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Capítulo 28 la hermandad de los Negritos




 

 

Por Dios, Luisita, ¿estás segura? ¿Pero tú has visto la que se avecina? El cielo más oscuro que el azogue y el viento azotando de tal modo los árboles, milagro será que no arranque de cuajo a ese pobre jacarandá.

¿En qué quedamos, criatura, quieres o no quieres que vayamos a los negritos?

Sí, pero ¿acá en Sevilla no se suspenden las procesiones cuando viene el huracán? había exagerado Trinidad.

De momento, no cae ni una gota. Además sólo cuando llueve a mares y en el último momento, se decide que no salgan los pasos le había explicado Luisa, la prima de la Charito la Tirana.

Después de que Caragatos le leyera aquel recorte de diario en el que venía la noticia de que un tal García reclamaba la herencia de su riquísima esposa, Trinidad y ella habían decidido comentárselo también a la recién llegada Luisa por aquello de que seis ojos ven más que cuatro.

A ver si lo he entendido bien había dicho ésta muy recuperada de las desazones del viaje y contenta de poder ayudar con sus conocimientos de la ciudad a su antigua amiga Trini. Según ese recorte, alguien se presentó ante el cónsul español en Madeira asegurando ser el legítimo marido de la finada y pidiéndole que iniciara trámites con vistas a recuperar una herencia. ¿Cierto? Bueno, todo eso está muy bien. ¿Pero quién te dice que sea tu Juan? A lo peor sólo es uno de esos caraduras avispados que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y él se llama igual que el esposo desaparecido, pretende hacerse con una fortuna sin dueño.

Había sido a la hora de la siesta, y después de que Amaranta y sus invitados se retiraran por fin a descansar un rato, cuando Trinidad y Caragatos pudieron deslizarse hasta la habitación de Luisa a contarle lo sucedido. Y allí estuvieron un buen rato cambiando impresiones en voz baja para no perturbar el sueño de la Tirana.

¿Tú crees que ella me ayudaría llegado el momento?

Charito es muy buena, pero más agarrada que un pasodoble. Como todos los cómicos que tienen la miseria por pesadilla la había excusado Luisa. ¡Pero no me digas que estás pensando ir a Madeira! ¡Eso debe de costar un platal y ni siquiera sabes dónde queda en el mapa! ¿Y qué pasa si llegas y te encuentras con que ese tal García no es tu Juan?

Es él, estoy segura, todo encaja. Tengo que ir en su busca, y una vez juntos, dar con el paradero de nuestra hija será tanto más fácil, él es un hombre y de posibles. Ya me lo anunciaron los orishás la vez que me echaron los caracoles, Juan vive.

Pamplinas se había impacientado Caragatos. Suponiendo que así sea, ¿no te has parado a pensar en por qué no ha venido para acá en todos estos años? Si tanto te quería y te idolatraba, debería haber intentado buscarte, ¿no crees?

Pero Trinidad no la escucha. Está demasiado afanada en recordar palabra por palabra todo lo que dijeron aquella noche los caracoles.

También mencionaron un nombre. Quizá de un pueblo, de una calle, o de una persona, no sé, pero hablaron de algo o de alguien llamado Buenaventura.

O a lo mejor era malaventura, vete tú a saber continuó ironizando Caragatos, que en esto de las profecías tus orishás fallan más que un trabuco sin perdigones. ¿O es que ya se te ha olvidado cuando te hicieron creer que era tu hija la que estaba prisionera en la Corte de los Milagros?

Seguro que fui yo la que me equivoqué y no ellos trató de convencerse Trinidad, a la vez que intentaba liberar de entre los pliegues de su camisa el escapulario de Juan y besarlo con tanta devoción como deseos de que esta vez fuera un poco más eficaz. Celeste decía siempre que los orishás andan rectos por caminos torcidos.

También acá se dice que Dios escribe recto en renglones torcidos dijo Luisita.

Pues a ver si unos y otros mejoran un poco su caligrafía, que para mí que anda más que chunga fue el comentario de Caragatos. En el único refrán en el que yo creo es en a Dios rogando y con la maza aporreando. O aquel de ayúdate y Dios te ayudará.

Fue después de este comentario cuando a Luisa, que era de la tierra, se le ocurrió que tal vez fuese buena idea de acercarse hasta la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, no tanto para invocar su intercesión, sino porque era la señora de la Hermandad de los Negritos.

¿Y ésos quiénes son, tú crees que querrán ayudarme?

Pues si no son ellos, no se me ocurren otros.

