte, quien encuentre a la niña tendrá una recompensa como jamás pudo soñar.

En ningún momento perdió la esperanza. Ni al ver la multitud de bichos muertos, ni tampoco cuando unos romeros que encontraron a orillas del Quema les dijeron que el río venía muy crecido. Durante todo el día la buscaron hasta que se hizo de noche. A la mañana siguiente, antes de que clareara, ya estaban de nuevo en las marismas, ella y cerca de veinte personas que se desplegaron en todas las direcciones en busca de la niña. No hay nada que hacer, es como encontrar una aguja en un pajar. Resignación señora, será la voluntad de Dios, y a este paso usía corre peligro de caer enferma. Hacia las cinco de la tarde lograron convencerla de regresar a palacio, estaban todos agotados y sin esperanza. Fue entonces cuando, a lo lejos, Cayetana había visto acercarse por el camino un carruaje desconocido. Su corazón se aceleró. Tal vez alguien había encontrado en los caminos a María Luz y la acompañaba de vuelta a casa. Sí, eso tenía que ser por santa María de los Desamparados y la Virgen del Perpetuo Socorro Espoleó su caballo y al galope se acercó por detrás al carruaje de los recién llegados.

 

* * *

 

Trinidad, que acaba de hacer sonar la campanilla, mira hacia atrás y es la primera en verla. No hace falta que digan nada. Ambas se reconocen. A pesar del barro y el semblante cansado, Trinidad ve en la figura que se acerca a caballo a la gran dama que conociera años atrás en casa de la Tirana. Cayetana, por su parte, al descubrirla piensa en la carta que recibiera semanas atrás de Hugo de Santillán y la invitación que envió a él y a su cliente para venir al coto. Por unos segundos las dos madres se miran sin decir nada. Trinidad es la primera en reaccionar. Corre hacia la figura que acaba de apearse de su caballo. Piensa echarse a sus pies, agradecerle entre lágrimas la gran generosidad de permitirle que se reúna por fin con su niña, con su pequeña Marina. Señora, dice y ante su estupor la duquesa de Alba se abraza a ella llorando. Qué cruel carcajada del destino acierta a decir, qué gran desgracia.

 

* * *

 

Veinticuatro horas atrás, mientras Trinidad miraba la crecida del río para calcular cuándo podían reanudar su marcha y al mismo tiempo que Cayetana de Alba ofrecía una fortuna al primero que avistase a su hija, Juanín el romero había decidido desandar el camino. Y le dio igual lo que pudiera decir su compañero de ruta. Si Manuel quería llegar cuanto antes a la casa de postas y calentarse las tripas con aguardiente que lo hiciera. Él no había peregrinado hasta la ermita de la Blanca Paloma para luego pasar de largo ante un cadáver y dejarlo sin cristiana sepultura. Que sólo es un jabalí había porfiado Manuel. Pero él apenas tenía que volver atrás medio millar de varas para salir de dudas, si Manuel se empeñaba en seguir su camino, ya se reunirían en la fonda más tarde.

Cuando llegó al pie del barranco, a punto estuvo de desistir. Tal vez Manuel tuviera razón después de todo. Aquel bulto enfangado e informe no parecía humano. Era verdad que estaba recubierto de algún tipo de tela tal como él había observado en la primera ocasión, pero quizá fuese sólo un trozo de lona arrancado a la carreta de algún romero. Aun así, comenzó a descender. Y lo primero que vio fue un diminuto pie que asomaba entre unas ramas apuntando al cielo. Corriendo se acercó para descubrir la cara de María Luz lacerada y llena de arañazos. Dios mío, pobre criatura, qué pequeña es, dijo, tomándola en brazos y trazando sobre su frente la señal de la cruz. Estaba fría, pero no tanto como se espera de un cadáver. ¿Era posible que estuviera viva? Juanín acercó los labios de la niña a su cara. ¡Sí, respiraba! Pero su aliento era entrecortado, agónico. La abrazó con fuerza para darle calor, no hubo reacción alguna. Con sus dedos y suavemente apartó varias briznas adheridas a su piel por el barro y la sangre. ¿Cuántos años podía tener? ¿De dónde vendría aquella extraña criatura? Una negra, una mulata. Recordó entonces el campamento de morenos que él y Manuel habían visto camino del Rocío. Estaba muy cerca, tal vez la niña se hubiera adentrado en las marismas en busca de leña y la sorprendió el aguacero. Tan herida y maltrecha estaba que difícilmente podría sobrevivir, pero le quedaba un hilo de vida. Posiblemente no resistiera el viaje, pero lo mejor era llevarla hasta el campamento, así sus padres recuperarían al menos el cadáver de su hija y podrían velarla.

