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CAPÍTULO 20 UNA ESCAPADA




 

 

Desde que descubrieran lo que estaba ocurriendo con el experimento rousseauniano de la duquesa Amaranta, Trinidad y Caragatos habían hecho lo poco que estaba en su mano para aliviar el sufrimiento de aquellos desdichados. Tanto el gigante escocés como la minúscula bailarina oriental o la niña negra a la que iban a amaestrar para que recitara a Racine esperaban cada noche la llegada de las amigas con algo de comida, compañía y aliento. El cuarto súbdito de aquella triste corte había logrado ya librarse de sus barrotes. Los pulmones del gitanillo al que pretendían convertir en un nuevo Mozart no lograron resistir los rigores del invierno y apareció muerto una mañana abrazado a su violín. Sus huesos acabaron enterrados en el patio trasero, como si fuera un animalito. Se había encargado de cavar su fosa el mismo cuidador que llevaba ocupándose de todos ellos desde el día en que el experimento fracasó. ¿Por qué naufragó la idea? ¿En qué momento habían pasado los miembros de la Corte de los Milagros de desayunar chocolate y huevos de paloma, tal como Amaranta le contó a Hermógenes, a convertirse en un estorbo? La respuesta tenía que ver con una palabra que dicha en francés suena hasta respetable: ennui, tedio, aburrimiento. Sí, ese elegante estado de ánimo era el responsable de todo. Porque ¿cómo diantres era posible que el gigante aquel fuera tan patoso, tan torpe que no conseguía aprender los pasos que el maestro de baile contratado por Amaranta había intentado enseñarle? ¿Por qué al gitanillo del violín había que golpearle una y otra vez para lograr que arrancara tres míseros acordes a su instrumento? ¿Y la enana que no hacía más que lloriquear en vez de cimbrearse graciosamente al compás de la música como era su deber? De la criatura negra mejor ni hablar. Vacilante, torpe, inútil. Hasta una simple cotorra habría repetido mejor que ella los versos del divino Racine. Ennui por tanto, terrible ennui, mortal aburrimiento, así pensaba Amaranta. Eso por no mencionar los gastos en que, como mecenas, había incurrido al contratar ayos, preceptores y músicos para tantas y tan variadas disciplinas artísticas. Por eso, un buen día decidió que ya habían jugado lo suficiente con su santa paciencia. Canceló las clases, despidió a los enseñantes y dejó sólo un cuidador que se ocupara de las necesidades más elementales de aquellas irritantes criaturas hasta que decidiera qué hacer con ellas. El carcelero resultó ser demasiado devoto del anís, es cierto, pero el suyo era un trabajo sencillo. No tenía más que cambiar de vez en cuando la paja de sus celdas y echarles de comer añadiendo al rancho un poco de láudano para que no dieran guerra. Cómo administraba la pequeña asignación que recibía mensualmente para tales menesteres era cosa suya. ¿Qué tenía de malo que el pobre hombre bebiera un poco? Amaranta, firme defensora de la también francesa, liberal y fraternal teoría del laissez faire, pensaba que también él tenía derecho a combatir como mejor supiera su ennui.

A saber cómo acabará todo esto dice ahora Caragatos.

¿A qué te refieres?

A que, justamente anoche, en el patio, oí algo que puede cambiarlo todo respecto a la Corte de los Milagros. Dos ojeadores de los que siempre acompañan al duque y que acaban de llegar de El Recuerdo hablaban de cierta reforma que van a hacer en el edificio. Al parecer, también él está pensando en llevar a cabo su propio experimento rousseauniano. Quiere convertir el recinto en la mayor pajarera de Europa.

Buena noticia se alegra Trinidad. Así Amaranta no tendrá más remedio que dar libertad a esos pobres desdichados.

Supongamos que lo hace. Supongamos que abre sus celdas y los deja marchar. ¿Adónde van a ir un gigante, una enana y una niñita de poco más de ocho años a los que entontecen con láudano?

Nos tienen a nosotros, podemos seguir ayudándoles como hasta ahora, ya encontraremos algún lugar donde esconderlos. Esta propiedad es muy grande.