¿Qué tipo de hermandad es ésa?

La única que puede ayudar a una esclava, para eso la fundaron.

Luisa le explicó lo que todos en Sevilla sabían por aquel entonces. Que la Hermandad de Negros era de las más antiguas de la ciudad y que se había creado allá por el 1300 para auxiliar a los esclavos viejos a los que sus amos tenían por costumbre echar a la calle como muebles inservibles cuando ya no podían cumplir con sus obligaciones.

Igual que sigue pasando ahora

Sí, sólo que entonces y hasta no hace tanto, había en Sevilla más negros de los que te puedas imaginar. Todo el mundo que se preciaba tenía un esclavo. Y no sólo la gente muy principal, también el propietario de una posada por ejemplo o un escribano o un prelado. Hasta el armador para el que trabajaban mi padre y el de Charito como pescadores tenía su Gaspar, un moreno que les ayudaba con las faenas, tanto en tierra como en la mar a cambio sólo de techo y comida. Si eso no es algo muy parecido a la esclavitud, que venga Dios y lo vea. Fue él quien me llevó por primera vez a los Negritos cuando era niña.

Luisa continuó explicando que lo último que supo de Gaspar antes de marcharse a Madrid con la Tirana fue que a su vejez había cumplido un viejo sueño, hacerse sacristán de la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, que es donde se reúne la Hermandad de los Negros.

Yo no sé en qué podrán ayudarnos, más de la mitad de los hermanos son esclavos como tú y los libres tampoco andan muy bien de cuartos. Pero se apoyan entre ellos y, si vive aún Gaspar, él sabrá qué hacer.

¿Y cómo llegaremos hasta allí?

¿Cómo va a ser? Como siempre hacemos tú y yo, escapándonos dijo Caragatos.

Ni siquiera hará falta la corrigió Luisa. En Semana Santa, hasta las almas menos devotas como vuestra querida duquesa Amaranta dan tiempo libre a sus criados para que puedan asistir a los oficios. Sólo hemos de esperar a que llegue el Viernes Santo. Eso, y rezar para que no llueva y se suspendan las procesiones.

Y allí estaban ahora las tres, ateridas en el portal, expectantes y mirando al cielo como el resto de los habitantes de la ciudad mientras el viento azotaba los jacarandás traídos de América cimbreándolos como si fueran juncos.

Lo mejor es ponerse en marcha ya opina Caragatos, a la que la escapada divierte mucho más de lo que está dispuesta a reconocer. Aunque caiga luego el diluvio universal, si llegamos hasta la iglesia, alguien habrá allí o en la sacristía con quien podamos hablar.

Y así lo hicieron.

Si Trinidad había admirado aquella ciudad con sol, la Sevilla lluviosa la llenó de asombro. El agua caída la víspera se embalsaba en charcas que más parecían lagunas en las que se hundían sin remisión las ruedas de los carros desplazando olas de agua maloliente que los viandantes esquivaban sin detener la marcha. Porque ni el barro ni otras mil incomodidades parecían disuadir al enjambre humano que iba y venía por los aledaños de la catedral con sus mejores galas: mujeres de altas peinetas, hombres con levita negra tal como mandaba el calendario y nazarenos con el capuz en la mano que se arremangaban la túnica para salvar algún fangal. Ciertos mozos se apostaban delante de los charcos más conspicuos ofreciéndose a llevar a horcajadas a cualquier dama o caballero que quisiera atravesarlos. No pocos aceptaban, por lo que Trinidad pudo ver a una emperifollada matrona y luego a un circunspecto militar lleno de condecoraciones con un cigarro puro en la mano surcar, muy serios, las aguas sobre tan inusual cabalgadura. Era la mañana de Viernes Santo y no era cuestión de que una ciudad, acostumbrada desde tiempos inmemorables a inundaciones, riadas y demás veleidades del Guadalquivir, renunciara a sus tradiciones por un quítame allá estas charcas.

Poco a poco fueron dejando atrás las calles y plazas principales para adentrarse en otra Sevilla menos monumental. Guiadas por Luisa, que estaba encantada de enumerarles los nombres de los edificios y templos que encontraban a su paso, pronto enfilaron hacia el sur viendo cómo las casas de piedra y sillería daban paso, paulatinamente, a otras de frágil madera o incluso adobe que parecían pedirle perdón por existir a un arroyuelo de aguas oscuras que, según les explicó Luisa, llamaban el Tamarguillo. A Trinidad le pareció amenazante lo crecidas que bajaban las aguas de aquel riachuelo, pero no dijo nada. Empezaba a darse cuenta de que no era de buen tono mentar el agua en casa del ahogado.