El romero mira al cielo. Por la posición del sol deben de ser más o menos las cinco de la tarde. A continuación dirige la vista a su caballo. El pobre penco está casi más exhausto que él. Aguanta, bonito le anima. No es más que media legua de camino. Después y con el permiso de la Virgen del Rocío, tú y yo nos vamos a dar en la casa de postas un banquete de esos que hacen arder Troya.

 

La Habana, 13 de agosto de 1845

 

Permítanme que me presente, mi nombre es Marina de Santillán. También se me conoce como María Luz Álvarez de Toledo, y he querido pasar hasta ahora de puntillas por esta historia porque no es la mía sino la de mis dos madres. Podría haberla narrado en primera persona, pero he preferido respetar el punto de vista de ellas, también sus voces. Si ahora intervengo, en cambio, es para contarles qué pasó a partir del momento en que ambas historias confluyen y cerrar este azaroso capítulo de nuestras vidas.

Después de que Juanín el romero me dejara en el campamento de morenos, dicen, yo no lo recuerdo, que estuve muerta en vida durante días. De hecho, nadie se explica cómo pude sobrevivir, tenía rotas las dos piernas, amén de llagas y mataduras en todo el cuerpo. A Anita le gustaba decir de mí que era un pajarito en jaula de oro que apenas sabía volar, una triste flor de invernadero, pero resulté bastante más fuerte de lo que ella imaginaba. Mamá Celeste decía que todo fue gracias a los orishás que me protegieron desde el mismo momento en que nací en altamar y en medio de otro terrible temporal. Rafaela, en cambio, atribuía el mérito a la Virgen del Rocío porque ¿acaso no era providencial el modo en que aquel romero me había encontrado en el fondo de un barranco y semienterrada en el lodo? Yo no sé quién tiene razón, pero me considero afortunada. Al llegar al campamento y según cuentan, las mujeres se desvivieron por atenderme valiéndose de hierbas y pócimas que cualquier cristiano hubiera desechado como cosa de Mandinga. En aquellos tiempos en los que la medicina era devota de sangrías y purgas, tengo para mí que una vez más fui afortunada, la sabiduría milenaria de mi raza hizo por mí posiblemente mucho más de lo que hubiera hecho cualquiera de los galenos de la casa de Alba. Me contaron también que una de las mujeres que acababa de perder a su pequeño por unas fiebres no se despegó de mi cabecera con la esperanza de convertirme en su hija, pero para entonces ya había abierto un par de veces los ojos en sueños y Nhuongo enseguida se dio cuenta de quién era yo. Fue, según él, el color de mis ojos el que lo puso sobre aviso. ¿Viste, muchacha? sentenciaría más adelante Celeste. Hasta de esos detalles se ocuparon los espíritus. No sólo guiaron los pasos de tu madre hasta encontrarte, sino que te dieron esos ojos inconfundibles y verdes como dos faros.

No soy devota de los orishás ni estoy segura de su intervención espectral, pero sea como fuere, lo cierto es que no había recuperado aún la conciencia cuando Nhuongo avisó tanto a Cayetana como a Trinidad. Me cuentan que ninguna de las dos se separó de mi lado hasta que recuperé del todo la conciencia. Ese momento sí lo recuerdo. Allí estaban, una junto a la otra sonriéndome, desviviéndose por atenderme, o mejor dicho por malcriarme con todo tipo de atenciones y cuidados. Por supuesto, al principio pensé que era un sueño. Cuando uno desea algo tanto y por fin se cumple, sigue teniendo la misma sensación de irrealidad, de azorada sorpresa. También don Fancho andaba por ahí. Con esa ternura ruda que le era característica, dijo algo así como que no había venido a interesarse por mí ni ninguna otra zarandaja mujeril. Que su intención era no desaprovechar una oportunidad como aquélla para esbozar en su cuaderno de apuntes el particular mundo que configura un campamento de negros. Y así debió de hacerlo porque, después de pasar cada mañana a preguntarme si había dormido bien, allá que se iba a inmortalizar el modo en que las negras lavaban en un arroyuelo cercano o cómo los niños jugaban a la gallinita ciega. Me pregunto qué habrá sido de esos dibujos, tal vez se perdieran, nunca los he visto reproducidos como otros de tan gran artista.