Y tú más inocente que un cubo. Míranos, tú, negra, y yo con esta linda cara que Dios me ha dado. A un paso estamos de ser dos miembros más de tan desdichada corte. ¿Qué crees que pasará si nos descubren? No tengo la menor intención de acabar como ellos, drogada y prisionera en alguna sucia habitación de El Olvido hasta que a Amaranta se le disipen los pocos escrúpulos que tiene y decida que hay gente que está mejor en el cielo con los angelitos que en este valle de lágrimas. Se me ocurre otra idea.

¿Cuál?

¿Te acuerdas de la columna de humo que vimos al llegar aquí?

No me digas que vamos a ir tras el espíritu de Mariana de Tendilla, la Aparecida bromea Trinidad.

Nada me gustaría más, pero me conformo con encontrar otras almas que viven en esos bosques. Los romaníes.

¿Los qué?

Gitanos, roms, zíngaros, calés, bohemios de todas esas formas los llaman. Ellos y sus circos ambulantes tal vez puedan ayudarnos.

Mejor tener cuidado con esa gente, se dicen tantas cosas de ellos

Hablas igual que nuestra querida duquesa Amaranta se impacienta Caragatos. ¿Tú qué sabes? ¿Conoces a alguno? A ver si te crees que son unos sacamantecas o que comen niños crudos como cuentan por ahí.

Claro que no, pero ¿qué te hace pensar que querrán ayudarnos? Incluso si tienen un circo y aceptan a esos tres pobres desdichados. ¿Qué tipo de vida les espera? ¿Que los lleven de acá para allá mostrándolos como engendros? Señoras y señores, pasen y vean a Zoraida, la mujer más pequeña del mundo, y su danza de los siete velos. Y ahora a Míster Angus, el gigante pelirrojo que baila muñeiras, y más tarde a mademoiselle Solange, la negrita que recita versos en francés mientras enseña sus enaguas. Esa pobre niña. Apenas tiene un par de años más que mi hija, me he encariñado tanto con ella, es tan frágil.

Todos lo son y sólo nos tienen a nosotras, así que dime, ¿tú qué preferirías? ¿Estar en un circo ambulante o mendigar en los caminos?

Quién sabe, tal vez Amaranta esté pensando en darles una pequeña compensación antes de dejarlos marchar.

Más vale que bajes cuanto antes de tu nube rosa, Trini, o la vida se encargará de hacerlo a gorrazos. Esta noche pienso acercarme al campamento a hablar con los romaníes. Si quieres venir conmigo, bienvenida. Si no, puedes quedarte donde estás y seguir creyendo en la bondad rousseauniana de nuestra ama y señora.

 

* * *

 

Trinidad accedió y una noche sin luna las recibió al otro lado de los muros de El Recuerdo. Hacía tanto frío que Trinidad tuvo que envolverse muy bien en su vieja pañoleta de fieltro para que no le castañetearan los dientes.

¿Cómo nos orientaremos? Espero que no se te haya ocurrido traer candiles. Nos descubrirían sin remedio.

¿Así que tú crees que me llaman Caragatos por este bonito labio partido que tengo? bromeó su amiga. Pues te equivocas. Es porque veo como ellos en la noche. Sígueme, te llevaré hasta allí como si fuera el mismísimo fantasma de Mariana de Tendilla, la Aparecida.

Mientras avanzaban abriéndose paso entre los primeros pinos del bosque que rodeaba el palacio, Trinidad llegó a pensar que en efecto su amiga tenía ojos de gato. Continuaron despacio temiendo que cualquier ruido pudiera delatarlas. De pronto, el viento que hasta entonces soplaba en dirección opuesta a El Olvido, favoreciendo el sigilo, roló trayendo los primeros sonidos del campamento, un rasgueo de guitarras y un melancólico canto. No parecen muy alegres esta noche se dijo Trinidad, pero enseguida llegó a reprocharse: ¿Y qué pensabas, tonta? ¿Que los gitanos han de estar todo el día bailando o tocando la pandereta?. Tenía razón Caragatos, también ella estaba demostrando que podía ser víctima de los más tontos prejuicios. Seguro que ahora esperarás ver diez o doce carromatos multicolores puestos en círculo y en el centro una enorme fogata con veinte o treinta gitanos y gitanas que cantan o leen la buenaventura a la luz de las llamas, se burló divertida.