¿Es aquí? preguntó al ver cómo Luisa se detenía delante de una pequeña capilla encalada y con revoques del color del trigo maduro en la que reinaba una única y gran puerta de madera con remaches de hierro.

Aquí la tienes, Nuestra Señora de los Ángeles. No ha cambiado nada desde la última vez que la vi anunció Luisa.

Dentro de su única nave la actividad era frenética. Alrededor de un Santo Cristo que allí se veneraba, preparado para salir en procesión, había quien lustraba candelabros, quien fijaba cirios, al tiempo que las mujeres iban y venían asegurándose de que los terciopelos de las bambalinas que lo adornaban cayeran del modo más favorecedor. Y mientras tanto, desde lo alto de su cruz erigida sobre un fresco lecho de flores rojas, el Cristo de la Fundación velaba sobre todas aquellas muy afanadas cabezas crespas y negras que cada tanto se asomaban a la puerta para asegurarse de que, en efecto, sus plegarias estaban siendo atendidas y el Señor de los Negritos podría salir puntualmente a la hora convenida. Fue uno de los porteadores, un moreno bajo y robusto que iba y venía martillo y clavos en ristre, el que les indicó dónde podían encontrar a Gaspar. Antes andaba siempre por aquí velando por la levantá, pero las piernas ya no le acompañan. Lo encontraréis al fondo, al costado de la sacristía, con las mujeres, ayudando en algunas composturas.

Y allí estaba Gaspar, un moreno flaco como una espingarda de unos setenta años, calculó Trinidad, pero con ojos de muchacho, a juzgar por la destreza que demostraba con la costura. Cómo esas manos curtidas en tantos soles y mares podían coser con tal primor era todo un misterio, pero quizá tejer redes no fuera tan distinto a hacer pespuntes de último minuto o fruncir un faldón que había quedado largo. Después de las emociones del reencuentro y al comenzar a explicarle Luisa qué las había llevado hasta allí, Gaspar consideró que el asunto era lo suficientemente privado como para discutirlo con más detalle lejos de oídos indiscretos.

Que todo el mundo es bueno hasta que se demuestre lo contrario les había dicho, después de ofrecerles asiento en la vieja y destartalada sacristía. Esta hermandad nació para eso, para ayudarnos entre nosotros en lo que se pueda, pero hay cosas que cuantos menos oídos las oigan, mejor para todos. Aquí estamos mejor. Bueno, me estabas diciendo, si lo he entendido bien, que eres esclava de una casa muy principal y quieres viajar a Madeira sin un maravedí en el bolsillo. ¿No es eso?

Y yo lo que quiero interrumpió Caragatos es que usted le diga que semejante cosa es un disparate. Figúrese que se le ha metido en la mollera que tiene que reencontrarse con un hombre que ni siquiera sabemos si está vivo o no.

Lo está, señor, yo sí lo sé asegura Trinidad, poniendo su mano derecha sobre el escapulario regalo de Juan. Lo único que le pido es que me diga qué tengo que hacer para embarcar en alguna nave que vaya para allá. Como fregona o como polizón, eso me da igual.

Loca de remate insiste Caragatos. Cuéntele usted, que se ha pasado media vida en la mar, qué hacen en los barcos con los polizones. A mí no me creerá, pero a usted sí. Dígale cómo los echan al mar para alimento de los peces. Y si es mujer y joven, antes de tirarla por la borda la marinería también se da su propio festín. ¿Verdad o no?

¿Es así? se horroriza Luisa.

Son las leyes del mar

Me arriesgaré, no me importa. No podrá ser mucho peor de lo que ya he vivido. O de lo que le toca vivir a cualquiera de nuestra raza

¿De dónde vienes? ¿Dónde naciste?

En Cuba, señor, en una plantación de Matanzas, y me crié con él, con Juan, quiero decir. Crecimos juntos, de niños éramos inseparables.

Me lo imaginaba. Entonces no eres como nosotros, como los que salimos de África.

Claro que sí, mi madre fue una de ellas. La robaron de un poblado cerca de la costa, Magulimi se llamaba, siempre me hablaba de él. Más de treinta días estuvo a bordo de un barco en el que los hacinaban en la bodega, aprisionados con grilletes, así si la nave naufragaba, se iban al fondo con ella.

¿Y qué más te contó? No mucho más, apuesto.