Cuando una historia acaba, uno siempre se pregunta qué habrá sido de sus protagonistas. En esta mía muchos de los personajes son de relevancia histórica por lo que tal vez ustedes conozcan sus pormenores. Aun así, me he permitido hacer una síntesis de los avatares de algunos de ellos, porque, como a menudo decían mis dos madres, siempre he sido minuciosa en los detalles, y los muchos años transcurridos desde aquellos hechos permiten ver qué suerte corrieron todos ellos. Charito Fernández, la Tirana, siguió viviendo con su prima y su abuela hasta que ésta murió. Para entonces ya se había convertido en una de las actrices más famosas de su época, aunque tuvo que retirarse pronto de la escena debido a una enfermedad pulmonar. Goya le hizo un retrato que la convirtió en inmortal. Debo decir que no le hace justicia. Ella era mucho más alegre, vivaz y guapa de como la pintó don Fancho. También su vanidoso colega Isidoro Máiquez tuvo la suerte de ser retratado por él, al igual que el maestro Pedro Romero. No así Costillares, lo que acrecentó aún más su épica rivalidad. Del hombre que me vendió, Manuel Martínez, no tengo muchas noticias. Supongo que habrá seguido embaucando viudas ricas y sableando condesas para financiar sus obras teatrales. Algo parecido ocurrió con Hermógenes Pavía. Su sangre jacobina le obligó a continuar frecuentando aristócratas por el día para vengarse de ellos por las noches en sus temidos y anónimos pasquines. Si ustedes se preguntan por qué lo seguían invitando a sus fiestas, la razón es para mí insondable. Tal vez la mejor respuesta esté en ese dicho castellano que sentencia: que hablen de mí, aunque sea mal. Lo que sí se sabe es que a su muerte, en la miserable buhardilla en la que vivía de alquiler, descubrieron una cámara secreta llena de tesoros, producto sin duda de sobornos y extorsiones. Las ratas habían devorado buena parte de los pagarés, pero las monedas de oro resplandecían. Poco sé de Amaranta. Un oscuro silencio cayó sobre ella y su marido una vez que se arruinaron. Hay quien cuenta que él un día, seguramente en un ataque de melancholia, decidió emular a los vencejos como otras tantas veces a lo largo de su vida, sólo que esa vez tuvo éxito. Caragatos, por el contrario, hizo una nada despreciable fortuna. Me alegra decir la vida a veces se parece a las novelas esas en las que abundan casualidades y carambolas que, poco tiempo después de que mi madre viajara a Madeira, se reencontró con el dueño de Piccolo Mondo. Su circo ambulante fue uno de los más exitosos de su tiempo y ella se convirtió en su muy temida empresaria. Dicen que era implacable negociando contratos para sus artistas. Del autor de mis días prefiero no hablar. Ni siquiera me gusta llamarlo padre. José Álvarez de Toledo es el único padre que he tenido y lo recuerdo cada vez que leo un libro o me siento al piano. Me gusta pensar que, si existe otra vida como espero, volveremos un día a tocar juntos Au clair de la lune. De otros personajes más célebres como Carlos IV, la Parmesana, Godoy o el propio Goya nada diré, su suerte y sus desventuras están en los libros de historia. Prefiero dedicar las líneas postreras de esta confesión a hablar de mis dos madres.