Dicen que a la vida le gusta desdecir tópicos, pero a veces le da por abrazarlos con entusiasmo. Trinidad, por una vez, acertó en su apreciación, aunque sólo fuera en parte. Al son de una inevitable guitarra, había justamente unas carretas pintadas de alegres colores, y en medio de ellas, una hoguera. Pero ahí acababan las similitudes con la escena que ella había imaginado porque, tanto las tres escasas carretas que vio, como la hoguera eran muy pequeñas y en vez de una pléyade de gitanos y artistas, tan sólo un par de niños aprovechaban la luz del fuego para ensayar un extraño baile. Como pequeñas y fantasmales figuras envueltas en capas negras, como mariposas nocturnas, aleteaban y se contorsionaban lentamente al compás de la música. Tan hipnóticos eran sus movimientos que Trinidad y Caragatos detuvieron su marcha para admirarlos.

Fue un perro con sus ladridos el que se encargó de romper el encantamiento.

¿Qué pasa, Sultano? Tranquilo, chico, tranquilo. ¿Quién va?

Temiendo que aquel hombre azuzara al animal, Caragatos optó por salir de su escondrijo y dejarse ver.

En paz, buen amigo, sólo somos dos criadas escapadas de El Olvido.

¿Y qué buscan sus mercedes?

Quien tan ceremoniosa como irónicamente se dirigía a ellas era un hombre de unos cincuenta años y puntiaguda barba negra vestido con una camisa de satén amarillo. El perro, un viejo mastín color canela y ojos que brillaban en la noche, empezó a saltar cercándolas amenazador mientras esperaba órdenes.

Por favor, señor, sólo queremos hablar un momento con usted, se lo ruego

¡A por ellas, Sultano! ordenó el hombre, añadiendo luego algo más que las muchachas no alcanzaron a comprender.

Sin escapatoria, Caragatos y Trinidad se abrazaron, pero, ante su estupor, el perro, en vez de lanzarse sobre ellas, comenzó de pronto a caminar elegantemente sobre sus patas traseras, luego a girar, a contonearse antes de acabar estirando las dos patas delanteras en una reverencia.

¡Carámbanos! exclamó Caragatos, más divertida que asombrada. Gracias por el recibimiento dijo, aceptando la pata que Sultano le ofrecía para que se la estrechase.

¿Quién está ahí, Vitorio? ¿Son ellas? Están aquí de nuevo, ¿verdad? ¡Por favor, diles que se vayan!

Descuida, princesa, no son ellas, vuélvete a dormir.

Dormir, dormir oyen que repite la misma voz, quebrada, ronca, desde dentro del carromato más alejado del fuego. Como si fuera posible, como si no llevara media vida sin poder cerrar los ojos añade antes de que la voz se quiebre en una prolongada y amarga carcajada y un: ¡Vitorio, te lo suplico!

Enseguida voy, princesa.

Caragatos y Trinidad se miraron asombradas. Ninguna dijo nada, pero pensaban lo mismo. Que por lo rota y cascada que era aquella voz, más parecía de bruja que de princesa.

¿Manda usted algo, padre?

Ahora fueron los niños que antes habían visto bailar a la luz de la hoguera los que se acercaron.

Basta de ensayos por hoy, muchachos, que tenemos visita. Éstos son Adriano y Andrea presentó entonces el padre mientras que los hermanos, tan iguales que no había duda de que eran gemelos, saludaban inclinando a un tiempo la cabeza.

¿Cuántas personas formarían aquella compañía?, se preguntó Trinidad. ¿En qué consistiría su espectáculo? ¿De dónde serían?

Como si pudiera leerle el pensamiento. Como si estuviera escenificando sólo para ellas el mil veces repetido preámbulo de su espectáculo circense, Vitorio empezó a despejar algunas incógnitas.





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