Cómo puede decir eso

Porque lo sé. ¿Acaso te habló de cómo, al llegar a tierra, los exhibían desnudos en una plaza pública o en una playa y cómo los compradores los inspeccionaban, igual que animales? Primero, les abrían la boca para ver si estaban sanos y, luego, si eran mujeres, les metían sus mugrientos dedos donde bien puedes imaginarte buscando rastros de sífilis y otras enfermedades, pero gozando cada minuto de aquella exploración. Y tampoco te habrá contado cómo la mayoría de las mujeres llegaban preñadas a tierra porque a todas las violaban una y otra vez durante el viaje. Algo que, aparte de dar contento a la marinería, era bueno para el negocio porque el comprador podía llevarse entonces dos esclavos al precio de uno. Menos aún te habrá dicho que otras mujeres que viajaban con hijos de pocos años lloraban y suplicaban a sus compradores que los compraran a ellos también y cómo la mayoría se negaba porque no entraba en sus planes pagar por un mocoso inútil. No, nada te dijo porque de lo monstruoso nunca se habla, es la única manera de seguir viviendo. Tú eres una esclava doméstica. ¿Sabes cómo llamamos nosotros a los negros que nacen en casa de los amos y se crían con ellos? Niños de fortuna. Por mucho que alguna vez te hayan molido a palos o condenado al látigo, eres una niña de fortuna. Sabes poco y nada de las criaturas que nunca han dormido a techado y que, desde que cumplen tres años, las echan al campo a recoger algodón. Y menos aún de las que trabajan en las minas. ¿Y qué me dices de las que se ahogan a diario en los malecones de tantos puertos en busca de perlas finas?

A Trinidad le hubiera gustado decir que se equivocaba. Que ella sí conocía esa vida y que su madre le había contado las monstruosidades sufridas desde el día en que unos cazadores de esclavos irrumpieron en su pequeña aldea y se los llevaron a todos. Pero tenía razón Gaspar, su madre, cuando hablaba del pasado, lo hacía sólo del color de la tierra que la vio nacer, del tamaño de los árboles, de la anchura de sus ríos. Sus tías, sus tíos, incluso los que habían sido marcados como animales o mutilados brutalmente o mejor dicho, sobre todo ellos, hacían otro tanto. Incluso cuando cantaban penas lo hacían de su paraíso perdido, nunca del infierno que se habían visto obligados a atravesar después. Como Celeste, por ejemplo. Sólo cuando la vio llorando por Marina, le habló de los cuatro hijos que le habían arrebatado y fue para decirle únicamente que a los tres últimos no les había dado nombre porque hay que olvidar para seguir viviendo.

Era verdad, por tanto, ella era una niña de fortuna. Se había criado con Juan, jugando juntos hasta que tuvo edad de trabajar en las labores caseras. Y si a su vida llegó la desgracia, fue aquí, en España, cuando le vendieron a su hija porque él ya no estaba para protegerla.

Puede que tenga razón en lo que dice, señor Gaspar asintió, pero lo único que le pido es que me ayude a encontrarlo. ¿Lo hará?

Si lo que quieres, muchacha, es que te diga cómo colarte en alguna nave que salga para Madeira, no cuentes conmigo. Siempre me he negado a ayudar a polizones y créeme que vienen unos cuantos desesperados a esta hermandad con esa idea. Fugitivos muchos de ellos, delincuentes otros tantos. A todos les digo lo mismo, la vida es demasiado preciosa para tirarla por la borda. Por eso trato de ayudarlos de alguna otra manera que nada tiene que ver con el mar, pero en tu caso se me ocurre una idea.

Gaspar habló entonces de cierto matrimonio muy rezador y con buenos maravedíes que eran patronos de aquella iglesia.

No todos los miembros de esta hermandad son morenos ni esclavos como nosotros explicó. Eso era antes, cuando éramos más pobres que ratas y sólo algunas almas caritativas nos ayudaban para poder reparar las goteras o evitar que el techo se nos cayera encima. Muy acuitado debía andar nuestro Santo Cristo de la Fundación de que así fuera y se viera él a la intemperie bromeó entonces Gaspar, porque hace más o menos un año nos ha enviado un regalo del cielo. Un protector de campanillas, nada menos que un Borbón. Don Luis de Borbón y Vallabriga, arzobispo de esta ciudad y primo del rey nuestro señor.

Mala combinación me parece ésa opinó Caragatos. Ya sabemos cómo se las gasta la aristocracia con esto de la vocación sacerdotal. Al segundón que no saben dónde colocar lo hacen obispo con catorce años y a vivir como un cura.