Una vez que me repuse de mi enfermedad, volvimos las tres al Coto. Tal como Cayetana había adelantado a don Fancho cuando le comentó el contenido de la carta de Hugo de Santillán, su intención era ofrecerle a Trinidad que entrara a su servicio. Ella aceptó de inmediato, era lo que siempre había deseado, vivir juntas bajo el mismo techo, y pasó a ser mi niñera. Ahora que tantos años han transcurrido y que puedo mirar lo sucedido como algo lejano en el tiempo, me doy cuenta del sacrificio que supuso para ella. ¿He dicho ya que mi madre y Hugo de Santillán estaban enamorados? No, deliberadamente he pasado de puntillas sobre esa parte de la historia. Lo he hecho así porque es lo que más se ajusta a los deseos de mi madre. Nunca hablamos del asunto y ahora ya no puedo hacerlo, murió hace un par de años, pero estoy segura de que no le hubiera gustado que la retratase dividida entre dos amores, el inmenso que me profesaba y el no menos grande que empezaba a sentir por Hugo. Él la vio marchar, sabía que de poco serviría intentar retenerla. Se quedó en Cádiz ejerciendo su profesión de abogado de pobres e interesado cada vez más en la política patria y sus vaivenes, que en esa época fueron muchos y azarosos, que se lo digan si no a Godoy y a Carlos IV, que acabarían un día no muy lejano en las garras de Napoleón Bonaparte También Cayetana se interesaba por esos avatares y por los polvos que más tarde traerían tan oscuros lodos. No pocas historias han corrido sobre su participación en nuevas conjuras para destronar a los reyes y debo decir que son ciertas, intrigó lo suyo, lo que hizo que su precaria y siempre ambigua amistad con Godoy se resintiera. Mientras Godoy militaba en el partido de la Parmesana, mi madre, junto a Pepa Osuna y otros nobles, lo hacían en el bando rival. Uno de los miembros más destacados de éste era un tal Antonio Cornel, brillante (y muy guapo) militar con el que se le atribuyó un romance. Si lo hubo, fue fugaz y nada tuvo que ver, como también se ha sugerido, con la prematura e inesperada muerte de mi madre. El año de 1802 fue especialmente doloroso para mí. Tuve la desgracia de perder a varias personas que me eran queridas. La primera, Rafaela, que se fue apagando como un pabilo, poco a poco, hasta desaparecer tal como había sido su vida, sin molestar, sin hacer ruido. Celeste la siguió meses más tarde. Mayo llegó muy caluroso y ella, que estaba de vuelta en Madrid con el Gran Damián, cayó enferma con las fiebres. Trinidad pidió permiso para atenderla, noche y día estuvo velándola hasta que le sobrevino la muerte. Tuve la triste satisfacción de poder despedirme de ella. No olvides agradecer a los espíritus lo mucho que han hecho por ti me dijo. A los orishás les gusta entonarse con un vasico de vez en cuando. Desde entonces, y en su recuerdo, en mi mesa de devociones no falta nunca una copita de ron para ellos.

No debía de estar satisfecha la parca porque regresó al poco tiempo para llevársela a ella. María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo murió el 23 de julio de 1802, acababa de cumplir cuarenta años. Mucho se ha especulado sobre las causas de su muerte. La mayoría opina que la envenenaron, pero sin llegar a ponerse de acuerdo en quién. ¿Fue su antigua e irredenta rival la Parmesana? ¿Tal vez el príncipe de Asturias, aquel mismo niño indolente y atrabiliario que con cinco años se quedó dormido sobre la mesa de banquete del palacio de Buenavista con botas y espadín? Tenía para entonces dieciocho años, pero intrigaba ya a derecha e izquierda. ¿Y Godoy? A los malpensantes les gusta señalar que, una vez muerta mi madre, no sólo se las arregló para quedarse con el palacio de Buenavista, sino también con buena parte de sus tesoros, incluida La Venus del espejo. Sí, el Príncipe de la Paz vio cumplido aquel deseo que esbozó una noche en brazos de Cayetana de Alba. Por un tiempo fue dueño de dos de los desnudos más famosos del mundo. La maja desnuda y La Venus de Velázquez colgaron una junto a la otra en lo que él llamaba su gabinete erótico. Debo confesar que hasta yo llegué a creer que alguno de estos tres amigos estuvo detrás de su sorpresiva muerte. Mi madre se sintió indispuesta a su regreso de un viaje a Sevilla. Como era nuestra costumbre siempre que visitábamos esa ciudad, nos acercamos al campamento de morenos a saludar a Nhuongo. Esta vez no salió a recibirnos. Está muy enfermo nos dijeron. Los rigores de junio nos han traído las pútridas. Así llamaban entonces a muchas fiebres, en especial a las menos conocidas como la que aquejaba a nuestro amigo. Lo encontramos muy desmejorado. Había perdido mucho peso desde la última vez que lo vimos y el pelo se le había vuelto gris. Vamos, Nhuongo, alegra esa cara intentó animarlo mi madre. Pasaré a verte el lunes camino ya de Madrid y espero que para entonces podamos marcarnos un baile. Cuando volvimos, agonizaba sin remedio. Él, que seis vidas había quemado desafiando a la muerte en tantos avatares hasta encontrar la libertad, no sobrevivió a la séptima. Mi madre se abrazó a su cuerpo llorando y lo besó, pero no me dejó hacer otro tanto. Tú no, tesoro, las pútridas son traicioneras y no hay que tentar a la suerte. ¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que también ella cayó enferma? Un mes, tiempo suficiente para que no estableciéramos relación entre una muerte y otra. De hecho, al principio su mal tenía toda la traza de ser un simple catarro. Así, estuvo tomando unas hierbas que le preparaba Trinidad que al principio parecieron hacerla mejorar. Pero pasados un par de días cayó en un extraño sopor, en un estado confusional que pronto se vio acompañado por delirios y gran agitación. A Trinidad aquello le recordaba al dengue o alguna de las enfermedades tropicales de allá en Cuba, por lo que se ofreció a ir en busca de Caetano el babalawo, amigo del Gran Damián, para que la tratase. Se rieron en su cara. La duquesa de Alba en manos de un hechicero, de un negro, habrase visto, donde esté una buena purga y unas buenas sanguijuelas Así estuvo debatiéndose entre la vida y la muerte más de veinte días hasta que perdió la batalla. Siento decir que no pude despedirme de ella, hacía tiempo ya que había perdido la conciencia. Me habría gustado decirle lo mucho que la quería, lo afortunada que me sentía de haber sido su hija. De inmediato empezaron a correr los rumores a los que antes he hecho mención.

