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CAPÍTULO 46 EL REENCUENTRO




 

 

El palacio de las Dueñas se alza desde el siglo XV en un enclave privilegiado de la ciudad de Sevilla y debe su nombre al monasterio de Santa María de las Dueñas, cuyas monjas se encargaban, desde los lejanos años del 1200, de dar servicio a las esposas de los reyes. Bien podría decirse que los recuerdos infantiles de Cayetana de Alba hablan de un patio de Sevilla y de un huerto claro en el que madura un limonero. Pero hablan sobre todo de un conjunto de edificios en el que el estilo renacentista se codea con el gótico mudéjar y ambos reinan en sus azulejos, en sus ladrillos y tejas, en sus encalados y artesonados. El primero de los patios que recibe a los visitantes está rodeado de columnas de mármol y pilastras con adornos mientras que en su centro acoge un deliberadamente descuidado cantero de plantas, retamas y flores entre las que reinan cuatro hermosas palmeras.

María Luz las observa ahora con ojos fascinados. En uno de los libros que tanto le gusta distraer de la biblioteca de Buenavista para averiguar algo, lo que sea, sobre sus orígenes, había también unas palmeras de estas mismas características. Por eso sabe que las llaman palmas reales y que son originarias de las Antillas. Ella ignora si sus padres pueden ser de esa región o no. Lo más que ha conseguido descifrar, con ayuda de aquel lacayo negro que le había enseñado viejas canciones de su tierra, era que, siendo mulata, con toda seguridad no provenía directamente de África, sino que sus padres debían de haber pasado previamente por América, donde sus sangres se mezclaron con la de algún criollo. Sangre cubana, seguro había dictaminado aquel hombre con admiración. No hay más que mirarla a usté, niña, se mueve como las palmeras. Con el optimismo y la inocencia de sus pocos años, Luz, al ver aquellas orgullosas palmas que se alzaban en medio del patio de Dueñas, se dijo que estaba un paso más cerca de encontrar su camino. ¿Acaso no era aquello un buen presagio?

¡Papá, papá!

María Luz acaba de reconocer la silueta de su padre y corre a su encuentro. Está allí, de espaldas a ellas, leyendo en un sillón de mimbre trenzado bajo la galería de columnas del patio. Él alza la cabeza sorprendido, alarmado incluso.

¿Cómo? dice. Pero No había anunciado su llegada, quería que fuese una sorpresa, y desde luego lo había conseguido.

Cayetana rodea el sillón para darle un abrazo, pero, al hacerlo, tanto ella como la niña se quedan clavadas en el sitio sin saber qué decir o cómo continuar.

El hombre del sillón de mimbre es apenas la sombra de aquel que Cayetana vio partir después de una noche de amor. José ha perdido muchas libras y sus hombros parecen soportar un enorme e invisible peso. Sólo sus ojos mantienen esa chispa siempre irónica que le es característica.

Querida, podrías haberme avisado de tu visita, un caballero jamás debería tener que recibir a su dama en robe de chambre pronunció aquellas dos palabras en francés. Era una práctica habitual en él. Salpicar la parla con una expresión en otro idioma permite decir lo que uno siente o deplora con un aire de despreocupada trivialidad. Aun así ni eso ni otros mundanos comentarios que añadió sobre el calor lograron disipar la primera y alarmante impresión de Cayetana al verlo. También Luz estaba desconcertada. Se había quedado ahí, de pie, sin saber si besarlo o no.

¡Pero qué grande está mi niña! A ver, déjame que te mire. ¿No has traído a Caramba?

José sabía de la desaparición del pequeño maltés, de modo que Cayetana calculó que mencionarlo era una forma bastante artera de desviar la atención (y la preocupación) de la niña por su aspecto.

Qué pena, tesoro le dijo después de que la niña relatase la suerte que había corrido Caramba, pero no estés triste, aquí en Dueñas no te van a faltar mascotas, te lo aseguro. Tenemos aves exóticas, unas cuantas gallinas de Guinea y hasta un tucán. Eso por no mencionar a nuestros amigos los visitadores.

¿Visitadores, papá?

¡Y son muchos! Todos los gatos y perros sin dueño de los alrededores sienten predilección por esta casa rio José, verás como encuentras buena compañía. De momento, aquí tienes a Coco añadió, señalando al pájaro que se balanceaba en su percha no muy lejos de allí. Era un bellísimo ejemplar de guacamayo de plumas azules y pecho rojo. Pero ten cuidado, porque tiene malas pulgas y peor lenguaje. No sé dónde lo ha aprendido, su vocabulario no tiene nada que envidiar al de un pirata.

Luz, encantada, se lleva a rastras a Rafaela a la que aquel pajarraco le gusta poco y nada a presentarle a Coco, y José aprovecha para hablar con Cayetana.

Te escribió Berganza para que vinieras, ¿verdad? Ya arreglaré cuentas con ese tunante.

¿Por qué no me dijiste nada, José? Podría haber venido mucho antes.

Eso es precisamente lo que quería evitar, preocuparte en vano.

En vano repite ella, reparando en que hasta la voz de su marido ha cambiado. Mantiene, es cierto, la suave cadencia que a ella tanto le gusta, pero parece haberse aflautado y, a la vez, vuelto más débil. Sea en vano o no, lo único que quiero es estar contigo. ¿Qué dicen los médicos?