No en el caso de don Luis. Él y su hermana Teresa han conocido muchas penurias en su infancia. A diferencia de su padre, que también era cardenal

¿Ve, qué le decía yo? atajó Caragatos que, por influencia de su abuelo el loco, nunca había tenido especial simpatía por el clero. De tal palo tal astilla.

A diferencia de su padre, que también fue cardenal continuó explicando el sacristán con paciencia, él sí tiene una verdadera vocación y amor a los pobres. La prueba es que se ha hecho hermano mayor de nuestra cofradía de los Negritos. Será porque él es un Borbón, será porque, según cuentan, la reina ha elegido a su hermana como futura esposa de Godoy, pero lo cierto es que, desde que don Luis nos ayuda, ahora son muchos y de posibles los que quieren pertenecer a nuestra hermandad.

¿Como esa pareja de la que antes hablabas? preguntó Luisa. ¿Quiénes son?

Don Justo Santolín y su esposa doña Tecla. Él es comerciante de vinos y ella tiene aún más caudales. Su padre, que era armador y acaba de morir, le ha dejado en herencia entre otras pertenencias precisamente la nave en la que han de viajar a Madeira. La Deleitosa la llaman y parte en un par de semanas, según él mismo me ha dicho. No me será difícil convencerlo de que doña Tecla, en su nueva calidad de rica propietaria, bien merece una exótica criada negra.

¿Y qué pasa si se entera de que su exótica criada es una esclava prófuga del palacio de Amaranta? preguntó Caragatos, a la que por un lado le divertía darle al magín planeando la huida perfecta y por otro seguía con sus prevenciones sobre el viaje. Seguro que no le hace ninguna gracia.

O tal vez todo lo contrario, quién sabe sonrió Gaspar, que mucho pisto da birlarle la criada a una duquesa, sobre todo cuando se va a poner agua de por medio. ¿Y tú, muchacha, qué te parecería echar un vistazo a tus futuros amos? Si esperas a la salida del paso en procesión, podrás verlos en primera fila. El resto déjamelo a mí. Ojalá sea todo para bien concluyó Gaspar. No me gusta poner la mano en el fuego por nadie, pero desde luego tanto don Justo como su esposa tienen fama de ser muy devotos.

Un par de horas más tarde a Trinidad se le encogía el corazón al ver cómo asomaba lento, solemne por la puerta del templo el Cristo de la Fundación a hombros de sus costaleros. Qué estampa desoladora la de aquel crucificado con la cabeza vencida sobre el pecho, colgado de un madero y rodeado de penitentes. Faroles oscuros adornaban sus esquinas mientras el paso avanzaba en espectral silencio hasta que una voz tan armoniosa como desgarrada lo rompió con una saeta. El humo de los cirios era tan intenso que le costaba ver las caras de los presentes y, entre ellas, dos que le interesaban más que el resto. Las había identificado de inmediato. Imposible confundirse, prácticamente el resto de la concurrencia era negra o mulata. La escasa media docena de blancos se había arracimado al lado izquierdo situándose en primera fila. Se trataba de dos mujeres de aspecto humilde y de dos hombres, quizá sus maridos, con sus gorras de fieltro en la mano. Un poco más allá, estaban ellos, sus futuros amos. Trinidad intentó acercarse para verlos mejor entre el gentío. El humo y la saeta le brindaban la perfecta coartada porque todos miraban hacia el balcón cercano en el que se había apostado el espontáneo cantaor. Casi podría tocarlos si se lo propusiera. Doña Tecla era una mujer de unos cuarenta años, enjuta, fibrosa, con una nuez masculina que en ese instante subía y bajaba bisbiseando una oración. Él era de menor estatura que ella y con una cara casi escarlata. La nariz plana, la barbilla huidiza, las orejas pequeñas y algo en punta. El pelo se reducía a varios mechones largos y oscuros que crecían separados en islotes. ¿Y los ojos? Ah, ahora que acababa de alzarlos hacia el Cristo, Trinidad descubrió con sorpresa que eran de un verde intenso, muy bellos, una incongruencia con el resto de su aspecto. Por un segundo sus miradas se cruzaron. Pero enseguida el hombre apartó la suya con recogimiento.

Una vez terminada la saeta, todos prorrumpieron en aplausos mientras que el Cristo, reanudando su marcha, se bamboleaba a izquierda y derecha como un esquife a babor y luego a estribor. Allá va, navegando sobre un mar de capirotes y de cabelleras negras y rizadas.





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