Madrid entero se echó a la calle para despedirla. Todo el mundo murmuraba, cuchicheaba sobre el cómo y sobre todo el porqué de su desaparición, pero nadie quiso faltar a su entierro. Creo que no habrá nunca uno tan pintoresco. Allí estaba la corte en pleno con los reyes de luto riguroso; Godoy, por supuesto, y su buena amiga la duquesa de Osuna, que me tuvo durante toda la ceremonia de su mano. Pero tampoco faltaron modistillas y chisperos, actores y músicos que cantaban sus coplillas. Las coplillas bien que se ocuparon de hacerse lenguas de lo que muchos llamaron su extravagante testamento. La de Alba había muerto sin descendientes directos y, fiel a su espíritu indómito, se había permitido el lujo de dejar como herederos de sus bienes libres a sus criados. También yo fui blanco de comentarios chuscos. Que a una negra se le dejara un tanto alzado amén de una renta sustanciosa y de por vida era una excentricidad. Pero que ésta se viera reforzada por otra de igual cuantía para su cuidadora, que además era su verdadera madre, lo que convertía a la interfecta (era así como se referían a mi persona) en una mujer muy rica, era el colmo de la prodigalidad, por no decir de la indecencia.

No me gusta recordar los meses que siguieron a este descubrimiento. De pronto me convertí en la negra más mentada del reino. Todo el mundo opinaba, todo el mundo juzgaba, todo el mundo se rasgaba las vestiduras. Fue ahí cuando regresó a nuestras vidas Hugo de Santillán. En realidad, nunca se había marchado de ellas, o al menos de la de Trinidad, mi madre. Desde que me encontraron medio muerta en el campamento de morenos hasta ese día había transcurrido un lustro. Cinco largos años en los que él había viajado un par de veces a Madrid para visitarla, pero sobre todo se escribían cartas. Me enorgullece decir que enseñé a mi madre a leer y escribir bien. En realidad, ya conocía los rudimentos y tenía una mente rápida, por lo que no resultó tarea difícil. El amor hizo el resto. Poco a poco se convirtió en una narradora epistolar amena, ingeniosa y observadora, relatando tanto hechos cotidianos como recordando retazos de nuestro pasado común. Muchas de las escenas y reflexiones de este libro están tomadas de aquellas cartas que aún conservo como un tesoro. Pero estaba contando cómo regresó Hugo de Santillán a nuestras vidas. Lo hizo tal como él era, diligente, inteligente. Gracias a Hugo, mi madre pronto pudo solucionar los tediosos papeleos de testamentaría y abandonamos Buenavista. Yo lo hice sin mirar atrás. Es cierto que amaba aquel enorme palacio que fue mi hogar durante años, pero las personas que más amaba ya no estaban en él. La última noche pedí permiso al señor Berganza, el administrador, para dormir en la habitación que había sido la mía de niña y que aún se conservaba intacta. Allí, mirando los dibujos de elfos y hadas en la pared, no me fue difícil volver a ver a Cayetana de Alba vestida de fiesta entrando a darme el último beso de buenas noches. Adiós, tesoro, que sueñes con los angelitos y no olvides nunca que mamá te quiere.