José se encoge de hombros, nunca se ha fiado de galenos. Todo lo arreglan con sangrías, ventosas y purgas, según él.

Y lo que yo tengo se cura mejor con sol y buena comida, de eso estoy seguro. El invierno ha sido largo y esa maldita carraspera parecía no irse nunca. Pero ha sido llegar mayo y estoy mucho mejor dice al tiempo que su cuerpo se estremece con un nada oportuno ataque de tos. Deja, deja se impacienta al ver que Cayetana extiende ambas manos para abrazarlo, no es más que fiebre de primavera, estoy perfectamente.

Y en efecto, durante los primeros días su aspecto mejoró mucho. Incluso parecía haberse aligerado aquel invisible peso que impedía que se mantuviera erguido en toda su estatura. También sus manos, tan diestras en caricias, pronto demostraron estar en plena forma. Los criados del palacio de Dueñas debían de estar asombrados. ¿Los señores duques, con más de quince años de matrimonio a sus espaldas, dormían aún en la misma cama? Eso sí que era una extravagancia. ¿Qué tipo de aristocracia era aquélla? Sólo los pobres comparten lecho. ¿Y las siestas? ¿También las dormían juntos? Jesús, Jesús, lo nunca visto.

Fue allí, en la gran cama con dosel de su habitación de Dueñas, donde Cayetana descubrió los verdaderos estragos de la enfermedad de su marido. Al principio, José se había negado a que compartieran dormitorio, pero ella se coló en el suyo como había hecho en Madrid y él estaba demasiado débil como para discutir. Había adelgazado mucho. A sus treinta y nueve años volvía a tener el mismo cuerpo que cuando se casaron. Cierto que entonces era un muchacho sano de diecisiete años, pero siempre tuvo ese aire frágil que ahora se había acentuado haciendo más protuberantes sus huesos, sus clavículas, su pelvis. No hicieron el amor, pero se amaron mucho. Sin que ninguno de los dos mencionase nada, buscaron la ternura más que la pasión, la tibieza más que el fuego, la complicidad antes que el arrebato. También hablaron sin tregua. ¿De qué? De todo y de nada. De lo que pasaba en Madrid y en la corte, de lo pronto que habían florecido en Sevilla ese año los naranjos, de las cartas que a José le escribían amigos como Beaumarchais, ahora arruinado después de haberse dedicado al comercio de armas. Hablaron también de Fancho y de lo bien que había quedado su retrato vestida de blanco junto al pobre Caramba. Sólo hubo dos palabras que no mencionaron nunca: una era enfermedad, la otra, futuro. Y hubo también una tercera que, si bien no formaba parte de tan inefable dúo, se pronunciaba con suma cautela: Luz.

Me preocupa mucho, José, es una niña completamente distinta al resto.

Y cómo quieres que no lo sea, querida. Una mulata en un mundo de blancos, una hija de esclava criada por una duquesa que la convierte en su hija Y dentro de todo, su vida ahora no entraña grandes conflictos. ¿Te imaginas lo que pasará cuando cumpla diecisiete o dieciocho años, cuando salga a la sociedad y le toque relacionarse con otros? ¿Cómo la aceptarán? ¿La compadecerán, se reirán de ella? Promete ser una belleza y eso ayuda, pero siempre será, no lo olvides, una negra.

Por suerte, aún falta para eso. Me gustaría que fuera feliz, hoy, ahora, y sin embargo, no lo es. Se pasa la vida leyendo libros, rebuscando entre láminas y mapas, no es propio de una niña de su edad. ¿Por qué no se contenta con lo mucho que tiene? ¿Por qué quiere buscar otra vida? Para colmo, ayer, en el viaje, Rafaela le estuvo hablando del campamento de morenos que hay aquí cerca, seguro que un día se nos escapa e intenta llegar hasta allí.

¿Igual que su madre adoptiva cuando tenía su edad? Tú misma me contaste esa aventura, ¿recuerdas?

¡Es completamente distinto!

Sí, porque tú eres tú y ella es ella, ¿verdad? Siempre pensamos que los hijos son más pequeños, más frágiles y más vulnerables de lo que fuimos nosotros.

Pero es que yo no estoy segura de que le vaya a hacer ningún bien. ¿Acaso va a encontrar allí a esa madre que tanto busca? Y aun suponiendo que la encontrara, cosa altamente improbable, ¿cómo va a saber que es ella? Podría tenerla delante y daría exactamente igual, no existe eso de la llamada de la sangre, es una gran mentira. ¿Para qué va a ir entonces? Lo único que conseguirá es tener aún más pesadillas de las que ya tiene. Dicho todo esto, estoy segura de que se las arreglará para llegar hasta allá. Nos ha salido ríe Cayetana tristemente tan cabezota como yo.

Si no puedes vencerlos, únete a ellos.

¿Cómo dices?

Un proverbio inglés y muy sabio. Antes de que se escape, acompáñala tú, bien que lo haría yo, si pudiera.

A Cayetana al principio no le gustó la idea, pero después empezó a ver sus ventajas. Qué podía perder. Así la niña sabría que la estaba apoyando.

Entonces volvió a recordar a Nhuongo. ¿Cómo sería, tantos años más tarde, aquel cuerpo suyo bello y oscuro?





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