Y aquí me tienen ahora, más de cuarenta años después, en mi casa de La Habana poniendo fin a esta larga confesión. Estoy en esa etapa de la vida en la que los recuerdos empiezan a acompañar más que las personas y las ausencias, a pesar más que las presencias. ¿Qué fue de mí en todos estos años? Mi vida, después de abandonar la casa de Alba, podría calificarse de convencional. Trinidad y Hugo se casaron poco después y decidieron volver a América. Estas tierras del nuevo mundo siempre han sido más acogedoras para los de nuestra raza. En España hubiéramos sido una rareza, una extravagancia, una especie de parias ricos color café con leche. En Cuba, en cambio, no faltan los negros que han hecho fortuna, por lo que llamábamos menos la atención. La vida continuó siendo generosa conmigo, encontré un gran amor. Alfonso se llamaba, y aunque tuve la desgracia de enviudar pocos años más tarde, me quedan nuestras hijas. Supongo que no sorprenderé a nadie si digo que se llaman Trinidad y Cayetana. A ellas dediqué mis devociones hasta que comenzaron a volar solas. Ahora mis desvelos se reparten entre la escritura y media docena de nietos. Para poner fin a este relato sólo me falta dar respuesta a una pregunta: ¿murió Cayetana de Alba envenenada? Espero que Dios me dé vida suficiente para un día resolver el enigma.

NOTA DE LA AUTORA

 

 

Exactamente cien años después de que María Luz se hiciera tal pregunta, la ciencia lograba al fin darle respuesta. A instancias de Jacobo Fitz-James Stuart, XVII duque de Alba, en 1945 el doctor Blanco Soler realizó una investigación destinada a averiguar las causas de la muerte de la duquesa. El análisis de los restos demostró, aparte de una leve escoliosis y de viejas y cicatrizadas lesiones en riñón y pulmón, que el fallecimiento se produjo por una encefalitis letárgica, algo que encaja con la descripción de los síntomas que presentaba la enferma en sus últimos días de vida. Explica a continuación el doctor Blanco Soler que por esas fechas en España hubo una epidemia de fiebres a las que llamaban pútridas, especie de cajón de sastre en el que cabe todo tipo de enfermedades infecciosas que se cebaban con virulencia en los más desfavorecidos, como podían ser los integrantes del campamento de negros. ¿Murió la duquesa de Alba por un beso, tal como le profetizaron aquel día que junto a Godoy se dejó echar los caracoles? Dejo al lector que responda a esta pregunta como juzgue conveniente. Lo que sí se sabe es que no fue envenenada, como tampoco posó nunca para La maja desnuda. A lo largo de estas páginas he intentado ceñirme lo más posible a la realidad. Obviamente, yo no estaba ahí la noche que Godoy y Cayetana se amaron bajo La Venus del espejo, ni he tenido la fortuna de escuchar sus conversaciones con Goya mientras la pintaba. Pero todo lo referente a la vida de la duquesa está construido sobre las evidencias que he encontrado sin dejarme llevar por la fácil tentación de adornar la realidad.

La historia de María Luz en cambio requirió más imaginación. A pesar de que aparezca en dos obras de Goya y de que muchos contemporáneos hablan de ella en sus memorias, se sabe muy poco de sus orígenes y menos aún de su vida una vez desaparecida la duquesa. Me he permitido por tanto fantasear aunque moviéndome siempre dentro de los límites que marca la realidad mientras trataba de recrear un capítulo desconocido y oscuro de la Historia, la presencia de esclavos en la Península. Sólo en el siglo XVIII más de seis millones de ellos fueron apresados en la costa occidental de África y llevados a América. Se calcula que la edad media de los cautivos era de unos trece años. La razón es sencilla, los jóvenes son más fáciles de capturar, de domesticar y encima duran más. Tal como se cuenta en el libro, las mujeres eran sistemáticamente violadas durante la travesía. Así, no sólo se contentaba a la marinería, sino que una esclava preñada podía usarse como ama de cría mientras que su hijo pasaba a engrosar, gratis, el número de mano de obra. A los cuatro años ya se los ponía a recoger algodón, por ejemplo. Menos conocida es la historia de los esclavos en España. Siempre los hubo, en especial venidos del norte de África, pero en el siglo XVIII se habían convertido en objetos de lujo. Los llamaban gentes de placer y tener un negro con librea o una doncella mulata vestida a la criolla se consideraba un signo de estatus. Se calcula que, entre 1450 y 1750, unos ochocientos mil esclavos negros fueron traídos a la Península, a los que habría que añadir unos trescientos mil moros, berberiscos, turcos, etcétera. Tal era su número que hubo un tiempo en que el diez por ciento de la población de Sevilla era de color, hasta el punto que Cervantes retrata la ciudad como un tablero de ajedrez o juego de damas. ¿Qué fue de ellos? ¿Se asimilaron al resto de la población? ¿Por qué no hay vestigios como los hay de otras etnias? He aquí un misterio para el que los muchos libros que leí mientras escribía esta novela no tienen respuesta. Me sentiría muy honrada si esta novela sirve para despertar el interés de algún estudioso dispuesto a desentrañarlo.

AGRADECIMIENTOS

 

 

La hija de Cayetana tiene varios padres y madres a los que quiero dar las gracias. Las primeras, Ana Rosa Semprún y Miryam Galaz, ellas me regalaron la idea. La investigación sobre el tema de la esclavitud en España, que fue muy laboriosa, contó con la inapreciable ayuda de Reyes Fernández Durán y Alessandro Stela, dos expertos en tan apasionante como desconocida materia. Mención especial merecen también el teniente coronel José Antonio Fuentes y el comandante José Carballo, así como Miguel Renuncio. Ellos me abrieron las puertas del palacio de Buenavista, convertido ahora en Cuartel General del Ejército, permitiéndome recorrer su fascinante interior. Mi gran amigo, el doctor José Manuel García Verdugo, me ayudó a traer de nuevo a la vida a Manuel Godoy, también a conocer aspectos inesperados de Cayetana de Alba gracias a sus libros y a su entusiasmo. Luis Mollá por su parte me ayudó a navegar por las procelosas aguas de las descripciones marinas y a evitar (espero) naufragar en no pocos escollos y bajuras. Juan Pedro Cosano me regaló la profesión perfecta para Hugo de Santillán. Él y su libro El abogado de pobres vinieron a mi rescate cuando más lo necesitaba. Gudrun Maurer, del Museo del Prado, hizo interesantes precisiones sobre Goya. A José Pedro Pérez Llorca debo la recreación de la extraordinaria ciudad de Cádiz. Y a José Luis Rodríguez Sampedro Escolar muchos detalles curiosos e inéditos de la época. Gracias también a mi familia por aguantarme cuando me ponía dramática (y pesadísima) con la escritura. Y gracias por fin a Mercedes Casanovas y a Mariángeles Fernández, mis dos ángeles tutelares que desde hace tantos años han estado siempre conmigo, ayudándome en este viejo, maldito y maravilloso oficio de juntar palabras.

Nota

 

 

[1] Aunque ha pasado a la historia con el nombre de Cayetana, la duquesa de Alba se llamaba realmente así.

 

La hija de Cayetana

Carmen Posadas

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

 

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)

si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com

o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Diseño de la cubierta: masgrafica, 2016

 

Carmen Posadas, 2016

 

de la ilustración de la página 2, La Duquesa de Alba teniendo en sus brazos a María de la Luz, Goya Museo Nacional del Prado

 

 

Espasa Libros, S. L. U., 2016

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www.planetadelibros.com

 

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento editorial por correo electrónico: [email protected]

 

 

Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2016

 

ISBN: 978-84-670-4881-0 (epub)

 

Conversión a libro electrónico: MT Color & Diseño, S. L.

www.mtcolor.es

¡Encuentra aquí tu próxima lectura!

¡Síguenos en redes sociales!





:


: 2017-02-24; !; : 267 |


:

:

- - , .
==> ...

1894 - | 1845 -


© 2015-2024 lektsii.org - -

: 0.12 .